Resulta ciertamente asombroso, pero es la pura verdad y todo un signo de dónde estamos a estas alturas: el gobierno de los Estados Unidos ha publicado un artículo a través de su página web oficial, USA.gov, para "informar" a la ciudadanía de su país de que el mundo "no se terminará el próximo 21 de diciembre ni cualquier otro día de 2012". El grado de paranoia y ansiedad en torno a la famosa fecha del famoso calendario maya es de tal calibre que las instituciones oficiales de la considerada todavía como mayor superpotencia del mundo tienen que gastar tiempo y dinero en tranquilizar a los norteamericanos y desmentir los augurios de tantos profetas apocalípticos que proliferan por las redes sociales y los catálogos editoriales de esoterismo barato... (aunque incurre por cierto en un error monumental al certificar que el mundo no se acabará de ninguna manera pues en realidad eso no lo sabe nadie: igual mañana nuestro viajero Sistema Solar llega junto a un agujero de gusano, invisible para nuestra tecnología, y acabamos todos absorbidos en un universo paralelo y convertidos en lombrices cósmicas, vaya usted a saber)
El órgano oficial del gobierno yankee admite que el 21 de diciembre, solsticio invernal conocido y festejado anualmente por culturas de todo el mundo, el Sol y la Tierra se alinearán de manera que concluirá un ciclo de más de 5.000 años previsto en los cálculos del antiguo calendario maya (sólo en uno de ellos, en realidad: la llamada Cuenta Larga) pero insiste en que eso no conllevará necesariamente el Juicio Final. "Muchos de esos rumores indican que el calendario maya termina en 2012 (pero no sucederá así), o que un cometa causará catastróficos efectos (no, definitivamente), o que un planeta oculto que nos acecha desde hace tiempo chocará contra el nuestro (no y no) y tantos otros rurmores falsos..." dice el texto de su web. Las angustias son tan tremebundas que la NASA afirma haber recibido más de un millar de cartas sobre este asunto, muchas de ellas firmadas por menores de edad. Uno de los receptores de estas misivas es el astrónomo David Morrison, quien explica cómo, al menos una vez a la semana, recibe un mensaje de una persona joven y presa de la angustia, enferma de ansiedad e incluso planteándose el suicidio ante la inminencia del Apocalipsis. Hasta tal punto ha llegado la cuestión que la agencia espacial ha creado un apartado especial en su web titulado Más allá de 2012: Por qué el mundo no terminará, en el que trata de tranquilizar más en detalle al personal más alterado.
Será interesante ver la cara que se les queda a todos los que andan pronosticando el fin de los fines cuando el día 22 de diciembre amanezca como de costumbre, sin meteoritos encima de nuestra cabeza, ni invasiones extraterrestres, ni apariciones celestiales..., con la Tierra en su camino de siempre, sin más sobresaltos que los habituales crímenes, guerras, desastres meteorológicos y otras menudencias que caracterizan este campo de juegos desde que el homo sapiens tiene memoria de sí mismo.
No será la primera vez. El afán sadomaso por asistir en butaca de primera fila a la Última Catástrofe es una característica básica de la cultura judeocristiana que, desde que en tiempos de Constantino desplazó al verdadero espíritu occidental y se apoderó del arte, la cultura y el pensamiento de la gran masa de ciudadanos de Europa (y, por proyección, del resto del planeta colonizado por el Viejo Continente), ha fascinado amplia y morbosamente a nuestros antepasados. En la colosalísima La vida de Brian de los Monty Python, podemos ver una (de muchas) brillante secuencia en la que se parodia este gusto por los profetas grotescos, especialistas en ver todo tipo de conflictos, pestes, muertes y aflicciones que nos esperan en el futuro. Pero donde eclosionó el afán por inyectar historietas de miedo a la población fue en la Edad Media, cuando adquirió el carácter de deporte internacional de gran éxito. Por ejemplo, Carlomagno fue coronado emperador precisamente en el solsticio invernal o Navidad del año 800 (o del año que los eruditos de la época identificaron con el 800) entre otras razones porque los sabios de su corte quisieron realizar un ritual muy específico: estaban convencidos de que la fundación del Sacro Imperio Romano Germánico salvaría a la civilización del Apocalipsis. Y eso porque era creencia común entre ellos que la Historia sólo tenía prevista la existencia de cuatro imperios, a los que identificaron con las culturas de Babilonia, Persia, Roma y Bizancio. Si Carlomagno tenía éxito en la consolidación de este quinto imperio, esta circunstancia permitiría ganar tiempo y retrasar el final del mundo.
