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lunes, 3 de diciembre de 2012

¡Cuatro horas y media!

No necesito petrificarme adoptando la clásica postura del Pensador de Auguste Rodin para elaborar una lista interminable de cosas a las que poder dedicar mi precioso tiempo y el de cualquiera durante cuatro horas y media cada día. Muchas de ellas ni siquiera ocuparán tanto rato seguido, así que se podría combinar dos o más de las siguientes actividades: 

* Terminar de leer el libro que empezamos hace ya tiempo y aún no habíamos encontrado el momento para rematar.

* Ordenar la habitación que siempre está manga por hombro (o el apartamento o el piso entero, si no tenemos tantas cosas).
 
 * Dar un largo paseo, solo o acompañado según el gusto, junto al mar o por el bosque (para los más afortunados) o incluso por el parque más cercano a casa (para los que viven en lugares muy urbanizados).

* Terminar el paseo con una larga y apasionada relación con nuestra pareja, allí donde nos pille la ocasión.

* Preparar con mimo los regalos navideños en lugar de esperar a última hora y comprar cualquier tontería (y encima dejarla sin envolver).

* Reparar el enchufe y cambiar la bombilla del trastero olvidado, en el que entramos de Pascuas a Ramos.

* Aprender a tocar la guitarra, el teclado, las castañuelas o cualquier otro instrumento musical que nos llame la atención.

* Planear al detalle el viaje a ese sitio al que siempre hemos querido ir.

* Llamar por teléfono a aquel familiar o amigo con el que hace tiempo que no tenemos contacto y quedar con él o ella a tomar unas cervezas o unos vinos para recuperar la relación.

* Limpiar el baño, que ya le va haciendo falta.

* Construir y pintar la maqueta que nos regalaron el año pasado por nuestro cumpleaños y que está aún guardada en su caja.

* Echar un partido de voley con los colegas.

* Experimentar en la cocina con la receta que nos contaron el otro día, a ver si somos capaces de reproducir ese plato casero sabrosísimo que nos tomamos en casa de alguien.

* Escribir por lo menos un capítulo (quizá más) de esa novela que se resiste a salir de la cabeza. O tal vez la poesía completa que lleva días rondándonos.

* Visitar cualquiera de los maravillosos museos que tenemos en nuestra propia ciudad y que, paradójicamente, nunca nos tomamos la molestia de ir a ver (aunque luego viajamos a otras ciudades y vemos hasta su última y fea piedra).

* Batir nuestro propio récord de resistencia nadando (en el mar, si uno vive junto a él, o en la piscina, aunque sea municipal).

* Organizar los álbumes de fotos, sean digitales o en papel.

* Ir al teatro a ver actores de verdad y en directo.
 
* Subir andando el cerro que vemos desde aquí abajo para contemplar las ruinas celtíberas o medievales que yacen allí abandonadas por las autoridades culturales (esto es España, amigos) y de paso disfrutar de las vistas.

* Sentarnos en un lugar recogido y tranquilo en plena Naturaleza (los más afortunados) o en el sitio más relajado de nuestra propia casa, para meditar.

* Sacar la bicicleta de paseo, que debe tener ya hasta telarañas desde la última vez que nos subimos a ella.

* Meter en bolsas toda la ropa vieja que ya no nos sirve para darla a beneficencia y de paso hacer sitio en los armarios.

Cualquiera de estas cosas y muchas más que se me están ocurriendo podrían ser más provechosas que pasar las mismas cuatro horas y media (exactamente cuatro horas y 29 minutos) como zombies pegados a la televisión. Cuatro horas y media todos los santos días del año... Porque es que ése es el tiempo que por término medio permaneció cada ciudadano español absorto delante de la caja tonta durante el mes de noviembre de 2012 según el informe que ha hecho público esta semana pasada Barlovento Comunicación, con datos facilitados por Kantar Media. La cifra supone un récord: el mes de mayor consumo televisivo en toda la Historia de España desde que se mide este parámetro. El récord anterior data de febrero de este mismo año, pero no se aleja demasiado: cuatro horas y 27 minutos.

Según el mismo informe, el consumo televisivo no ha dejado de crecer a lo largo de los últimos años, salvo excepciones. El punto de inflexión fue 1992. Hasta entonces, el público consumía una media de poco más de 3 horas al día (que ya me parece más que suficiente) pero a partir de ese momento no ha habido freno a la teleadicción, que ha ido in crescendo mientras caía de forma inversamente proporcional la capacidad crítica, intelectual y dinamizadora de la propia sociedad. Como todo en esta vida, el secreto del veneno está en la dosis. El hecho en sí de ver televisión no estupidiza más que el de jugar al fútbol o rascarse la oreja: el problema es el tiempo abusivo y, sobre todo, la actitud de rendición mental durante ese tiempo. Hasta hace pocos años, si le preguntabas a un niño pequeño qué quería ser de mayor, te decía que astronauta, bombero, vaquero, policía... Ahora, te contesta que quiere ser famoso. Pero no famoso como adjetivo del éxito obtenido en una actividad profesional rentable y útil a la sociedad, sino famoso entendido como miembro de esa repelente y deleznable fauna de protagonistas de los programas de la telebasura.

Por cierto, las cuatro horas y 29 minutos son sólo una media y ya sabemos cómo se fabrican las estadísticas: tú te comes dos pollos y yo ninguno, pero en el papel figura que cada uno nos hemos comido uno. Por regiones, Andalucía, Valencia, Aragón, Castilla-La Mancha y Cataluña superan por este orden esa media. El domingo es el día más hipnotizante con más de cinco horas consumidas por espectador. Las mujeres vieron unos cinco minutos más al día que los hombres. Los adultos doblaron el consumo televisivo de los niños (esto casi confirma mi teoría de que, a pesar de todo, un niño es más confiable que un adulto) y los espectadores de clase baja vieron casi seis horas frente a las menos de cuatro horas de los de clase alta (otro dato interesante, por lo que sugiere acerca del progreso en la vida...).

Insisto: todo esto son datos medios, que tampoco garantizan consumos concretos individuales. Por ejemplo, en mi caso, veo poquísima televisión diaria. De hecho, suelo utilizar la pantalla como simple escenario para ver DVDs porque, eso sí, cierto tipo de cine me gusta mucho. Así que imagino que la mayor parte de las horas que me corresponden oficialmente como televidente en realidad las está empleando otra persona, que en lugar de las cuatro horas y media verá siete u ocho diarias. Sea quien sea, ya tendrá la cabeza derretida...


 

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