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viernes, 27 de abril de 2012

El Príncipe de las Tinieblas encuentra la carta robada

La carta robada del gran maestro Edgar Allan Poe es una de las aventuras de su detective Auguste Dupin, concebida en su momento casi como un mero juego de ingenio literario pero que hoy se ha convertido en una perfecta metáfora del conocimiento e incluso de la propia vida. Cuenta la historia de la susodicha carta, que afecta al honor de un personaje "de las altas esferas" reales por razones que no se explican con claridad (aunque llevan a la conclusión de que el digno personaje es un poco crápula) y que le es sustraída en sus mismas narices por un ministro dispuesto a adquirir gran poder sobre él (o, mejor dicho, sobre ella, porque se trata de una mujer) por el viejo método del chantaje. Se sabe quién es el ladrón, pues, pero no dónde está la carta, que puede ser utilizada en cualquier momento con fatales consecuencias para la robada. El prefecto encargado del caso explica a Dupin cómo lo ha probado todo para recuperar el documento, incluyendo el concienzudo registro de la casa del ministro, aprovechando sus frecuentes ausencias por viajes del gobierno, en busca de cajones secretos, almohadones inusualmente rellenos, bultos sospechosos bajo el papel de pared, patas huecas de las sillas del comedor o cualquiera otro escondite..., sin resultado alguno. Sin embargo, tras conocer los detalles, Dupin resuelve el misterio con rapidez, recupera la carta y recibe cincuenta mil francos de recompensa de manos del asombrado prefecto.

Al explicar cómo obtuvo el éxito donde centenares de policías fracasaron, Dupin indica que la carta se encontraba, aunque disimulada con un sello diferente y algo deteriorada para no asemejarse al original, en un simple tarjetero de cartón a la vista de cualquiera que entrara en el despacho del ministro. Y por eso mismo pasó inadvertida en este perfecto escondite, ya que nadie le prestó atención. Pensaban que el político no podía ser tan descuidado..., o tan astuto. Como bien detalla el detective, en su época existe un juego social que consiste en colocar un mapa lo más detallado posible encima de la mesa. Uno de los jugadores le pide al otro que encuentre, en un tiempo determinado, una palabra que figure sobre el mapa. Puede ser el nombre de una ciudad, de un río, de una cordillera... Y Dupin advierte: "un novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el buen jugador escogerá aquéllos que se extienden con grandes letras de una parte a otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y palpablemente evidentes".

Dupin añade que, cuando uno desea adivinar las intenciones y actitudes de los demás, lo primero que debe hacer es identificarse mentalmente con ellos para tratar de razonar de la misma forma. Y, para ello, lo más importante es abrir la mente con el fin de no cometer el común error de emplear únicamente nuestra forma habitual y personalizada de pensar. En el caso de la carta robada, el prefecto y sus policías buscaron la carta inútilmente porque lo hicieron, sí, de manera exhaustiva, pero en los lugares donde ellos la habrían escondido si hubiesen sido los ladrones, sin plantearse ningún otro criterio como el demostrado por el ingenio particular y diferente del ministro, que la disimuló de una manera alternativa, a todas luces exitosa hasta la aparición del sagaz detective. Exactamente así sucede en la vida corriente, cuando tratamos de hallar solución para alguno de los problemas que nos ocupa y somos incapaces de dar con ella por más que busquemos y rebusquemos en la misma habitación mental y aunque estemos convencidos de que está allí. La única forma de encontrarla será cambiar completamente nuestro punto de vista, nuestra forma de actuar corriente y enfocar la situación desde un ángulo distinto, aberrante si es preciso.

