El traspaso de la Corona de España de Juan Carlos I a Felipe VI ha sido estos días el asunto de moda (y lo seguirá siendo aún durante un largo rato) en las tertulias caseras y en las de los medios de comunicación, en las redes sociales y hasta en las intrascendentes charlas de ascensor (qué bien, tener otro tema de conversación aparte del tiempo). Con la marcha del rey viejo y la llegada del rey nuevo, todo el mundo se empeña en darte su opinión, aunque no se la hayas pedido, y exige conocer a cambio la tuya, a ver si eres "de los suyos" o no, porque la Historia de los españoles está construida sobre el enfrentamiento mutuo de Villaarriba y Villaabajo y necesitamos conocer la opinión ajena para ponernos en contra cuanto antes. En esta toma de posiciones ha resucitado con fuerza la opinión de los favorables a un sistema republicano mejor que a otro monárquico, aunque a despecho de lo que piensa la inmensa mayoría de republicanos (que hoy se ven a sí mismos como una especie de valientes y bondadosos "rebeldes" de Luke Iglesias Skywalker frente a las fuerzas del malvado y expoliador "imperio" de Darth Borbon) el debate no es, en absoluto novedoso.
Históricamente, España ha tenido sólo dos repúblicas y sólo durante la época más reciente, pero republicanos ha habido muchos en la península ibérica a lo largo de los tiempos. De todos los tiempos. Desde al menos la época de los historiadores grecorromanos sabemos que si algo se ha valorado por estos pagos, siempre, ha sido la libertad: aquí no mandaba nadie a otra persona si no era más fuerte que ella (y la sometía a tiranía, con lo que vivía continuamente bajo la amenaza de posibles rebeliones) o si no demostraba ser un caudillo con todas las de la ley (y sus contemporáneos le seguían por voluntad propia..., no es ninguna coincidencia que ya en el siglo XX el general Franco se apropiara de ese término, el de caudillo, para dar legitimidad a su liderazgo impuesto). Las monarquías hereditarias y autoritarias no han funcionado demasiado bien entre los reyes de origen español muchos de los cuales tuvieron que ganarse a pulso su propio reinado y hubo que esperar a la imposición de dinastías extranjeras como los Austrias o los Borbones para ver mayor continuidad de padre a hijo. De hecho, la expresión de "las Españas" se refiere también en cierto modo a esa difícil gobernabilidad de un solo país con muchos territorios y líderes diferentes, cada cual con su especial (hiper)sensibilidad. Si la Edad Media supuso en las naciones del resto de Europa el dominio de un rey sobre sus señores feudales, en España fue el dominio de un rey sobre otros "reyes" más débiles... Así que republicanos ansiosos de libertad los hemos tenido siempre, pero la mayoría no consiguieron imponerse y, los pocos que casi lo hicieron llegando al poder gracias al empuje de ese concepto tan amorfo y maleable que se llama "pueblo" (con frases tan bonitas como cuestionables, del estilo vox populi, vox dei), mutaron con rapidez asombrosa para mantener la institución monárquica..., naturalmente con ellos como los reyes. El poder es un tremendo disolvente de voluntades. Hay que ser una especie de semidiós para poder manejarlo sin ser destruido por él.
Ahora bien, ¿de dónde procede el concepto de realeza? Es curioso que el Diccionario de la Real Academia Española sólo recoja tres significados en relación con este concepto: 1º) "la dignidad o soberanía real", 2º) "la magnificencia y grandiosidad propias de un rey", 3º) "el conjunto de familias reales", y obvie con total frialdad la palabra que tiene por lógica mayores probabilidades de ser el origen del término. Esa palabra es, por supuesto, real,
cuyo significado en el mismo diccionario se define como "lo que tiene existencia verdadera y efectiva". Es decir, lo contrario de lo que no existe o de lo que posee un alcance exclusivamente virtual o imaginario. No sabemos quién fue el primer rey (en las leyendas españolas se habla del mítico Gerión, a quien dediqué en parte mi última novela publicada hasta ahora, La tumba de Gerión) pero ¿por qué fue escogido? ¿Por qué llegaron al poder los primeros reyes, los que no dependían de herencias familiares? ¿Exclusivamente por la fuerza, como plantean algunos supuestos expertos con poca imaginación? Por la fuerza, uno se constituye en jefe de una pandilla de matones o, a lo sumo, en un dictador, pero ser rey es una cosa muy diferente (o lo era, hace tiempo cuando el rey podía hasta curar por imposición de manos a sus súbditos) y para alcanzar semejante reconocimiento en la antigüedad uno debía acreditar una serie de méritos poco comunes, más allá de la pertenencia a una estirpe.
