Páginas

lunes, 23 de enero de 2012

No le digas a mi madre que soy periodista

Dice Mac Namara que uno no se puede fiar de los periodistas porque la mitad de lo que publican los medios de comunicación es mentira y la otra mitad no es cierto. La verdad es que mi gato conspiranoico es muy radical en sus definiciones pero en este caso me veo obligado a asentir, entre otras cosas porque llevo ya más de treinta años de esta reencarnación dedicado al ejercicio del Periodismo y esto es suficiente para: a) plantearse si alguna vez existió realmente este oficio de acuerdo a la definición habitual -por ejemplo, la del DRAE: "Captación y tratamiento, escrito, oral, visual o gráfico, de la información en cualquiera de sus formas y variedades"- y  b) constatar que, en todo caso, el periodista contemporáneo tiene más de asesor de gabinete de prensa o de redactor publicitario o propagandístico que de periodista. 

El desolador panorama se debe a dos graves disfunciones profesionales. La primera se refiere al poder último de los medios, que no está como suele creer el neófito en manos del periodista -y aquí vuelvo al punto a) del párrafo anterior: ¿alguna vez lo estuvo?- sino del empleador del periodista. Es el dueño del medio de comunicación en el que trabaja uno quien decide de verdad lo que se publica y lo que no. Por supuesto, no lo hace en persona, ni siquiera suele pasarse físicamente por la redacción. El superpoderoso-amo-del-cotarro no va a ir controlando información por información a cuáles de ellas se les da el visto bueno y cuáles van a parar al cajón rotulado como "esto mejor no lo tocamos", sino que establece una adecuada cadena de mando que alecciona a los sucesivos niveles de control para que nadie se desvíe de una serie de tabúes prefijados pero no escritos en ninguna parte, no vaya a ser que alguien ponga en duda la "sacrosanta libertad de expresión" de la que se supone gozamos en la actualidad y que, en realidad, es inexistente. 

El nivel de control del periodista presuntamente libre es tal, que la mayoría de las veces ni siquiera hace falta ejercerlo porque él mismo se aplica un aún más eficaz autocontrol: uno acaba sabiendo lo que se puede decir y cómo decirlo..., si pretende no ya mantener su puesto de trabajo sino poder trabajar en el futuro en otro medio, ya que hay listas de tabúes particulares (según el medio en el que uno trabaje) y generales (que afectan a todos los medios de comunicación, con independencia de su teórica línea editorial). Una conocida historia de periodistas es la de John Swinton, jefe de redacción durante bastante tiempo en el The New York Times quien, al jubilarse a principios del siglo XX, fue homenajeado por sus colegas con un almuerzo de despedida. Al llegar a los postres, uno de sus compañeros, poseído por el entusiasmo de la épica informativa, levantó su copa pidiendo un brindis por la independencia de la prensa, el cuarto poder y todas esas tonterías. Swinton se levantó, pidió silencio, y pronunció un breve pero demoledor discurso que aún resuena, lúgubre, en la memoria de cuantos alguna vez nos hemos preocupado por estas cosas.

Dijo Swinton: "...No existe una prensa independiente, a no ser en alguna pequeña y lejana ciudad de provincias. Vosotros lo sabéis. Yo lo sé. Ni uno solo de vosotros se atrevería a escribir su honesta opinión sobre las cosas porque, si lo hiciera, sabéis de sobra que jamás publicaría su texto (...) El oficio de periodista en Nueva York, y en toda América, se basa en destruir la verdad, mentir abiertamente, pervertir, envilecer (...) Es una locura brindar por una prensa independiente cuando somos herramientas y criados de hombres ricos que se ubican tras el telón. Somos simples títeres: ellos tiran de los hilos y nosotros bailamos. Nuestros talentos, nuestras posibilidades y nuestras vidas son propiedad de otros hombres. Somos unos protitutos espirituales..."

 Conozco varias historias similares a la de Swinton, más cercanas en el tiempo y, algunas de ellas, españolas. Tienen un elemento en común: sus protagonistas son todos personas mayores, que se jubilan y abandonan definitivamente este trabajo, y por ello quieren dejar sobre la mesa esta peculiar advertencia a sus sucesores, tal vez porque se sienten culpables de no haber levantado jamás la cabeza o tal vez porque para lo que les queda de vida poco les importa ya. Conozco incluso dos casos concretos de periodistas que fallecieron "por causas naturales" cuando quisieron ejercer su profesión real y se salieron del habitual modus operandi para dedicarse a investigar por su cuenta cosas que está prohibido investigar. 

Es así y hay que sobrevivir con ello porque nadie, por mucho que se indigne o pretenda rebelarse, podrá cambiarlo mientras el mundo siga siendo como es: las fuerzas en juego son mucho más poderosas de lo que parece desde fuera (y desde ahí ya parecen ser bastante poderosas).

La segunda disfunción profesional se manifiesta como esa mezcla de soberbia, ingenuidad e ignorancia que por desgracia prima entre tantos periodistas sin importar su nivel laboral, pues se da de la misma forma entre grandes estrellas de los medios como entre becarios recién llegados. Es un combinado emocional narcisista que le hace a uno pensar que es más importante de lo que realmente es, que puede servir como puente entre los que mandan y los demás, que su opinión sobre casi cualquier cosa resulta interesante de verdad para una mayoría de personas y que posee esa mítica y necesaria independencia (además de otras mitológicas cualidades, como la objetividad o las fuentes informativas cualificadas y desinteresadas) que se supone debe enarbolar para revelar orgullosamente al mundo cómo se gana la vida. Todo esto a lo que ayuda en realidad es a recrear, a menudo sin que ellos mismos lo sepan, el autocontrol antes citado que anula a los periodistas más activos y preparados. 

