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lunes, 21 de enero de 2013

La marcha hacia Moscú


¿Por qué fracasó Napoleón en la conquista de Rusia? Los expertos militares suelen achacar el desastre de la expedición francesa al llamado General Invierno: el frío y la nieve cayeron de improviso sobre el ejército gabacho y literalmente lo congelaron. Cualquiera que haya oído hablar acerca de esta campaña tiene en mente las dramáticas imágenes, recreadas tantas veces por la literatura pero de manera especialmente gráfica por la pintura, el cine y hasta el comic, en las que largas columnas de agotados infantes se arrastran como pueden en medio de la ventisca en un desolador paisaje blanco salpicado de hombres y caballos muertos, restos de carros, cañones y todo tipo de pertrechos, mientras a lo lejos asoma en el horizonte la amenaza de los cosacos, hostigando a los rezagados... Los cosacos..., ¡los cosacos! Si el frío era tan terrible, ¿por qué no afectaba a los rusos? No me creo eso de que el invierno tomara por sorpresa a uno de los mejores estrategas de la Historia y que por tanto no estuviera preparado con ropas de invierno. Y cualquier frío que pudiera resistir un ruso también podría resistirlo un francés con la adecuada impedimenta. ¿Entonces?

 Entonces es que la clave de la derrota napoleónica no estuvo en el General Invierno. O no sólo en él. La principal responsabilidad fue la del General Espacio. Todos aquéllos que han tenido la posibilidad de recorrer Rusia (y me refiero a Rusia, no al limitado recorrido Moscú-San Petersburgo y otras ciudades imperiales) han constatado que se trata de un país muy grande. Vasto es el adjetivo adecuado. Vasto y, en la época de Napoleón, semi salvaje por la escasez de población y las defectuosas o inexistentes redes de transporte. Esta circunstancia, si quieres invadir con éxito un país tan enorme (y eso significa emplear un ejército bastante grande), te obliga a calcular muy bien el abastecimiento de tus tropas..., a no ser que a tus soldados les guste la dieta de tierra y hierbajos. Napoleón lo sabía y cuando realizó los preparativos para la ofensiva que habría de llevarle hasta la mismísima Moscú ordenó a sus unidades, que sumaban varios cientos de miles de hombres, que llevaran consigo raciones para 24 días. Si durante la marcha encontraban alimentos extra en cultivos o granjas serían convenientemente saqueados, pero era fundamental garantizar un mínimo de comida para sus tropas.

Con el fin de poder cargar con tantas provisiones, además de un importante volumen de municiones, fueron diseñados unos carros muy grandes. El problema es que no quedaba espacio para transportar también el forraje de los caballos que tirarían de ellos. La solución fue retrasar hasta el mes de junio el ataque a Rusia. De esta manera, pensaron los responsables de la intendencia francesa, no sería necesario llevar avena porque los animales podrían alimentarse directamente de los campos rusos. Sin embargo, esta decisión resultó desastrosa: los caballos no soportaban el forraje verde y casi siempre húmedo que encontraron en su camino, sufrían cólicos y morían. El avance, al principio espectacular a un ritmo de 20 kilómetros diarios, de las tropas napoleónicas se ralentizó hasta paralizarse ya que cada soldado, además de su equipo habitual, no podía llevar en su mochila más raciones que para cuatro días de viaje. Hubo que sustituir los pesados carros franceses por otros más ligeros requisados sobre la marcha y así se pudo seguir avanzando, pero ya sin poder llevar consigo tantos víveres como estaba previsto.


Retrasados, mal alimentados, desmoralizados y presa de las enfermedades (que también se desataron entre los hombres, no sólo en la cabaña equina), Napoleón contaba apenas con 150.000 soldados cuando, ya en agosto, logró salir al fin de la localidad de Smolensko hacia Moscú en la última etapa de su viaje. Durante todas aquellas semanas, el Pequeño Corso había buscado en vano una gran batalla: una masacre sangrienta de la que salir victorioso, como tantas otras veces antes había garantizado a sus tropas, que le permitiera dictar manu militari los términos de una paz inmediata e incontestable. A pesar de las circunstancias adversas en las que se movía su ejército, éste era muy superior en armamento y cualificación al ruso, y contaba además con el genio táctico de Bonaparte. Pero el zar Alejandro I (en la imagen, con sonrisa de listillo) no le dio el placer de resolverlo todo en una mañana. Sus tropas no eran muy numerosas y durante semanas prefirió emplearlas en desgastar a los invasores, hasta que éstos avistaron la capital rusa. Allí se produjo un choque entre ambos ejércitos, que concluyó con una victoria francesa pero no de carácter estratégico: de hecho, la mayor parte de los rusos muertos lo fueron no en el campo de batalla sino por el fuego de artillería al que fueron sometidos durante su retirada.