Personalmente, no me resulta difícil trazar una línea que conecte la dignidad real como cargo con la dignidad real como ser humano. Si tuviera que seguir a un rey, me gustaría que éste fuera el mejor hombre de mi comunidad (o la mejor mujer, si fuese una reina) y que pudiera probarlo en su día a día. Querría que demostrara la inteligencia, la valentía, la fuerza, la justicia y, sobre todo, la sabiduría que tanto me faltan, no sólo porque su juicio sería entonces el más apropiado ante cualquier circunstancia con la que se enfrentaran los míos sino porque me serviría de inspiración y ejemplo para mi propia vida, para yo mismo llegar algún día a ser igual de real. Porque, ciertamente, querría que el rey hiciera honor a su nombre y fuera un hombre real en todos los sentidos, que viviera en la realidad, no un homo sapiens cualquiera de los que viven en su mundo imaginario donde sólo ellos son buenos y sólo ellos tienen la razón (para eso, me postularía yo mismo como Pedro Pablo Primero). A un hombre así no me importaría lo más mínimo sentarlo en el trono de forma vitalicia. Y no creo que nuestros antepasados, que no eran tontos en absoluto por más que insistan en ello tantos eruditos a la violeta del siglo XXI, razonaran de un modo muy diferente. Tal y como ha sido diseñado, el ser humano está hecho para vivir en comunidad y cualquier comunidad necesita un liderazgo que actúe con eficiencia sobre el mundo real.
Lo ideal sería que todos los ciudadanos estuvieran a la misma altura, que fueran hombres reales. Para esas comunidades de reyes (que no me cabe la menor duda existieron y probablemente aún lo hagan, pero siempre en un número demasiado pequeño y por ello convenientemente ocultos de los ojos de los hordas de hombres irreales para evitar ser perseguidos y crucificados) se inventó la democracia, hoy tan aguada como el vino, porque gentes cultivadas física, intelectual y sobre todo espiritualmente en un nivel similar sí pueden tomar decisiones conjuntas. Ninguno es más que otro, ni pretende serlo, y todos buscan el bien común además del suyo propio. Tal es el origen místico de ciertas órdenes de caballería (de todos los tiempos, no sólo del Medievo) como
la simbólicamente representada en las historias de la Mesa Redonda, donde Arturo no es un arrogante monarca que envía a sus caballeros a matar dragones como el director que manda a su secretaria a que le traiga un café, sino que es uno más, sólo reconocido como el primero entre ellos porque fue capaz de extraer la Espada de la Piedra. Es, por tanto, un primus inter pares (por eso la mesa es redonda: no hay cabecera para presidir y de esa forma distinguir a uno sobre los demás) y los miembros de su orden buscan desesperadamente elevarse a su altura con alguna hazaña equivalente a la que a él le coronó. Por ello se lanzan a los caminos en busca de una gloria equivalente, pero las grandes oportunidades son escasas y tendrán que esperar su oportunidad hasta que se plantee la búsqueda del Santo Grial... En esa Queste fabulosa que da sentido a la vida y que sólo alguien armado caballero (incluso a día de hoy) puede entender y amar, además de sufrir, se encuentran y se reconocen entre sí en los caminos agrestes todos aquéllos que no han logrado extraer la Espada ni hallar el Grial..., todavía.
