Luis Eduardo Cortés es el actual presidente de IFEMA, la institución ferial de Madrid donde cada año se organizan multitud de salones relacionados con todo tipo de actividades económicas. Es también licenciado en Derecho y gemólogo, tanto por la Universidad Autónoma de Madrid como por el Instituto Gemológico Español. Es gran aficionado a la historia, la filosofía, la cartografía y la bibliofilia. Pero es también político..., un político de larga experiencia, puesto que ya fue concejal madrileño en los tiempos de la famosa Transición Española, primero en las filas de la Unión de Centro Democrático de Adolfo Suárez y luego en las de la Alianza Popular de Manuel Fraga. Refundada esta última organización con el nombre de Partido Popular, asumió su presidencia en Madrid y más tarde fue diputado en la Asamblea regional, senador designado y diputado electo en el Congreso. El rosario de cargos continúa: consejero de Obras Públicas, Urbanismo y Transporte en la Comunidad de Madrid, vicepresidente de la misma y de nuevo senador. Y tantos despachos después, presidente de IFEMA. Luis Eduardo Cortés es político y tiene muchos años..., y como reza el refrán: más sabe el diablo por viejo que por diablo.
Me interesaba resaltar el curriculum de este hombre, porque es autor de una curiosa novela titulada Congostium y publicada por la editorial Gadir en la que se parodia de forma muy directa el régimen político en el que vivimos inmersos en Occidente y que se autocalifica como democracia. Hay muchas novelas que critican y despiezan la democracia contemporánea, pero lo llamativo de este texto es que está escrito por alguien que conoce los mecanismos desde dentro. Alguien que vivió el paso del franquismo a la democracia y por tanto posee un recorrido vital que refuerza los análisis e impresiones que haya podido sacar en claro.
El argumento de Congostium es simple y muy similar al de tantos libros de viajes, reales o imaginarios, con el choque cultural entre el personaje que viene de nuestro mundo, el conocido, y se enfrenta con terra incognita. Trata de un enviado especial del gobierno español, Amadeo Escolano, a la república de tan extraño nombre en el que se ha adoptado el latín como lengua única, después de comprobar los líos y problemas generados por la proliferación de lenguas oficiales. Aquí viene la primera crítica a un mal tan español como es el carácter pueblerino de los políticos de nuestro país, en especial (pero no sólo) de los llamados nacionalistas vascos y catalanes, donde Villaarriba siempre tiene que quedar encima de Villaabajo. ¿Alguien es capaz de imaginar que en el Parlamento Británico pudiera derrocharse cantidad alguna de dinero para pagar traductores a fin de que los diputados galeses pudieran permitirse el lujo de hablar en galés, los escoceses en gaélico e incluso los enviados de la colonia de Gibraltar en su absurdo spanglish andaluz, en lugar de utilizar todos la lengua inglesa que tan bien conocen y en la que han sido educados? Nos parecería algo absurdo, ¿cierto? Pues resulta que en España, donde no hay un duro para nada, soportamos a unos "representantes del pueblo" gustosos de disparar con pólvora del rey y encantados de gastar varios miles de euros en pagar a esos traductores para que el politicucho de turno se pueda expresar en catalán, euskera o gallego (y así sentirse especial, diferente al resto de los españoles..., o lo que es lo mismo: superior a ellos) en el Parlamento Nacional en lugar de usar el idioma español común, conocido también como castellano.
El catalán, el euskera y el gallego (y aún el valenciano, el bable, el castúo, el aranés..., y, si me apuran, hasta el cheli) forman parte de la riqueza común de la cultura española y, como tal, son idiomas que deben recibir todo tipo de protección económica y política para evitar su desaparición. Deben igualmente mantenerse como cooficiales en las regiones donde a día de hoy se siguen hablando en mayor o menor medida. Pero resulta patéticamente absurdo que se utilicen (como vienen haciéndolo desde hace años, en especial los políticos independentistas de Cataluña y País Vasco, paradójicamente las regiones más españolas que quedan en España) como arma arrojadiza para separar a los ciudadanos de los diversos puntos del territorio nacional. Aquí hay que incluir la crítica más severa a la cobardía, la incompetencia y la dejadez de los sucesivos dirigentes nacionales de los dos principales partidos políticos españoles, el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español, que han demostrado sobradamente su inutilidad a la hora de procurar la concordia entre los madrileños y los barceloneses, entre los sevillanos y los bilbaínos, entre los coruñeses y los murcianos...