A mediados de 2001 empezó a circular una historia por Internet que llegó a publicarse en los medios de comunicación más "prestigiosos". Hacía referencia al informe elaborado por el Instituto Lovenstein de Pensilvania, EE.UU., en el que un equipo de científicos aseguraba que el presidente George Bush junior era el inquilino de la Casa Blanca con un menor cociente intelectual del último medio siglo. El tal instituto estudiaba desde 1973 la inteligencia de los presidentes norteamericanos. Partiendo de un cociente intelectual medio de 100 puntos y del hecho de considerar como normales a las personas que puntuaban entre 90 y 110, consideraba a Bill Clinton como el más inteligente de los analizados, con 182 puntos, como si fuera un verdadero superdotado (se considera como tal a las personas que sobrepasan los 140 puntos: como referencia, el enigmático y polémico Bobby Fisher, considerado el mejor ajedrecista de todos los tiempos, marcaba 180 puntos). Después de Clinton, el documento reseñaba a Jimmy Carter con 175, JFK con 174, Nixon con 155..., y en la parte baja de la tabla, los dos George Bush: el padre con 98 puntos y el hijo con 91. 

Cualquiera con dos dedos de frente debiera de haber pensado que había algo muy extraño detrás de este informe. Para empezar, dotar con una puntuación de superdotados a gente como Clinton o Carter, cuya capacidad intelectual real siempre ha sido muy limitada como pueden atestiguar tantos de sus colaboradores (y al menos en el caso de Clinton alguna de sus becarias), resulta chocante. Casi tanto como considerar poco menos que tonto de remate -en comparación con los otros presidentes- a George Bush padre, uno de los tipos más listos, hábiles y peligrosos que ha alumbrado públicamente la administración norteamericana en la segunda mitad del siglo XX... Incluso George Bush hijo no puede ser considerado como un simple paleto texano, a pesar de sus declaraciones estúpidas y sus actuaciones incomprensibles que contribuyeron a que la mayoría de la gente confeccionara enseguida una auténtica caricatura que contribuyó a ocultar su verdadera personalidad. Ningún simple paleto texano llega a presidente de los Estados Unidos. De hecho, una persona especialmente inteligente podría adoptar sin problemas la máscara de perfecto imbécil si con ello pudiera ejercer el poder y desarrollar su agenda, por impopular, precaricadora o criminal que resultara, sabiendo que nunca se le echaría la culpa porque es un tipo "limitado".

A pesar de ello, todo el mundo se creyó a pies juntillas el informe Lovenstein y se publicó y se volvió a publicar como un estudio científico con todas las garantías... Periodistas de todo el mundo emplearon el dato para criticar a George Bush junior y de paso machacar a los norteamericanos como nación por haber sido capaces de encumbrar a semejante elemento como su presidente. En España, importantísimos comunicadores vertieron descalificaciones y sarcasmos en tertulias memorables en las que se recordaban una y otra vez las mayores meteduras de pata, recopiladas y vueltas a recopilar por gentes como Michael Moore, ese extraño bufón tan parecido a Peter Griffin, a sueldo de no se sabe muy bien quién para contar según qué cosas a medias.

Lo cierto es que el Instituto Lovenstein no existía

Sí, poseía una página web, en la que se presentaba como un think tank, uno de esos contenedores de analistas o laboratorios de ideas en el que un grupo de expertos (psiquiatras, sociólogos, historiadores, etc.) se dedican a exprimir los hechos e interpretarlos, para influir de una u otra forma sobre las tendencias políticas, económicas y sociales del mundo. Sin embargo, la web era una colección de informaciones y desinformaciones críticas contra el entonces presidente que el lector podía reenviar sistemáticamente por correo electrónico a todo aquél que deseara. Es más, el estudio comparativo del cociente intelectual de los presidentes (además de dejar en mejor lugar a aquéllos que habían ocupado el cargo siendo del Partido Demócrata y en peor lugar a los que eran del Partido Republicano) estaba firmado por unos psicólogos que no existían..., como tampoco existía por cierto ningún think tank registrado con el nombre de Lovenstein entre las decenas de miles que constan en los Estados Unidos. ¿Quién estaba entonces detrás del Instituto Lovenstein? Eso es una interrogante dentro de un enigma envuelto en un misterio...          

La guinda de esta historieta es que lo que sí existe es un estudio formal del cociente intelectual de Bush. Se le realizó durante su etapa en el Ejército de los EE.UU. y marcaba su índice de inteligencia en unos nada desdeñables 120 puntos, bastante por encima de la media. Y la guinda de la guinda es que, pese a todo lo aquí resumido, la inmensa mayoría de los periodistas que en su día comentaron este informe más o menos jocosamente, nunca se han enterado de que fue una de las miles de manipulaciones con que nos obsequian los medios de comunicación prácticamente a diario. Peor: siguen pensando que era una información real.


 





No hay comentarios:

Publicar un comentario