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viernes, 30 de noviembre de 2018

El rey que cazaba leones

He leído un cuento en redes sociales que está ilustrado con imágenes medievales pero cuyo contenido y desarrollo se me antojan mucho más antiguos. Quizás incluso mesopotámicos. Lo transcribo a continuación cambiando algunos detalles (diré león por leopardo y dioses por dios, por ejemplo) y de esta manera creo que encaja mejor en la que debe ser su real antigüedad... Es la historia de un rey al que le gustaba mucho cazar y salía a practicar su diversión favorita con su sirviente preferido. En cierta ocasión, disparó a un león y, dándole por muerto, se acercó hasta donde se encontraba el animal. Pero éste, en sus últimos instantes de vida, se revolvió y le atacó. El sirviente, que se había quedado atrás para dejar que su amo disfrutara del momento, acudió enseguida en su ayuda y remató al animal aunque no pudo evitar que el rey perdiera un dedo debido a la furia del león moribundo. Rápidamente, le atendió para curarle.

Enfadado, el rey gritó y blasfemó entonces contra los dioses afirmando que, si éstos fueran buenos de verdad y le hubieran protegido de la manera adecuada, el león no le habría atacado -olvidando que el animal había sido su víctima- y mucho menos hubiera quedado mutilado en aquel lance. El sirviente trató de tranquilizarle pidiéndole que no insultara a los dioses, porque éstos habían protegido siempre a su linaje y a su reino y hacía mal en querer indisponerse con ellos. Además, aseguró que todo lo que hacían era por un motivo concreto y que nunca se equivocaban en sus decisiones.

El rey se indignó verdaderamente por el hecho de que su sirviente favorito no le diera la razón y le preguntó, con desprecio:

- Entonces, si decido encadenarte y arrojarte a una celda oscura, aún sin que hayas cometido crimen alguno que motive esa orden, ¿estarías de acuerdo en que los dioses darían el visto bueno a esa injusticia y entenderías que eso sería, después de todo, lo mejor para ti?

- Aunque esa orden no obedeciera más que a vuestro capricho, la aceptaría sin más porque, si pasa, es que así está escrito que debe pasar y será lo mejor para mí, de acuerdo con la voluntad de los dioses -contestó el sirviente con sincera modestia.

Preso de la rabia y sin comprender el porqué de la absoluta tranquilidad de aquel hombre, el rey cumplió su amenaza y, en cuanto regresaron a palacio, ordenó encadenarle y encerrarle en una de sus peores mazmorras. Luego, se olvidó de él.

Unos meses más tarde, el rey salió de nuevo a cazar, acompañado esta vez por su nuevo sirviente favorito. No encontraron ninguna pieza digna de ser perseguida y rendida por sus armas. Buscando algún animal que mereciera la pena, se alejaron más de lo prudente hasta que llegaron a salir del reino y se internaron en un territorio inexplorado. Allí fueron sorprendidos de pronto por un numeroso grupo de guerreros desconocidos y hostiles, que les desarmaron y capturaron sin dificultad. Luego les llevaron a su pueblo y allí les encerraron.

- ¿Qué haréis con nosotros? -preguntó el rey intentando mostrarse sereno e invocando su autoridad, allí inexistente.

- Seréis ofrecidos a nuestro dios, porque él reclama sacrificios humanos regularmente y es nuestra obligación y privilegio saciar su hambre -le contestaron los que les habían capturado.

Dicho esto, el sirviente fue llevado hasta un altar y, delante del rey y de todo aquel pueblo desconocido y violento, fue degollado en honor al dios en una ceremonia terrible. La muchedumbre reaccionó con gritos de alegría a los últimos estertores de la víctima, mientras su sangre empapaba el lugar. Desesperado, el rey intentó resistirse cuando le forzaron a caminar hacia el sitio del sacrificio, pero no pudo evitar ser arrastrado por sus captores y colocado en el mismo altar.

Entonces el sacerdote encargado del sacrificio encogió la nariz y negó con la cabeza y, ante la decepción de los presentes, ordenó que el rey fuera liberado y expulsado del pueblo, como si fuera un apestado. Aturdido, apenas acertó a preguntar por qué le habían perdonado la vida y recibió una respuesta seca y cargada de menosprecio:

- Te falta un dedo. No estás completo, no eres una persona digna de ser ofrecida a nuestro dios. Deja de ofenderle con tu vergonzosa presencia y lárgate de aquí o te mataremos igual, pero a palos: como a un perro.

Así que se marchó corriendo y no se detuvo hasta alcanzar su reino y, luego, su palacio. Una vez allí mandó liberar a su antiguo sirviente favorito y que fuera aseado, vestido y perfumado antes de llevarle de nuevo a su presencia. Cuando estuvo ante él, le contó con todo detalle cuanto le había ocurrido en la última cacería y concluyó con un humilde reconocimiento:

- Tenías razón, aunque no quise escucharte: los dioses nunca se equivocan. Hicieron que aquel león me arrancara un dedo porque de esta manera salvaría mi vida.

El sirviente no dijo nada. Se limitó a asentir y sonreír.

- Pero hay algo que no entiendo. ¿Por qué no fueron buenos contigo, también? ¿Por qué no evitaron que yo te encadenara y encerrara, cuando no habías hecho nada malo, excepto salvarme la vida primero y tratar de aconsejarme bien después?

- Oh, sí que fueron buenos. De hecho, muy buenos -explicó el sirviente-. He estado varios meses descansando en la celda, a la sombra y sin trabajar, sin que nadie me molestara. Además, si no hubiera permanecido todo este tiempo en la mazmorra, mi lugar lógico habría estado a tu lado durante la cacería así que el sirviente muerto hubiera sido yo y no el otro que te acompañaba, puesto que yo también conservo mis diez dedos.

Y es exactamente así, como se cuenta en este relato de desconocida antigüedad (ahora que lo pienso, podría ser una de las historias de mi profesor de Misticismo y Paradojas, el mulá Nasrudin), la manera en que funciona la vida. Todos los días nos pasan cosas que no terminamos de comprender en primera instancia (a veces, ni siquiera en la última) y que calificamos de buenas o malas en función del placer y satisfacción o del dolor e incomodidad que nos generan a corto plazo. Sin embargo, estamos incapacitados para determinar la bondad (o maldad) real de esos sucesos. En la mayoría de las ocasiones no llegamos a evaluar correctamente la importancia de lo que pasó hasta mucho tiempo después, una vez que hemos certificado las consecuencias reales que han tenido en nuestras vidas. Y para entonces constatamos con sorpresa que lo que en un tiempo nos pareció un desaire de la fortuna o incluso un drama personal, en verdad terminó convirtiéndose en lo mejor que nos pudo pasar en aquel momento a tenor de las circunstancias dadas. O viceversa.

He aquí el porqué de la necesaria impasibilidad que nos enseña en la Universidad de Dios otro de mis profesores: Epícteto, el de Filosofía. Nos ha repetido una y otra vez que uno debe mantenerse imperturbable, impávido, suceda lo que suceda, sin prestar oídos al fracaso y la tragedia y aún menos al triunfo y el éxito. 

Aunque aparecen a nuestros ojos con ropajes muy diferentes y siempre intentan llamar nuestra atención, todos ellos son fantasmas. 







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