Volviendo a la novela, los habitantes de la novedosa república allí retratada han logrado superar las disensiones creadas por el uso de muchas lenguas diferentes optando exclusivamente por ese idioma artificial y complicadísimo pero muy preciso que es el latín. Pero lo interesante viene cuando Amadeo Escolano descubre con asombro que para medrar políticamente en Congostium no vale con utilizar las habituales artimañas de la astucia, el trapicheo y el amiguismo, como solemos hacer en nuestra sociedad contemporánea, sino que la única regla de oro es la acumulación de mérito. Esto es, uno consigue cosas si demuestra que es capaz de poseerlas gracias a sus capacidades personales y su esfuerzo para desarrollarlas. Así, los políticos mejor situados son los más honestos y trabajadores (sí, es una novela de -mucha- ficción...), los ciudadanos están bien educados y, además de disfrutar de la cultura y el deporte, apoyan los ideales colectivos, y la sociedad en general rinde homenaje a la cultura clásica grecolatina que, eso sí, aparece en exceso idealizada (quien crea realmente que los viejos griegos y romanos eran todos gentes en general de recto proceder, que lea a cualquiera de sus filósofos y moralistas comentar acerca de sus contemporáneos...).
En una reciente entrevista en el diario El Mundo a propósito de su libro, Cortés aportaba algunas ideas interesantes para completar el planteamiento de su obra. Resulta difícil escuchar a un político decir cosas como ésta: "Al final, los seres humanos somos muy poca cosa. Todos se creen, nos creemos, mucho y muy importantes y tenemos las flaquezas más elementales (...) Incluso los que se creen más importantes tienen las mismas debilidades que el resto de los humanos. Dicho eso, no es igual una persona preparada que alguien sin formación, que es uno de los males del momento actual del mundo". El autor denuncia también como son "los cargos públicos devaluados, cualquier advenedizo puede llegar a ocuparlos porque el nivel de exigencia es mínimo: no se valora la preparación ni la decencia, ni siquiera el amor al propio país. Sólo se valora la pertenencia a determinado partido y la fidelidad a una determinada persona o grupo de personas... ¿Se ha fijado usted en la cantidad de países que hay ahora mismo en el planeta gobernados por un idiota?" Hay que releer la historia personal de este político para darse cuenta del valor que tienen estas palabras en su boca, en especial cuando insiste en que "a mí eso me parece maravilloso: se valora la bondad, la honestidad, la generosidad, el esfuerzo, el trabajo..., y, al mismo tiempo, se desprecia y se margina al pícaro, al deshonesto y al que se sale de las reglas del juego".
En efecto, qué diferente es el paisaje de esa república de ficción literaria del mundo en el que nos movemos habitualmente, porque "el sistema está quebrado. El que no lo quiera ver que no lo vea. Se tienen que acabar los enchufes, se tiene que acceder por los méritos. No critico la democracia, critico la 'desvirtuación' de la democracia, el sistema que hemos cambiado los hombres. No se están respetando las reglas del juego de la vida democrática honesta". Luis Eduardo Cortés insiste en uno de los factores clave que podría ayudar, y mucho, a solucionar la situación actual: una educación buena, que sirva de verdad para preparar al individuo ante la vida. Su ausencia "es uno de los dramas con el que nos encontramos en la vida actual. En muchos puestos hay personas con poca preparación. Esas personas llegan a puestos importantes y es algo de lo que la sociedad se resiente, no lo aguanta". Y la televisión tiene mucha culpa de eso pues "los idiotas están en televisión con barra libre y hay profesionales buenos que podrían enseñar pero ésos tienen los minutos tasados (...) la televisión es importantísima. Si tuviéramos una televisión culta y amena en vez de la bazofia que hay en nuestras pantallas, lo notaríamos en la cultura de los españoles".
Hay en Congostium un tono de melancolía suprema, de lamento por lo que debería ser y no es..., y nunca será pues, aunque el protagonista se siente muy atraído por la forma de ser de sus ciudadanos, al final acaba rebelándose contra su afán perfeccionista mostrando así que el germen del éxito o del fracaso está única y exclusivamente en el interior de cada uno.
Sin embargo, hay un pequeño detalle que el autor pasa por alto en su libro (lógicamente, puesto que es un político metido a escritor, no un estudiante de la Universidad de Dios) y es que lo de la meritocracia no es una simple ficción: una utopía que desearía ver hecha realidad. De hecho, la meritocracia es la forma corriente de actuación y manifestación de la Naturaleza. Ésta sólo respeta a aquellos seres humanos que son capaces, en primer lugar, de distinguir y reconocer su desafío y, en segundo e imprescindible lugar, de responder a él correctamente. A pesar de las apariencias, a pesar del gigantesco decorado en el que vivimos inmersos y que a menudo nos hace creer que Justicia, Honor o Sacrificio ya no son más que palabras huecas propias de siglos atrás, estos conceptos siguen estando muy vigentes a un nivel muy profundo, más allá del alcance y la comprensión del simple homo sapiens que sobrevive como puede en un sistema corrupto, decadente y con un incierto futuro. Lo cierto es que existen fuerzas muy poderosas actuando sobre la Humanidad en general y sobre cada uno de los humanos en particular, midiendo y calibrando casi al instante el debe y el haber de cada persona para traducir el resultado en la correspondiente moneda cósmica. Con el tiempo (que no se corresponde con nuestras ridículas y minúsculas medidas humanas) esas fuerzas ajustan cuentas pagando o cobrando exactamente lo debido (y en distintas divisas, no sólo en dinero). Los orientales le llaman a esto Karma. Los hermetistas hablan de la ley de Causa y Efecto. Los egipcios confían en Maat. Los materialistas, naturalmente, nunca han creído en ello. Pero pagarán o cobrarán, como todos los demás, en su momento.