Luego se desató el famoso temor milenarista, el miedo al año 1000, porque varios expertos en los Evangelios se dieron cuenta de que en estos textos, sobre todo en los apócrifos, se profetizaba que el Juicio Final llegaría justo mil años después del nacimiento de Jesucristo. Lo cierto es que la inmensa mayoría de los seres humanos que vivieron en aquella época no tenían ni idea de en qué fecha estaban exactamente (a veces pienso que en realidad nadie lo supo), porque el tiempo no se contaba como hoy, gracias a calendarios unificados y consensuados internacionalmente. La gente de un pueblo podía vivir en el año 14 del reinado del monarca Fulanito y la gente del pueblo de al lado lo hacía en el año 543 desde la fundación de la ciudad más cercana. No estaba nada claro (ni tampoco le importaba demasiado a nadie, excepto a los religiosos) si Jesús había nacido hacía quinientos años o hacía cincuenta. En medio de este caos de conocimiento un tipo llamado Bernardo de Turingia anunció que el mundo terminaría el día en que la festividad de la Anunciación de la Virgen coincidiera con la del Viernes Santo, lo que ocurriría treinta y dos años más tarde, en el (se supone) año 992. Por lo que fuera, su profecía fue más creída que otras y generó una gran alarma social. Familias enteras abandonaron sus hogares y sus tierras de cultivo y emigraron a Jerusalén, a refugiarse en una de sus iglesias, para asistir allí a la Parusía. Hubo disturbios y hambre. El viernes pasó aunque en Jerusalén (ni en ninguna otra parte) no pasó nada especial. Por un lado, hubo alivio. Por otro lado,hubo más disturbios y hambre.
El rosario de fines del mundo es interminable. Un astrólogo de fama en su época llamado Juan de Toledo fechó el Apocalipsis para el 16 de septiembre de 1186 y su predicción llevó a mucha gente a cavar regugios subterráneos desde Alemania hasta Persia. En 1523, otro grupo de astrólogos, esta vez londinenses, auguraron que el fin llegaría al año siguiente con una diluvio terrible que anegaría la capital inglesa y que sería la señal de que todo acababa: se calcula que unas veinte mil personas abandonaron la ciudad en los meses siguientes en busca de tierras más altas en Kent y Essex. Como nada ocurrió, los astrólogos recurrieron a la excusa habitual en estos casos: "Nos hemos equivocado... Ha habido un pequeño error matemático, pero tenemos la fecha definitiva del fin del mundo: será el mismo día pero en 1624 en lugar de en 1524" (con este pequeño truquito aplacaron a las masas de decepcionados feligreses y se aseguraron de poner suficiente tiempo por medio para evitar que les cortaran la cabeza si volvían a equivocarse). Ya sabemos que nada ocurrió en 1624..., menos mal que ahí estaba Salomon Eccles, un profeta cuáquero, que predijo la fecha fatídica para un poco más adelante, en 1665. Como tampoco sucedió nada, probó suerte retrasando en varios años sucesivos la fecha..., pero nada de nada. Un matemático suizo llamado Jacques Bernoulli reintrodujo el concepto de el-cielo-se-desploma-sobre-nuestras-cabezas al advertir de que un cometa sería el artífice del desastre definitivo en 1719. Aún seguimos esperándolo...
Otro matemático, esta vez inglés y al que Londres tampoco le debía gustar mucho, señaló el Apocalipsis para 1736, cuando sería destruida de una vez por todas la capital de los ingleses. Suma y sigue, Madame de Krunner señaló la fecha en 1819, el conde de Saillmard Monford en 1836, William Miller en 1844, los miembros de la secta rusa Los Hermanos y Hermanos de la Muerte Roja lo esperaban para 1900 y, como no terminaba de llegar el fin, empezaron a suicidarse para acelerar el proceso: sólo se detuvieron a la fuerza, cuando las tropas zaristas enviadas desde San Petersburgo aparecieron por allí... Muy divertida es la historia de Margaret Rowan, quien dijo haber recibido la visita del arcángel Gabriel en su casa de Los Ángeles (¡no podía ser otro lugar!) para advertirle de que todo acabaría en febrero de 1925. Sus seguidores, encabezados por el pintor (no de cuadros, sino de brocha gorda) Robert Reidt, se concentraron la medianoche prevista, todos enfundados en túnicas blancas y llamando a gritos a Gabriel con los brazos extendidos hacia el cielo... No pasó nada, claro, y Reidt se enfadó tanto que la tomó con los periodistas allí presentes. En su opinión, los flashes de los fotógrafos ¡habían asustado al arcángel y retrasado el Apocalipsis!