Los siglos, los milenios han pasado y los antiguos reyes, ascendidos al poder por esos méritos personales que los hombres corrientes consideraban "divinos" por ser tan maravillosos y encontrarse fuera de su alcance, han desaparecido. Sus sustitutos son endebles, están desorientados o, peor aún, actúan como simples peleles a las órdenes de los que viven detrás del telón, de los Amos que desde la sombra gobiernan a los orgullosos e ignorantes "ciudadanos libres". Y esos reyes modernos se mantienen en el puesto a menudo por simple inercia. O porque la institución que representan aún conserva algunos de los brillos de los tiempos lejanos, brillos que les prestan durante el tiempo que se sientan en el torno y que, vistos desde lejos, les hacen parecer como soberanos reales cuando son poco más que homo sapiens con corona. Mac Namara me comentaba algo al respecto esta mañana:
- Los símbolos son mucho más fuertes de lo que la gente cree y les condicionan consciente o inconscientemente -señalaba mi gato conspiranoico-. Uno de los símbolos característicos para representar al rey, tradicionalmente, ha sido el Sol, puesto que éste es su propio rey en nuestro actual domicilio cósmico. Ahora fíjate: Juan Carlos I abdicó en la tarde del miércoles. Es decir, abandonó su puesto cuando el Sol se encaminaba ya hacia su crepúsculo y lo hizo un miércoles, día de Mercurio, dios entre otras cosas de los mensajes y la comunicación, para que todo el mundo se enterara de su decisión. Y Felipe VI fue proclamado rey en una ceremonia que comenzó por la mañana y culminó al mediodía, durante las horas de mayor fuerza solar. Y en jueves, día de Júpiter, dios supremo de los antiguos panteones y representante del planeta más importante del sistema, sólo supeditado al propio Sol. Todo esto sucedía un 19 de junio, apenas a 48 horas del solsticio de verano, justo cuando el astro solar se despliega en su momento de mayor fortaleza del año. ¿Crees que es casualidad?
Supongo que no, le contesté, como tampoco lo sería que el reinado de Juan Carlos I durara prácticamente lo mismo que el de su predecesor en la jefatura del Estado el general Franco: 39 años. O que el discurso de Felipe VI en el
Congreso de los Diputados se produjera junto a un atril que mostraba una hoja enhiesta de laurel con trece hojas. O que el color del vestido elegido por la ahora reina Leticia tuviera ese tono lunar (la Luna, compañera del Sol). O que la apariencia física de la nueva princesa de Asturias, Leonor, y su hermana, Sofía, hubiera sido tan forzadamente acentuada, tal vez para rememorar las parejas de gemelos mitológicos (aunque suelen ser masculinas, pero lo que hay es lo que hay...). O que el recorrido elegido para mostrarse ante los madrileños en su marcha hacia el Palacio de Oriente (ese palacio de fundación masónica, como bien indica el nombre, y cuya planta recuerda la de los templos egipcios) incluyera un obligado rendez vous ante la diosa de Madrid: Isis-Cibeles. O que...
Yo deseo un país de hombres reyes y de mujeres reinas. Quisiera que España fuera una nación como seguramente lo fue en algún momento tan remoto que hoy sólo podemos entenderlo como parte de las leyendas: compuesta por seres humanos de verdad, fuertes, formados y educados, y no sólo políticamente, como para poder gobernarse a sí mismos. Libres y conscientes de la responsabilidad que eso supone. Ésa sería mi república ideal.
Pero no es eso lo que veo hoy en la vieja piel de toro. No encuentro reyes, ni príncipes, ni siquiera nobles... Ni mucha gente que, en general, pretenda llegar a serlo. No es éste un pueblo de reyes, sino de esclavos. La chabacanería, la ignorancia y el mal gusto reinan por doquier. El esfuerzo personal, el coraje y la responsabilidad, no digamos ya el honor, parecen conductas proscritas. Se
critica al que se corrompe aunque uno mismo esté podrido. La razón enmudece mientras los instintos más groseros se carcajean lo mismo en los salones de los ricos que en las chabolas de los pobres. El número de personas que verdaderamente aspiran a ser mejores cada día, a merecer el título de seres humanos, es alarmantemente reducido. Los que tienen la fuerza, la aplican con soberbia y los que no la tienen desearían tenerla para a su vez hacer lo mismo. Todo el que puede, si se le presenta la ocasión, se lleva para casa su parte de la tarta aunque no le corresponda: "¿Voy a ser el único tonto aquí?" Sobrevivimos en una sociedad de desagradecidos sonámbulos. De soñadores, no en el buen sentido de esa palabra sino en el malo: soñadores, porque creen estar despiertos y viviendo la realidad pero lo cierto es que están dormidos deambulando en su mundo particular e inexistente más allá de su cabeza...
