En cierta ocasión, un alumno de Primero en la Universidad de Dios le preguntó a mi profesor de Filosofía, el gran Epícteto, si podía concretar qué era lo más importante de la materia que enseñaba.
- Pero me gustaría tener una contestación sencilla, breve..., redonda en sí misma -exigió el arrogante recién llegado.
Epícteto se le quedó mirando, con esa forma de observar las cosas que sólo él tiene: tan neutra, que uno nunca sabe si en el minuto siguiente te va a echar una bronca o se va a reír de ti. Luego habló:
- La primera parte, y la más importante de la Filosofía, es la práctica de los conceptos que enseña. Por ejemplo, no mentir. La segunda parte es la que hace las demostraciones. Por ejemplo, argumentar por qué es preciso no mentir. La tercera es la que prueba tales demostraciones, explicando con precisión en qué consiste la demostración, qué es una consecuencia, qué es una oposición, qué es verdadero, qué es falso...
- Pero practicar el no mentir es muy difícil -se quejó el neófito.
- La tercera parte es necesaria para la segunda y la segunda, para la primera, pero la más necesaria de todas y donde el filósofo se queda de verdad es en la primera. De ordinario, las personas invierten el orden. Se detienen exclusivamente en la tercera parte. Todo el trabajo, el estudio, el tiempo..., se quedan en la tercera parte, hablando y hablando y hablando, mientras se descuida la primera parte, que consiste en la práctica real. ¡Así pues, la gente miente..., pero luego es experta en explicar por qué no hay que mentir!
Así aprendí esta regla de oro, corroborada por el propio Epícteto: si quieres conocer si el maestro al que has confiado tu instrucción es bueno o malo (es decir, si es útil para ti), debes estudiar sus actos, no sus palabras.
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