Da igual que uno sea blanco, negro, rojo, amarillo o mestizo. Da igual que uno sea hombre, mujer, mitad y mitad o queso de bola. Da igual que uno sea un niño, un adolescente, un adulto o un anciano. Da igual que uno sea policía o ladrón, carpintero u oficinista, militar o sacerdote, labriego o astronauta. Da igual que uno sea hijo, padre o abuelo o las tres cosas a la vez. Da igual que uno viva en la montaña o en el valle, en una isla o en un continente. Da igual que uno sea soltero, casado, divorciado, viudo o arrejuntado. Da igual cualquier circunstancia en cualquier momento de cualquier vida de cualquier homo sapiens. Todos, absolutamente todos, buscan una sola y la misma cosa a lo largo de su vida: la felicidad.
Lo único que varía es el medio a través del cual están convencidos de que podrían ser felices... En su imaginación, bastaría con ser millonario, o tener un hijo, o vivir en el campo, o ser famoso, o ligarse a la pareja deseada, o conseguir un gran éxito profesional, o contemplar personalmente la ruina de un odiado enemigo, o disponer de una capacidad de consumo casi ilimitada..., o, idealmente, una combinación de todos estos elementos y alguno más. Sin embargo, todos creen o han creído en algún momento de su existencia que serán capaces de encontrarla. Aún más arrogante: todos creen que tienen derecho a encontrarla por el mero hecho de existir. Algunos ingenuos piensan que realmente la han encontrado.
Una conocida marca de refrescos (de ésos cuyo consumo regular termina por arruinarnos la salud, por ejemplo disparando nuestra diabetes a base de intoxicarnos con azúcar) organizó el año pasado en Madrid un congreso sobre la felicidad para promocionarse publicitariamente con la excusa de desentrañar las claves de este profundo anhelo humano. En este encuentro participaron, entre otros, nombres muy conocidos de la divulgación científica: Eduardo Punset, Luis Rojas Marcos, Juan Luis Arsuaga... Pero también algún personaje muy particular como el que aparece en la fotografía: un francés llamado Matthieu Ricard que podría confundirse con uno de tantos occidentales que decidió en su día renunciar a una prometedora carrera profesional para abrazar el budismo y dedicarse a la meditación.
Sin embargo, Ricard no es uno más porque luce por el mundo adelante un curioso título: el de "el hombre más feliz del mundo". ¡Casi nada! Tiene una historia particular, ya que es hijo del fallecido (hace ya casi siete años, ¡cómo pasa el tiempo!) Jean François Revel, uno de los escritores, periodistas, filósofos y polemistas más interesantes (quizá sería mejor decir "uno de los pocos interesantes") que ha dado Francia en la segunda mitad del siglo XX, autor de textos tan recomendables como La tentación totalitaria o El conocimiento inútil. En una de sus obras, El monje y el filósofo, y como
Sin embargo, Ricard no es uno más porque luce por el mundo adelante un curioso título: el de "el hombre más feliz del mundo". ¡Casi nada! Tiene una historia particular, ya que es hijo del fallecido (hace ya casi siete años, ¡cómo pasa el tiempo!) Jean François Revel, uno de los escritores, periodistas, filósofos y polemistas más interesantes (quizá sería mejor decir "uno de los pocos interesantes") que ha dado Francia en la segunda mitad del siglo XX, autor de textos tan recomendables como La tentación totalitaria o El conocimiento inútil. En una de sus obras, El monje y el filósofo, y como
reconocido agnóstico que era, Revel recogía y resumía los debates mantenidos con su hijo a propósito del budismo, tratando de entender el porqué de su rápida expansión en el Occidente contemporáneo. Hay que decir que Ricard no estuvo precisamente vagueando durante su juventud ya que se dedicó a la genética celular en el Instituto Pasteur, y con buenas perspectivas de futuro. Sin embargo, un día se dejó arrastrar por la clásica crisis existencial, se preguntó si era ésa la vida que de verdad quería, y se marchó al Himalaya. Se hizo budista, adoptó los votos de pobreza y castidad y renunció al mundo material, sus pompas y sus glorias... A no mucho tardar se convirtió en uno de los principales colaboradores del Dalai Lama. Más tarde se le ocurrió que una buena manera de difundir su nueva fe por el mundo adelante sería demostrar científicamente los beneficios de su práctica, empezando con una de las principales banderas budistas, la meditación, y se prestó junto a varios cientos de voluntarios a un curioso experimento desarrollado en los Estados Unidos bajo la dirección del investigador Richard J. Davidson.
Ricard está convencido de que con sólo veinte minutos de meditación diaria es factible transformarse interiormente. Eso incluye mejorar la concentración y la percepción, potenciar el aprendizaje, disminuir el dolor, protegerse de infecciones..., e incrementar el amor altruista por los demás. Todo ese conjunto de ventajas desemboca, asegura, en la felicidad. El estudio al que se sometió consistía en analizar el cerebro de los participantes con más de 250 sensores y una larga serie de resonancias magnéticas a lo largo de varios años y los resultados fueron ciertamente sorprendentes. El equipo de Davidson elaboró una escala de felicidad, un "Felizómetro" con el objetivo de medir y comparar las respuestas de los sujetos y descubrió que Ricard destacaba en todos los datos positivos. Según el experimento, lastres mentales como el estrés o la frustración simplemente no existían en su cerebro, que sí gozaba de un elevadísimo nivel de satisfacción y plenitud existencial. De hecho, la máxima calificación de felicidad establecida en la escala era de -0,45 y Ricard reventó los topes al fijarla en -0,3.