Así las cosas, estos días he tenido oportunidad de leer muchas opiniones en muchos sitios (ya lo decía al principio, todo el mundo da su opinión y exige saber la del otro: por eso el artículo de esta semana, no porque me interese demasiado contar lo que pienso o no al respecto, sino por satisfacer ciertas peticiones) y la mayoría han sido de vergüenza ajena. No he encontrado grandes diferencias entre los fanáticos de la realeza y los fanáticos de la república. Es más, tomar partido por la república parece, hoy, una moda más que una convicción política por más que se puedan sentir irritados sus partidarios al leer esto. Conozco un puñado de republicanos verdaderos, de los de toda la vida (aunque por lo demás la mayoría de ellos no haya hecho gran cosa para promocionarla durante el reinado de Juan Carlos I excepto reunirse periódicamente a comer y beber para hablar de ella), porque todos los demás son "recién llegados" que se han sumado a la novedad como tantos otros a los que nunca les gustó el fútbol descubrieron de repente que eran grandes hinchas de la selección española cuando empezó a ganar Eurocopas y Mundiales.
Por desgracia, y aunque me duela reconocerlo, la mayoría de los españoles siguen sin estar preparados para asumir la república (los republicanos declarados piensan que no, que el número de personas suficientemente ilustradas ya es superior a las que pierden su tiempo con la telebasura y su honradez con las corruptelas, pero cada cual tiene su opinión), por lo que la actual monarquía se puede considerar como un mal menor en este caso. La república, insisto, no es una opción sino LA opción obligada para un pueblo de reyes. Para un pueblo de homo sapiens aficionados a enfrentarse y si es posible matarse unos a otros a la primera oportunidad, es un peligro obvio, teniendo en cuenta que el mero hecho de cambiar de régimen político no serviría para que dejaran de ser esclavos.
Ahora bien, ¿de dónde procede el concepto de realeza? Es curioso que el Diccionario de la Real Academia Española sólo recoja tres significados en relación con este concepto: 1º) "la dignidad o soberanía real", 2º) "la magnificencia y grandiosidad propias de un rey", 3º) "el conjunto de familias reales", y obvie con total frialdad la palabra que tiene por lógica mayores probabilidades de ser el origen del término. Esa palabra es, por supuesto, real,
cuyo significado en el mismo diccionario se define como "lo que tiene existencia verdadera y efectiva". Es decir, lo contrario de lo que no existe o de lo que posee un alcance exclusivamente virtual o imaginario. No sabemos quién fue el primer rey (en las leyendas españolas se habla del mítico Gerión, a quien dediqué en parte mi última novela publicada hasta ahora, La tumba de Gerión) pero ¿por qué fue escogido? ¿Por qué llegaron al poder los primeros reyes, los que no dependían de herencias familiares? ¿Exclusivamente por la fuerza, como plantean algunos supuestos expertos con poca imaginación? Por la fuerza, uno se constituye en jefe de una pandilla de matones o, a lo sumo, en un dictador, pero ser rey es una cosa muy diferente (o lo era, hace tiempo cuando el rey podía hasta curar por imposición de manos a sus súbditos) y para alcanzar semejante reconocimiento en la antigüedad uno debía acreditar una serie de méritos poco comunes, más allá de la pertenencia a una estirpe.
Personalmente, no me resulta difícil trazar una línea que conecte la dignidad real como cargo con la dignidad real como ser humano. Si tuviera que seguir a un rey, me gustaría que éste fuera el mejor hombre de mi comunidad (o la mejor mujer, si fuese una reina) y que pudiera probarlo en su día a día. Querría que demostrara la inteligencia, la valentía, la fuerza, la justicia y, sobre todo, la sabiduría que tanto me faltan, no sólo porque su juicio sería entonces el más apropiado ante cualquier circunstancia con la que se enfrentaran los míos sino porque me serviría de inspiración y ejemplo para mi propia vida, para yo mismo llegar algún día a ser igual de real. Porque, ciertamente, querría que el rey hiciera honor a su nombre y fuera un hombre real en todos los sentidos, que viviera en la realidad, no un homo sapiens cualquiera de los que viven en su mundo imaginario donde sólo ellos son buenos y sólo ellos tienen la razón (para eso, me postularía yo mismo como Pedro Pablo Primero). A un hombre así no me importaría lo más mínimo sentarlo en el trono de forma vitalicia. Y no creo que nuestros antepasados, que no eran tontos en absoluto por más que insistan en ello tantos eruditos a la violeta del siglo XXI, razonaran de un modo muy diferente. Tal y como ha sido diseñado, el ser humano está hecho para vivir en comunidad y cualquier comunidad necesita un liderazgo que actúe con eficiencia sobre el mundo real.
