La idea corriente en el mundo de las relaciones internacionales es que tras las Segunda Guerra Mundial los principales centros de poder del planeta se alteraron y cambiaron de manos de manera evidente. Estados Unidos y la Unión Soviética, suele creerse, se convirtieron en las grandes superpotencias del momento y lo fueron hasta hace relativamente poco tiempo, cuando el hundimiento de la URSS, primero, y el debilitamiento de Yankeelandia junto con el surgimiento de China y un grupo de países emergentes, después, alteraron definitivamente la percepción de la jerarquía dominante. Ahora viviríamos en un mundo cada vez más multipolar, donde EE.UU. seguiría siendo la primera de la lista, pero carente del poderío que ejerció en su momento. Según este modo de ver las cosas, el Reino Unido fue uno de los países más perjudicados por el mayor conflicto del siglo XX puesto que aunque figura en los libros históricos como uno de los vencedores perdió formalmente su imperio, uno de lo más grandes de la Historia conocida, para volver de alguna forma a su primitivo y aislado papel periférico dentro de una Europa con tendencias centrípetas.
como el avasallador poder dominante que antaño "rule the waves" por la fuerza de una flota legendaria y unas tropas coloniales vestidas con la tradicional casaca roja, se habría camuflado de pequeña potencia europea empleando armas más sutiles como la influencia cultural o el control bancario. La verdad es que cuando Mac Namara me contó la historia de la Reserva Federal de los EE.UU., ese banco emisor del dólar controlado no por los norteamericanos a los que se supone pertenece esa divisa sino por otros bancos entre los cuales quizás el más importante sea el Banco de Inglaterra, me hizo dudar, pero una información aparecida en las últimas horas parece darle la razón.
Se trata de los resultados de la denominada Soft Power Survey (Encuesta sobre el Poder Blando) que anualmente elabora la revista internacional Monocle (Monóculo) y según la cual el Reino Unido es ahora mismo la nación más influyente del mundo. Muchos de los parámetros que emplea para llegar a esa conclusión son más bien anecdóticos, como los logros deportivos de los atletas británicos en los Juegos Olímpicos o de Andy Murray en el Open de Tenis de EE.UU. (si fuera por logros deportivos, España sería mil veces más influyente que el Reino Unido) o incluso sus éxitos musicales como el de Adele, que canta últimamente el tema principal en Skyfall, la más reciente película de aventuras del mayor asesino e hijo de Satanás -pero es nuestro asesino e hijo de Satanás, como diría el otro...- del espionaje internacional: James Bond. Sin embargo, otros adminículos de medición son más serios..., como es el caso de la infraestructura diplomática, la capacidad de atraer negocios, la producción cultural general o el impacto de los medios de comunicación (en el caso británico, hay casos tan sobrevalorados pero que ahí están como la cadena BBC o la revista The Economist).
Monocle sitúa a EE.UU. como segundo país más influyente, Alemania en tercer lugar, Francia el cuarto y Suecia el quinto. En cuanto a España, figura en el décimosexto lugar, un poco bajo si tenemos en cuenta su influencia real sólo en la América hispana. Pero no olvidemos que esta revista es británica y si hay algo que los británicos (y sus hijos norteamericanos) no han podido soportar jamás, por pura envidia, ha sido a los españoles (y a sus hijos iberoamericanos), el único pueblo capaz de hacerles sombra y disputarles con serios argumentos su presunta supremacía planetaria, siempre desde el punto de vista histórico...
Como digo, hoy la hegemonía no se impone de manera explícita, con el establecimiento de un ejército armado hasta los dientes, sino de maneras mucho más delicadas. Empleando la retórica política, por ejemplo. Precisamente en el Reino Unido el perodista y escritor Sam Leith publicó un texto que ahora se ha traducido al español con el título de ¿Me hablas a mí? La retórica desde Aristóteles a Obama y que supone un interesante análisis de cómo nuestros políticos manipulan al personal gracias a la palabra o, como describe el propio Leith, "el intento de un ser humano de influir en otro mediante palabras (...) convenciendo y engatusando, embaucando e inspirando, entusiasmando y engañando" y lo que haga falta. El autor británico advierte de que lo que antes se consideraba como un auténtico arte de la expresión verbal para "deleitar, persuadir o conmover" se ha terminado transformando en algo más próximo a la propaganda y la publicidad que otra cosa. Como prácticamente la totalidad de recursos empleados hoy para dirigirse a las masas.