Otra historia ejemplarizante nos lleva a 1965, cuando un predicador colombiano anunció a sus fieles de Bogotá que el mundo desaparecría el 18 de abril de ese mismo año. Uno de sus devotos, Nelson Olmeido, se lo creyó y decidió gastarse los ahorros de toda su vida en la mayor juerga de la historia. Total, en el otro mundo el dinero no le valdría para nada... El 19 de abril, con un monumental dolor de cabeza, completamente arruinado y sin glorioso final a la vista, Olmeido tomó la decisión de denunciar al "profeta" y llevarle a juicio. Hasta un señor científico de la NASA, un francés llamado Maurice Chatelain que participó en el diseño del cohete Apolo, se dejó llevar por la tentación de la profecía y aseguró que 1982 sería el año definitivo. No sólo no pasó nada sino que de nuevo se puso de moda lo de "Nos acercamos al final del milenio, así que ahora viene lo bueno" y algunos listillos aprovecharon la circunstancia para forrarse vendiendo libros y dando conferencias, como el astrólogo Boris Cristoff o el vidente Paul Salomon, que habían subrayado en rojo el año 1983.
Otra historia ejemplarizante nos lleva a 1965, cuando un predicador colombiano anunció a sus fieles de Bogotá que el mundo desaparecría el 18 de abril de ese mismo año. Uno de sus devotos, Nelson Olmeido, se lo creyó y decidió gastarse los ahorros de toda su vida en la mayor juerga de la historia. Total, en el otro mundo el dinero no le valdría para nada... El 19 de abril, con un monumental dolor de cabeza, completamente arruinado y sin glorioso final a la vista, Olmeido tomó la decisión de denunciar al "profeta" y llevarle a juicio. Hasta un señor científico de la NASA, un francés llamado Maurice Chatelain que participó en el diseño del cohete Apolo, se dejó llevar por la tentación de la profecía y aseguró que 1982 sería el año definitivo. No sólo no pasó nada sino que de nuevo se puso de moda lo de "Nos acercamos al final del milenio, así que ahora viene lo bueno" y algunos listillos aprovecharon la circunstancia para forrarse vendiendo libros y dando conferencias, como el astrólogo Boris Cristoff o el vidente Paul Salomon, que habían subrayado en rojo el año 1983.
En los últimos decenios, la paranoia no ha dejado de crecer alimentada sobre todo por sectas como los mormones, anabaptistas, testigos de Jehová y adventistas del séptimo día. Muchos políticos norteamericanos militan en estas organizaciones religiosas y proyectan sus angustias sobre la sociedad. Ahí está Robert Bennet, quien fuera presidente del comité especial del Senado de los EE.UU. para el problema del año 2000 (cuando se extendió la preocupación porque los sistemas informáticos no tenían previsto -o eso nos dijeron en un primer momento, porque luego tampoco pasó nada reseñable- el cambio de dígito y se suponía que en cuanto llegara ese año dejarían de funcionar tantos aparatos controlados por la informática) cuando dijo lo de "no puedo ser optimista porque (...) está claro que no podemos resolver el problema en su conjunto". Sí, hombre sí... Y hoy todo el mundo como loco comprando tablets y smartphones...
Toda esta gente paranoica está empeñada en que el planeta se destruya de una vez, no sin que antes aparezca alguien en los cielos, sea éste un ser divino o el comandante de la flota interestelar Alfa Centauri, para salvarles. La paradoja, que no terminan de entender, es que nadie, absolutamente nadie, les salvará jamás. Porque la única forma de acceder a la salvación es a través de la lucha interna, pesonal e instransferible: el único que puede salvar a uno es uno mismo. Y nadie más, en todo el Universo.
Toda esta gente paranoica está empeñada en que el planeta se destruya de una vez, no sin que antes aparezca alguien en los cielos, sea éste un ser divino o el comandante de la flota interestelar Alfa Centauri, para salvarles. La paradoja, que no terminan de entender, es que nadie, absolutamente nadie, les salvará jamás. Porque la única forma de acceder a la salvación es a través de la lucha interna, pesonal e instransferible: el único que puede salvar a uno es uno mismo. Y nadie más, en todo el Universo.
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