Lo ideal sería que todos los ciudadanos estuvieran a la misma altura, que fueran hombres reales. Para esas comunidades de reyes (que no me cabe la menor duda existieron y probablemente aún lo hagan, pero siempre en un número demasiado pequeño y por ello convenientemente ocultos de los ojos de los hordas de hombres irreales para evitar ser perseguidos y crucificados) se inventó la democracia, hoy tan aguada como el vino, porque gentes cultivadas física, intelectual y sobre todo espiritualmente en un nivel similar sí pueden tomar decisiones conjuntas. Ninguno es más que otro, ni pretende serlo, y todos buscan el bien común además del suyo propio. Tal es el origen místico de ciertas órdenes de caballería (de todos los tiempos, no sólo del Medievo) como
la simbólicamente representada en las historias de la Mesa Redonda, donde Arturo no es un arrogante monarca que envía a sus caballeros a matar dragones como el director que manda a su secretaria a que le traiga un café, sino que es uno más, sólo reconocido como el primero entre ellos porque fue capaz de extraer la Espada de la Piedra. Es, por tanto, un primus inter pares (por eso la mesa es redonda: no hay cabecera para presidir y de esa forma distinguir a uno sobre los demás) y los miembros de su orden buscan desesperadamente elevarse a su altura con alguna hazaña equivalente a la que a él le coronó. Por ello se lanzan a los caminos en busca de una gloria equivalente, pero las grandes oportunidades son escasas y tendrán que esperar su oportunidad hasta que se plantee la búsqueda del Santo Grial... En esa Queste fabulosa que da sentido a la vida y que sólo alguien armado caballero (incluso a día de hoy) puede entender y amar, además de sufrir, se encuentran y se reconocen entre sí en los caminos agrestes todos aquéllos que no han logrado extraer la Espada ni hallar el Grial..., todavía.
Los siglos, los milenios han pasado y los antiguos reyes, ascendidos al poder por esos méritos personales que los hombres corrientes consideraban "divinos" por ser tan maravillosos y encontrarse fuera de su alcance, han desaparecido. Sus sustitutos son endebles, están desorientados o, peor aún, actúan como simples peleles a las órdenes de los que viven detrás del telón, de los Amos que desde la sombra gobiernan a los orgullosos e ignorantes "ciudadanos libres". Y esos reyes modernos se mantienen en el puesto a menudo por simple inercia. O porque la institución que representan aún conserva algunos de los brillos de los tiempos lejanos, brillos que les prestan durante el tiempo que se sientan en el torno y que, vistos desde lejos, les hacen parecer como soberanos reales cuando son poco más que homo sapiens con corona. Mac Namara me comentaba algo al respecto esta mañana:
- Los símbolos son mucho más fuertes de lo que la gente cree y les condicionan consciente o inconscientemente -señalaba mi gato conspiranoico-. Uno de los símbolos característicos para representar al rey, tradicionalmente, ha sido el Sol, puesto que éste es su propio rey en nuestro actual domicilio cósmico. Ahora fíjate: Juan Carlos I abdicó en la tarde del miércoles. Es decir, abandonó su puesto cuando el Sol se encaminaba ya hacia su crepúsculo y lo hizo un miércoles, día de Mercurio, dios entre otras cosas de los mensajes y la comunicación, para que todo el mundo se enterara de su decisión. Y Felipe VI fue proclamado rey en una ceremonia que comenzó por la mañana y culminó al mediodía, durante las horas de mayor fuerza solar. Y en jueves, día de Júpiter, dios supremo de los antiguos panteones y representante del planeta más importante del sistema, sólo supeditado al propio Sol. Todo esto sucedía un 19 de junio, apenas a 48 horas del solsticio de verano, justo cuando el astro solar se despliega en su momento de mayor fortaleza del año. ¿Crees que es casualidad?