El caso es que Napoleón logró entrar, al fin, en Moscú. Pero se encontró una ciudad desierta, que se limitaba a ofrecer techo a sus cansadas tropas, no alimento ni municiones. La situación allí era insostenible durante mucho tiempo porque no había forma de pertrechar al ejército. Otro gallo hubiera cantado si los granaderos napoleónicos hubieran dispuesto de los víveres necesarios para mantener la posición sine die, pero se hallaban en precario y Moscú estaba demasiado lejos de todas partes, empezando por las bases de aprovisionamiento francesas: el General Espacio hacía valer la inmensidad de su poder. Aún así, el Emperador decidió aguardar a los emisarios del zar Alejandro I con alguna propuesta seria de paz. Después de todo, había conquistado su capital, así que al ruso no le quedaba más remedio que reconocer su derrota y rendirse, ¿no? Pero el zar no lo hizo. 

Luego llegaron los incendios de la ciudad y la necesidad de abandonarla al carecer de alimentos básicos para alimentar a la tropa. La coincidencia de la retirada con el despliegue de lo más duro del invierno transformó el regreso hacia el oeste en una pavorosa ordalía de la que sólo saldrían vivos un puñado de franceses. La gran mayoría perecieron víctimas del frío y de los rápidos ataques rusos a las columnas en desbandada, pero sobre todo del hambre...

No ha mucho cierto joven colega escritor se me quejaba amargamente por su situación económica personal, tan similar a la de tantos juntaletras que somos en el mundo. El hombre había conseguido ya ganar un par de premios de su género y acababa de publicar una novela, pero los ingresos regulares que aspiraba a conseguir gracias al noble y difícil arte de la escritura no terminaban de llegar. Había abandonado un empleo aburrido y mediocre, pero seguro, para lanzarse a la maravillosa aventura literaria convencido de que sus textos tenían suficiente calidad y sobrado interés como para garantizarle un flujo decente de dinero a su cuenta corriente. Un flujo que le permitiera no ya vivir decentemente sino de forma muy holgada. Sin embargo, dos años después se encontraba con que ni lo había conseguido todavía, ni había visos de conseguirlo a corto plazo, y se sentía humillado por reconocer que sobrevivía gracias al sueldo de su mujer.

Bienvenido al club, le dije, para inmediatamente después recordarle que, aunque escribo todo tipo de historias desde que aprendí el abecedario, mi primera publicación profesional en esta reencarnación data de 1995: es decir, hace 18 años (mientras que mi colega lleva bastante menos tiempo dedicado a esto), y a pesar de algunos éxitos interesantes conquistados durante este camino yo tampoco he logrado hasta ahora ganar suficiente dinero como para vivir del cuento. O de la novela. O de los libros en general. Por eso nunca he abandonado mi oficio de periodista y me veo obligado a relegar mi vocación de escritor a mis escasos ratos de ocio. Como tantos otros, he sentido en más de una ocasión la tentación de dejarlo todo para dedicarme sólo a las letras, pero las responsabilidades de todo tipo adquiridas a estas alturas de la existencia descartan cualquier intentona de lanzarme sin paracaídas.