Otro ejemplo muy bueno es el que aparece en el libro ¿Es lo bastante inteligente como para trabajar en Google?, editado por Conecta, donde su autor,  William Poundstone, relata una anécdota interesante sobre el proceso de selección de personal de recursos humanos que asegura realizó la gerente de proyectos de Microsoft Chris Sells. No me resisto a transcribirla íntegra, porque no tiene desperdicio. Quien más, quien menos, la mayoría de los trabajadores ha pasado por esta experiencia tan estresante en la que paradójicamente hay que guardar la mayor compostura posible mientras se responde con agilidad mental, simpatía y profesionalidad a todo tipo de preguntas y comentarios: desde dónde ha nacido uno hasta cuáles son sus aficiones favoritas o que haría en determinada situación hipotética. Lo que ocurre es que en este caso, el planteamiento a resolver era especialmente delirante...

-Se encuentra usted en un pasillo de piedra de ocho por ocho -dice la entrevistadora-. El Príncipe de las Tinieblas aparece ante usted.

- ¿Se refiere al diablo? -pregunta el desafortunado candidato.

- Cualquier Príncipe de las Tinieblas -responde-. ¿Qué haría?

- ¿Puedo correr?

- ¿Quiere correr?

- Mmm. Creo que no. ¿Tengo algún arma?

- ¿Qué clase de arma le gustaría tener?

- Mmm, una con bastante alcance.

- ¿Como qué?

- Una ballesta.

- ¿Qué clase de munición emplearía?

- Flechas de hielo.

-¿Por qué?

- Porque el Príncipe de las Tinieblas está hecho de fuego.

A la entrevistadora le gusta la respuesta.

- ¿Qué hace después?

- Le dispararía.

- Pero hombre, ¿qué hace? -Silencio. Luego añade-: ¡Lo ha desperdiciado! ¡Acaba de desperdiciar usted al Príncipe de las Tinieblas!

En ese momento, el candidato también hace una pregunta:

- Madre mía, ¿dónde me he metido?

Es una conversación muy reveladora tanto de una como de otra parte. Desde el punto de vista de la entrevistadora, hará las delicias de todos los conspiranoicos defensores de la idea de que Bill Gates es poco menos que el Anticristo, ya que la empresa que fundó y que domina a día de hoy la mayoría de los sistemas operativos instalados en algo tan imprescindible para tantos trabajos contemporáneos como es un ordenador, no tendría ningún problema para aliarse no ya con Satanás sino, literalmente, cualquier Príncipe de las Tinieblas si con ello consiguiera una ventaja en el mercado. Esa misma empresa, además, parece dispuesta a exigir a todos sus empleados que participen en su alianza o, al menos, que desarrollen armas (flechas de hielo) capaces de obligar a este oscuro personaje a trabajar también para ella aunque sea empleando el chantaje de que si no lo hace le destruirán. Eso sin comentar el enigmático pasillo de piedra de ocho por ocho, un número tan característico...

Desde el punto de vista del entrevistado, revela la dependencia del trabajador medio de sus propias creencias y supersticiones (el Príncipe de las Tinieblas puede ser cualquiera -por ejemplo, Drácula, que recibe también este apodo- pero él lo relaciona sin duda con el Satanás judeocristiano "hecho de fuego" y por tanto presuntamente vulnerable al hielo), las limitaciones y cobardía de su pensamiento habitual (lo primero que se le ocurre es salir corriendo y sólo se lo replantea cuando ve que la entrevistadora le pide que confirme su intención; sólo entonces cambia su decisión pero busca armarse para sentirse más seguro y el arma que pide es una simple ballesta en lugar de elegir algún tipo de rifle ultramoderno con balas también de hielo o incluso alguna varita mágica con la que pudiera controlarle) y su escasa imaginación y capacidad para salir de la rutina y enfrentarse a situaciones inesperadas (en lugar de emplear su capacidad de diálogo para convencer o engañar al ser oscuro por ejemplo, se limita a parafrasear al general Custer y piensa que el mejor Príncipe de las Tinieblas es el Príncipe de las Tinieblas muerto).

Para el tema que nos ocupa, esto último es lo más importante: percatarnos de que deberíamos cambiar nuestra forma de pensar, nuestro modo de ser y actuar, nuestro yo entero..., si de verdad estamos aburridos de nuestra existencia y deseamos transmutarla en algún sentido.

 


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