Supongo que no, le contesté, como tampoco lo sería que el reinado de Juan Carlos I durara prácticamente lo mismo que el de su predecesor en la jefatura del Estado el general Franco: 39 años. O que el discurso de Felipe VI en el
Congreso de los Diputados se produjera junto a un atril que mostraba una hoja enhiesta de laurel con trece hojas. O que el color del vestido elegido por la ahora reina Leticia tuviera ese tono lunar (la Luna, compañera del Sol). O que la apariencia física de la nueva princesa de Asturias, Leonor, y su hermana, Sofía, hubiera sido tan forzadamente acentuada, tal vez para rememorar las parejas de gemelos mitológicos (aunque suelen ser masculinas, pero lo que hay es lo que hay...). O que el recorrido elegido para mostrarse ante los madrileños en su marcha hacia el Palacio de Oriente (ese palacio de fundación masónica, como bien indica el nombre, y cuya planta recuerda la de los templos egipcios) incluyera un obligado rendez vous ante la diosa de Madrid: Isis-Cibeles. O que...
Yo deseo un país de hombres reyes y de mujeres reinas. Quisiera que España fuera una nación como seguramente lo fue en algún momento tan remoto que hoy sólo podemos entenderlo como parte de las leyendas: compuesta por seres humanos de verdad, fuertes, formados y educados, y no sólo políticamente, como para poder gobernarse a sí mismos. Libres y conscientes de la responsabilidad que eso supone. Ésa sería mi república ideal.
Pero no es eso lo que veo hoy en la vieja piel de toro. No encuentro reyes, ni príncipes, ni siquiera nobles... Ni mucha gente que, en general, pretenda llegar a serlo. No es éste un pueblo de reyes, sino de esclavos. La chabacanería, la ignorancia y el mal gusto reinan por doquier. El esfuerzo personal, el coraje y la responsabilidad, no digamos ya el honor, parecen conductas proscritas. Se
critica al que se corrompe aunque uno mismo esté podrido. La razón enmudece mientras los instintos más groseros se carcajean lo mismo en los salones de los ricos que en las chabolas de los pobres. El número de personas que verdaderamente aspiran a ser mejores cada día, a merecer el título de seres humanos, es alarmantemente reducido. Los que tienen la fuerza, la aplican con soberbia y los que no la tienen desearían tenerla para a su vez hacer lo mismo. Todo el que puede, si se le presenta la ocasión, se lleva para casa su parte de la tarta aunque no le corresponda: "¿Voy a ser el único tonto aquí?" Sobrevivimos en una sociedad de desagradecidos sonámbulos. De soñadores, no en el buen sentido de esa palabra sino en el malo: soñadores, porque creen estar despiertos y viviendo la realidad pero lo cierto es que están dormidos deambulando en su mundo particular e inexistente más allá de su cabeza...
Así las cosas, estos días he tenido oportunidad de leer muchas opiniones en muchos sitios (ya lo decía al principio, todo el mundo da su opinión y exige saber la del otro: por eso el artículo de esta semana, no porque me interese demasiado contar lo que pienso o no al respecto, sino por satisfacer ciertas peticiones) y la mayoría han sido de vergüenza ajena. No he encontrado grandes diferencias entre los fanáticos de la realeza y los fanáticos de la república. Es más, tomar partido por la república parece, hoy, una moda más que una convicción política por más que se puedan sentir irritados sus partidarios al leer esto. Conozco un puñado de republicanos verdaderos, de los de toda la vida (aunque por lo demás la mayoría de ellos no haya hecho gran cosa para promocionarla durante el reinado de Juan Carlos I excepto reunirse periódicamente a comer y beber para hablar de ella), porque todos los demás son "recién llegados" que se han sumado a la novedad como tantos otros a los que nunca les gustó el fútbol descubrieron de repente que eran grandes hinchas de la selección española cuando empezó a ganar Eurocopas y Mundiales.
Por desgracia, y aunque me duela reconocerlo, la mayoría de los españoles siguen sin estar preparados para asumir la república (los republicanos declarados piensan que no, que el número de personas suficientemente ilustradas ya es superior a las que pierden su tiempo con la telebasura y su honradez con las corruptelas, pero cada cual tiene su opinión), por lo que la actual monarquía se puede considerar como un mal menor en este caso. La república, insisto, no es una opción sino LA opción obligada para un pueblo de reyes. Para un pueblo de homo sapiens aficionados a enfrentarse y si es posible matarse unos a otros a la primera oportunidad, es un peligro obvio, teniendo en cuenta que el mero hecho de cambiar de régimen político no serviría para que dejaran de ser esclavos.
Muy de acuerdo en todo, sobre la ignorancia de este pueblo sobretodo. Yo también soy ignorante en muchas materias de la vida pero creo que el entretenimiento televisivo mató la personalidad. Un saludo.
ResponderEliminar