Además, a diferencia de mi colega, recuerdo bien muchas de mis reencarnaciones anteriores y puedo extraer las lecciones pertinentes. Es evidente que él cometió los mismos errores que Napoleón en su invasión a Rusia. En primer lugar, buscaba una batalla decisiva: la publicación de uno o varios libros escandalosamente exitosos que le resolvieran el futuro de un día para otro, sin tener en cuenta que esto es una guerra, y las guerras son largas, con pocas batallas decisivas. En segundo lugar, para ganar una guerra no basta con ser un genio del oficio (suponiendo que uno tenga la arrogancia de compararse a nivel literario con lo que significó Bonaparte a nivel bélico) ni con poseer un ejército brillante e invencible (sea éste de soldados feroces y bien entrenados o de ideas novedosas y argumentos atractivos). La circunstancia básica que hay que tener en cuenta es la intendencia (a no ser que uno sea un maestro consumado en la dificilísima aplicación de la Blitzkrieg o Guerra Relámpago). Un soldado no puede pelear exitosamente si no se le facilita el equipo adecuado y si no se le alimenta para que pueda disponer de las fuerzas necesarias. Un escritor tampoco logrará jamás avanzar en su carrera si le faltan ambas cosas. Cuando uno empieza a escribir (y si es un escritor de verdad, no un diletante en busca de prestigio social) ya no va a parar de hacerlo durante el resto de su vida. Pero para vivir, hay que comer. Es decir, generar ingresos que le permitan a uno alimentarse y sobrevivir adecuadamente. Nadie puede escribir si no tiene la panza llena.

Existe en las últimas generaciones de escritores, como en las últimas generaciones de cualquier otro oficio, una urgencia anormal por conseguir el éxito y el dinero, por tenerlo todo y tenerlo ya. La mala educación recibida por esta gente (no estoy en absoluto de acuerdo con esta tontería que tantas veces se repite hoy acerca de que tenemos la juventud mejor preparada de toda la Historia de España: la preparación de una persona es mucho más que sacarse un título o un master..., y no entro a valorar los contenidos a menudo penosos de los programas educativos contemporáneos) les lleva a pensar que son lo bastante buenos como para triunfar porque sí, sin ayuda de nadie, y que además lo van a conseguir en muy poco tiempo. De vez en cuando se publican noticias que parecen darles la razón con el llamativo triunfo de un autor desconocido (que suele ser flor de un día) y sueñan con ser el siguiente. Carentes de humildad y de perspectiva, nadie les ha enseñado que la vida (ni siquiera la ocupación profesional) no es una carrera de cien metros lisos, sino una maratón y que sólo empezando desde lo más bajo se puede soñar con llegar algún día a lo más alto, con mucha humildad, con mucha paciencia, con mucha renuncia a otras cosas y sobre todo con mucho trabajo. A no ser que uno sea un genio, como Mozart. 
Pero Mozart sólo hubo uno.

Muchos editores me han hablado de esos jóvenes escritores que no soportan ni permiten que les toquen una sola coma del texto y mucho menos que les sugieran cambios en alguna escena o en algún personaje. Son tan arrogantes y tan necios que no entienden que el editor está precisamente para mejorar la obra inicial y que siempre, siempre, hay que escuchar la opinión ajena antes de publicar un libro. Luego podrás hacer caso o no de esa opinión, pero si tu texto fracasa, por lo menos sabrás la razón: deberías haber atendido las sugerencias que te hicieron en su momento los que tienen más experiencia que tú... 

Por lo demás, si alguien ha accedido al mundo de la literatura pretendiendo hacerse rico, ya puede ir olvidándose de semejente estupidez. Escribir nunca ha sido un oficio en el que se ganara mucho dinero. Uno escribe por otras razones, pero no por llenarse el bolsillo (lo cual no quiere decir que haya que renunciar a la posibilidad de hacerlo). La mayoría de los grandes escritores de todas las épocas que seguimos leyendo a día de hoy vivieron con estrecheces (gracias a lo que ganaban en sus oficios alternativos o gracias a los inconstantes mecenas que les sustentaron, incluyendo esposas de familia adinerada) o directamente en la pobreza, empezando por Miguel de Cervantes, considerado hoy como el más grande novelista conocido en lengua española. En este mismo momento, muy pocas personas pueden vivir, al menos en España, de lo que ganan con sus obras publicadas. La mayoría de los autores vivos conocidos consiguen ingresos regulares no por lo que obtienen de la venta de sus libros (ahí tendríamos que entrar a analizar el mercado editorial y la injusticia de que el creador de la obra, el escritor, sea al final el que menos dinero gane con ella..., si logra venderse) sino gracias a las colaboraciones que realizan en medios de comunicación, a los que ingresaron merced a su fama como autores.

Sí, yo también he oído los cantos de sirena que me llamaban a conquistar Moscú, pero no soy tan insensato como para iniciar la campaña del Este sin provisiones no ya para 24 días sino para 24 años.







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