El argumento de Congostium es simple y muy similar al de tantos libros de viajes, reales o imaginarios, con el choque cultural entre el personaje que viene de nuestro mundo, el conocido, y se enfrenta con terra incognita. Trata de un enviado especial del gobierno español, Amadeo Escolano, a la república de tan extraño nombre en el que se ha adoptado el latín como lengua única, después de comprobar los líos y problemas generados por la proliferación de lenguas oficiales. Aquí viene la primera crítica a un mal tan español como es el carácter pueblerino de los políticos de nuestro país, en especial (pero no sólo) de los llamados nacionalistas vascos y catalanes, donde Villaarriba siempre tiene que quedar encima de Villaabajo. ¿Alguien es capaz de imaginar que en el Parlamento Británico pudiera derrocharse cantidad alguna de dinero para pagar traductores a fin de que los diputados galeses pudieran permitirse el lujo de hablar en galés, los escoceses en gaélico e incluso los enviados de la colonia de Gibraltar en su absurdo spanglish andaluz, en lugar de utilizar todos la lengua inglesa que tan bien conocen y en la que han sido educados? Nos parecería algo absurdo, ¿cierto? Pues resulta que en España, donde no hay un duro para nada, soportamos a unos "representantes del pueblo" gustosos de disparar con pólvora del rey y encantados de gastar varios miles de euros en pagar a esos traductores para que el politicucho de turno se pueda expresar en catalán, euskera o gallego (y así sentirse especial, diferente al resto de los españoles..., o lo que es lo mismo: superior a ellos) en el Parlamento Nacional en lugar de usar el idioma español común, conocido también como castellano.
El catalán, el euskera y el gallego (y aún el valenciano, el bable, el castúo, el aranés..., y, si me apuran, hasta el cheli) forman parte de la riqueza común de la cultura española y, como tal, son idiomas que deben recibir todo tipo de protección económica y política para evitar su desaparición. Deben igualmente mantenerse como cooficiales en las regiones donde a día de hoy se siguen hablando en mayor o menor medida. Pero resulta patéticamente absurdo que se utilicen (como vienen haciéndolo desde hace años, en especial los políticos independentistas de Cataluña y País Vasco, paradójicamente las regiones más españolas que quedan en España) como arma arrojadiza para separar a los ciudadanos de los diversos puntos del territorio nacional. Aquí hay que incluir la crítica más severa a la cobardía, la incompetencia y la dejadez de los sucesivos dirigentes nacionales de los dos principales partidos políticos españoles, el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español, que han demostrado sobradamente su inutilidad a la hora de procurar la concordia entre los madrileños y los barceloneses, entre los sevillanos y los bilbaínos, entre los coruñeses y los murcianos...
Volviendo a la novela, los habitantes de la novedosa república allí retratada han logrado superar las disensiones creadas por el uso de muchas lenguas diferentes optando exclusivamente por ese idioma artificial y complicadísimo pero muy preciso que es el latín. Pero lo interesante viene cuando Amadeo Escolano descubre con asombro que para medrar políticamente en Congostium no vale con utilizar las habituales artimañas de la astucia, el trapicheo y el amiguismo, como solemos hacer en nuestra sociedad contemporánea, sino que la única regla de oro es la acumulación de mérito. Esto es, uno consigue cosas si demuestra que es capaz de poseerlas gracias a sus capacidades personales y su esfuerzo para desarrollarlas. Así, los políticos mejor situados son los más honestos y trabajadores (sí, es una novela de -mucha- ficción...), los ciudadanos están bien educados y, además de disfrutar de la cultura y el deporte, apoyan los ideales colectivos, y la sociedad en general rinde homenaje a la cultura clásica grecolatina que, eso sí, aparece en exceso idealizada (quien crea realmente que los viejos griegos y romanos eran todos gentes en general de recto proceder, que lea a cualquiera de sus filósofos y moralistas comentar acerca de sus contemporáneos...).