Sin embargo, la clave para usarla bien es que sea "invisible" pues "en cuanto percibimos que pueda estar actuando sobre nosotros, desconfiamos. Desde Platón hasta el día de hoy, como norma general, desconfiamos enseguida de las personas que parecen demasiado buenas hablando". Hay algunos oradores menos escrupulosos que otros, que no tienen problema en recurrir a las lágrimas en sus discuros pero según Leith, esa técnica es peligrosa ya que "cuando un político llora, siempre es sospechoso". De este libro me parece verdaderamente interesante el hecho de que el manejo de las palabras pueda poner al mismo nivel a gentes tan dispares como Abraham Lincoln, Adolf Hitler, Martin Luther King o Marco Tulio Cicerón.
La retórica no sólo se usa ante grandes públicos sino con grupos más pequeños pero de poderosa influencia. Y ahí podemos citar otro texto muy curioso: Los 500, del periodista e investigador Matthew Quirk. En esta ocasión se trata de una novela, que es el formato que emplean los periodistas para explicar en forma de ficción lo que la censura imperante en el mundo contemporáneo (esa censura que se supone que no existe pero que cualquier buen periodista es perfectamente consciente de haber sufrido en alguna ocasión) impide explicar abiertamente a través de los medios de comunicación. En Los 500, Quirk describe el papel maquiavélico de una sola empresa de asesoramiento a la hora de intervenir de una forma u otra en las decisiones del medio millar de personas más poderosas de Washington: básicamente, políticos, magistrados y altos cargos de la administración. Y él mismo advierte de que la mayor parte de lo que sale en este libro de presunta ficción "proviene de lo que me encontré como reportero en el mundo real", con hechos investigados por él mismo o por colegas de otros medios. Eso incluye una descripción bastante certera de la actuación de los lobbies, acerca de los cuales algo hemos contado ya en artículos anteriores. "Un montón de historias de la vida real, tan vergonzosas como las que aparecen en la novela", según su conclusión.
Quirk conoce de cerca la política norteamericana, hasta el punto de poder decir que "EE.UU. está diseñado como una democracia muy indirecta (...) los americanos ni siquiera eligen directamente al presidente y, para rematarlo, en el sistema actual los políticos 'titulares' aseguran su elección año tras año a través del sistema de 'gerrymandering': más del 80 por ciento de los distritos que dan acceso al Congreso son 'seguros'. Es decir, que el titular del cargo ganará siempre las elecciones". Y las cosas en Europa no son mejores. Por eso dice que sabe lo bastante sobre las "atrincheradas elìtes francesas y la corrupción imperante al más alto nivel en Grecia e Italia como para pensar que los 'lobbistas' de mi libro estarían en su salsa en Bruselas".
Quirk conoce de cerca la política norteamericana, hasta el punto de poder decir que "EE.UU. está diseñado como una democracia muy indirecta (...) los americanos ni siquiera eligen directamente al presidente y, para rematarlo, en el sistema actual los políticos 'titulares' aseguran su elección año tras año a través del sistema de 'gerrymandering': más del 80 por ciento de los distritos que dan acceso al Congreso son 'seguros'. Es decir, que el titular del cargo ganará siempre las elecciones". Y las cosas en Europa no son mejores. Por eso dice que sabe lo bastante sobre las "atrincheradas elìtes francesas y la corrupción imperante al más alto nivel en Grecia e Italia como para pensar que los 'lobbistas' de mi libro estarían en su salsa en Bruselas".
Así es como "gran parte del trabajo real de los políticos norteamericanos consiste en tener amigos al más alto nivel, comerciar con favores y saber lo que la gente quiere" o imponérselo en última instancia. Es decir, lo mismo que los políticos europeos. El autor se refería en una entrevista sobre el libro a un capítulo en el que un congresista recibe un documento de un ayudante suyo en el que se le dice qué es lo que debería votar, sin tener ni idea de qué significa el hecho de que vote eso. Esto tampoco es nuevo. Recuerdo uno de los documentales de Michael Moore en el que este famoso provocador norteamericano se iba también al Congreso a preguntar (y grabarlo con su cámara) a a los representantes del pueblo americano si sabían lo que votaban y varios de ellos reconocían explícitamente no tener ni tiempo ni ganas (eso, sin tener en cuenta la existencia o no de intereses particulares) para leer en detalle todos y cada uno de los textos que manejaban.
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