Ricard está convencido de que con sólo veinte minutos de meditación diaria es factible transformarse interiormente. Eso incluye mejorar la concentración y la percepción, potenciar el aprendizaje, disminuir el dolor, protegerse de infecciones..., e incrementar el amor altruista por los demás. Todo ese conjunto de ventajas desemboca, asegura, en la felicidad. El estudio al que se sometió consistía en analizar el cerebro de los participantes con más de 250 sensores y una larga serie de resonancias magnéticas a lo largo de varios años y los resultados fueron ciertamente sorprendentes. El equipo de Davidson elaboró una escala de felicidad, un "Felizómetro" con el objetivo de medir y comparar las respuestas de los sujetos y descubrió que Ricard destacaba en todos los datos positivos. Según el experimento, lastres mentales como el estrés o la frustración simplemente no existían en su cerebro, que sí gozaba de un elevadísimo nivel de satisfacción y plenitud existencial. De hecho, la máxima calificación de felicidad establecida en la escala era de -0,45 y Ricard reventó los topes al fijarla en -0,3.
¿Esto significa que si uno quiere ser feliz tiene que hacerse budista? Es obvio que no. Un ermitaño a la antigua usanza de cualquier religión o una persona buena, un hombre bueno según la definición machadiana, hubiera conseguido resultados similares. Lo que ha aportado Matthieu Ricard es la demostración científica de que es posible manejar a nuestro antojo lo que los científicos llaman "plasticidad de la mente": una capacidad (latente en todos, pero que es necesario entrenar para desarrollarla, igual que cualquier otra habilidad humana) para modificar el cerebro físicamente por medio de los pensamientos y las aspiraciones vitales. Y es que el cerebro no es un órgano muerto, o simplemente terminado e inmutable, como acostumbramos a imaginar, sino vivo (a no ser que uno sea un zombie), cuyo único gran problema es que no solemos prestarle la menor atención y por tanto no nos tomamos la molestia de mantenerlo y fortalecerlo. El planteamiento, que no es muy original pues todos los grandes filósofos y líderes espírituales de la Historia nos lo han repetido por activa y por pasiva, es que cuantos más pensamientos negativos, rabias y odios sembremos, más ansiedad, depresión y malestar físico cosecharemos. Al contrario, si somos capaces de comportarnos con optimismo, pensando en positivo y trabajando en bien de los demás, elevaremos equivalentemente nuestro estado de paz interna y satisfacción con la vida, nos acercaremos a la utopía de la felicidad.
Hay un truco, sí, en todo esto y es la desconexión de la vida que practica el budista por el hecho de serlo. La actividad de Ricard en su calidad de monje de esta creencia le resta mérito pues tiende a aislarle del día a día y así es más fácil intentar el desapego del mundo material. Lo verdaderamente heroico sería ser capaces de desarrollar y mantener esa actitud calmada, satisfecha y cuasi feliz viviendo de un sueldo, con familia y en una ciudad. Ser un tipo corriente y, a pesar de ello, lograr ese nivel de tranquilidad interior de la que disfruta este peculiar budista...
Y a todo esto: ¿en verdad es capaz el homo sapiens no ya de aspirar a sino de llegar a ser feliz? Quiero decir: feliz del todo, no "moderadamente feliz" como dicen tantas personas o feliz "por etapas" como dicen otras, para no reconocer que simplemente están más o menos tranquilas en ese momento. Aún más, ¿acaso le es lícito serlo? ¿Es este parque de atracciones (o esta granja, según versiones) que llamamos planeta Tierra un escenario adecuado para ello? En realidad, ¿quién puede asegurar que hemos venido a este mundo para ser felices y no por otras razones menos agradables? Da la impresión más bien de que la Felicidad con mayúsculas es un elemento extraterrestre, inalcanzable en este nivel de realidad para el homo sapiens, acaso incapaz de superar el nivel de felicidad con minúsculas del que disfruta una vaca pastando en un prado verde, mientras es ordeñada regularmente y espera sin saberlo ser conducida al matadero para terminar convertida en un montón de filetes...
Y a todo esto: ¿en verdad es capaz el homo sapiens no ya de aspirar a sino de llegar a ser feliz? Quiero decir: feliz del todo, no "moderadamente feliz" como dicen tantas personas o feliz "por etapas" como dicen otras, para no reconocer que simplemente están más o menos tranquilas en ese momento. Aún más, ¿acaso le es lícito serlo? ¿Es este parque de atracciones (o esta granja, según versiones) que llamamos planeta Tierra un escenario adecuado para ello? En realidad, ¿quién puede asegurar que hemos venido a este mundo para ser felices y no por otras razones menos agradables? Da la impresión más bien de que la Felicidad con mayúsculas es un elemento extraterrestre, inalcanzable en este nivel de realidad para el homo sapiens, acaso incapaz de superar el nivel de felicidad con minúsculas del que disfruta una vaca pastando en un prado verde, mientras es ordeñada regularmente y espera sin saberlo ser conducida al matadero para terminar convertida en un montón de filetes...
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