En una reciente entrevista en el diario El Mundo a propósito de su libro, Cortés aportaba algunas ideas interesantes para completar el planteamiento de su obra. Resulta difícil escuchar a un político decir cosas como ésta: "Al final, los seres humanos somos muy poca cosa. Todos se creen, nos creemos, mucho y muy importantes y tenemos las flaquezas más elementales (...) Incluso los que se creen más importantes tienen las mismas debilidades que el resto de los humanos. Dicho eso, no es igual una persona preparada que alguien sin formación, que es uno de los males del momento actual del mundo". El autor denuncia también como son "los cargos públicos devaluados, cualquier advenedizo puede llegar a ocuparlos porque el nivel de exigencia es mínimo: no se valora la preparación ni la decencia, ni siquiera el amor al propio país. Sólo se valora la pertenencia a determinado partido y la fidelidad a una determinada persona o grupo de personas... ¿Se ha fijado usted en la cantidad de países que hay ahora mismo en el planeta gobernados por un idiota?" Hay que releer la historia personal de este político para darse cuenta del valor que tienen estas palabras en su boca, en especial cuando insiste en que "a mí eso me parece maravilloso: se valora la bondad, la honestidad, la generosidad, el esfuerzo, el trabajo..., y, al mismo tiempo, se desprecia y se margina al pícaro, al deshonesto y al que se sale de las reglas del juego".
En efecto, qué diferente es el paisaje de esa república de ficción literaria del mundo en el que nos movemos habitualmente, porque "el sistema está quebrado. El que no lo quiera ver que no lo vea. Se tienen que acabar los enchufes, se tiene que acceder por los méritos. No critico la democracia, critico la 'desvirtuación' de la democracia, el sistema que hemos cambiado los hombres. No se están respetando las reglas del juego de la vida democrática honesta". Luis Eduardo Cortés insiste en uno de los factores clave que podría ayudar, y mucho, a solucionar la situación actual: una educación buena, que sirva de verdad para preparar al individuo ante la vida. Su ausencia "es uno de los dramas con el que nos encontramos en la vida actual. En muchos puestos hay personas con poca preparación. Esas personas llegan a puestos importantes y es algo de lo que la sociedad se resiente, no lo aguanta". Y la televisión tiene mucha culpa de eso pues "los idiotas están en televisión con barra libre y hay profesionales buenos que podrían enseñar pero ésos tienen los minutos tasados (...) la televisión es importantísima. Si tuviéramos una televisión culta y amena en vez de la bazofia que hay en nuestras pantallas, lo notaríamos en la cultura de los españoles".
Hay en Congostium un tono de melancolía suprema, de lamento por lo que debería ser y no es..., y nunca será pues, aunque el protagonista se siente muy atraído por la forma de ser de sus ciudadanos, al final acaba rebelándose contra su afán perfeccionista mostrando así que el germen del éxito o del fracaso está única y exclusivamente en el interior de cada uno.
Sin embargo, hay un pequeño detalle que el autor pasa por alto en su libro (lógicamente, puesto que es un político metido a escritor, no un estudiante de la Universidad de Dios) y es que lo de la meritocracia no es una simple ficción: una utopía que desearía ver hecha realidad. De hecho, la meritocracia es la forma corriente de actuación y manifestación de la Naturaleza. Ésta sólo respeta a aquellos seres humanos que son capaces, en primer lugar, de distinguir y reconocer su desafío y, en segundo e imprescindible lugar, de responder a él correctamente. A pesar de las apariencias, a pesar del gigantesco decorado en el que vivimos inmersos y que a menudo nos hace creer que Justicia, Honor o Sacrificio ya no son más que palabras huecas propias de siglos atrás, estos conceptos siguen estando muy vigentes a un nivel muy profundo, más allá del alcance y la comprensión del simple homo sapiens que sobrevive como puede en un sistema corrupto, decadente y con un incierto futuro. Lo cierto es que existen fuerzas muy poderosas actuando sobre la Humanidad en general y sobre cada uno de los humanos en particular, midiendo y calibrando casi al instante el debe y el haber de cada persona para traducir el resultado en la correspondiente moneda cósmica. Con el tiempo (que no se corresponde con nuestras ridículas y minúsculas medidas humanas) esas fuerzas ajustan cuentas pagando o cobrando exactamente lo debido (y en distintas divisas, no sólo en dinero). Los orientales le llaman a esto Karma. Los hermetistas hablan de la ley de Causa y Efecto. Los egipcios confían en Maat. Los materialistas, naturalmente, nunca han creído en ello. Pero pagarán o cobrarán, como todos los demás, en su momento.
Con lo bien que iba tu artículo, la has cagado al final haciendo comentarios de mundos mágicos y numénicos, qué lástima. Un materialista (nobody's perfect)
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