"Vivimos una época verdaderamente terrible: los hijos han dejado de obedecer a sus padres y cualquiera escribe libros..." Ésta es una de las frases más populares, tan modernas y tan citadas hoy día, del sarcástico Marco Tulio Cicerón, autor de numerosas reflexiones que cualquiera que haya dispuesto de la oportunidad de estudiar ese idioma artificial llamado latín tiene en su mente gracias a la famosa imprecación contra Catilina, tan magníficamente representada en el cuadro de Cesare Maccari. "O tempora, o mores!", dijo también este gran orador y abogado de la Roma republicana. Es decir: "¡Qué tiempos, qué costumbres (tan detestables nos ha tocado vivir)!" Si eso opinaba él acerca de las circunstancias que estaba experimentando en aquellos días, no quiero ni imaginar las cosas que hubiera escrito de haber vivido en la nuestra. O no: vivimos una época de cobardes en la que resulta harto difícil mantener una postura crítica basada en la inteligencia, la razón, la coherencia y el valor personal ya que lo más corriente es tirar la piedra y esconderse a continuación en la masa o directamente en el anonimato.
Pero Cicerón tenía mucha razón: es una época terrible aquélla en la que cualquiera no sólo escribe sino que publica libros. Recuerdo (no sé cuántas veces lo he dicho ya, pero estas cosas hay que repetirlas periódicamente para que luego nunca nadie pueda interpretar las cosas a su manera) que soy partidario de la Libertad absoluta de pensamiento y acción del ser humano, siempre y cuando el ejercicio de la misma no devenga perjudicial para otros seres humanos o para el medio ambiente. De hecho, estoy convencido de que aquél que no se conduce bajo la bandera de la Libertad (acompañado, de paso, por otras virtudes concretas como la Conciencia, el Honor y el Humor) no es un ser humano propiamente dicho sino un ente humanoide de aspecto similar. Dicho lo cual, también recuerdo que llevo años recomendando a mis amigos y conocidos (sobre todo, a los que piensan que juntar letras es un ejercicio fácil) que escriban, que lleven al papel todo lo que les ocurra en su día a día o aquello que se les pase por la cabeza en un momento dado, ya que es un excelentísimo ejercicio privado para ordenar nuestras ideas y limpiar nuestro cerebro de basura informativa y podredumbres emocionales..., pero eso no significa que resulte interesante o incluso recomendable que semejante material vea la luz pública.
En contra del lugar común (y del horrendo vicio del igualitarismo ciego y amoral que contamina hoy la cultura humana en general), no creo que el libro en sí sea un objeto digno de atención y conservación por el mero hecho de ser un libro, de la misma forma que tampoco es cierto aquello de que todas las ideas son igual de respetables, con independencia de cuáles sean..., puesto que siempre habrá quien quiera aplicar al mundo real todo aquello que otro haya pensado y escrito, por necio, peligroso o ruin que sea su mensaje. Y si ese alguien dispone de cierto nivel de poder sobre sus contemporáneos, el desastre está asegurado. Con todos los respetos, no se puede comparar la belleza de los textos escritos por los grandes poetas o la utilidad práctica de aquéllos otros redactados por científicos y técnicos expertos en lo suyo con el odio, la envidia o la rabia que transmiten libros igualmente difundidos y populares que no aportan nada positivo a la humanidad aunque hagan millonarios a sus autores. El problema, como siempre, está en la discriminación. Es decir, la capacidad personal para seleccionar con criterio los libros que sí merece la pena leer e incluso guardar bajo siete llaves de los que son simple basura, por muy bien editados y publicitados que nos los presente la industria.
Un ejemplo, entre miles, es Hard Measures: How Aggresive CIA Actions after 9/11 Saved American Lives (Medidas duras: cómo las acciones agresivas de la CIA después del 11S salvaron vidas de americanos) firmado por el portorriqueño José A. Rodríguez, responsable nada menos que del programa de prisiones clandestinas e interrogatorios eufemísticamente bautizados como "aumentados" de la famosa agencia secreta norteamericana. Rodríguez, que aparece muy encorbatado y con mucha cara de malo en la portada de esta especie de memorias personales, se graduó como abogado en la Universidad de Florida y luego trabajó durante unos treinta años para la Agencia Central de Información, de la que se retiró no ha mucho siendo director del Servicio Nacional Clandestino. El nombre de su unidad ya sugiere muchas cosas, y no precisamente tranquilizadoras... En calidad de jefe del Centro Antiterrorista entre 2001 y 2007 fue el directo supervisor de todo tipo de operaciones de captura, detención e interrogatorio de aquéllos que se supone eran miembros clave de la red de Al Qaeda, a la que oficialmente se le colgó la responsabilidad por los dramáticos sucesos acontecidos el 11 de septiembre de 2001..., aunque como diría mi gato Mac Namara cualquier persona que haya examinado objetivamente los hechos llegue invariablemente a la misma conclusión: lo que ocurrió entonces de verdad fue muy diferente a lo que se nos dice que ocurrió.
En su libro, Rodríguez justifica la existencia de prisiones ilegales o black sites (lugares negros) de Estados Unidos en diversos países del mundo: auténticos limbos de detención y tortura donde desapareció un número indeterminado de personas (y muchas continúan desaparecidas) aún peores que la tristemente famosa cárcel de Guantánamo. The Washington Post publicó en 2005 los primeros artículos sobre estos gulag contemporáneos en Tailandia y en países del este de Europa como Polonia o Rumanía y posteriormente conocimos incluso los trayectos aéreos en los que eran trasladados los presos, varios de ellos a través de aeropuertos españoles. Para una organización del tipo de la CIA, los black sites poseen numerosos atractivos, el primero de los cuales es el hecho mismo de que nadie conozca su existencia oficial, con lo cual se puede actuar con total impunidad. Y, en caso de que algún periodista entrometido descubra algo y lo publique, tampoco se puede hacer gran cosa ya que se cuenta generalmente con el apoyo de la elíte gobernante en el país donde están instalados, en el que naturalmente no existe jurisdicción oficial (y por tanto no hay responsabilidad oficial) de los Estados Unidos.
Las denuncias de diversos periodistas sobre este asunto forzaron al entonces presidente norteamericano George Bush junior a reconocer la existencia de estos centros en septiembre de 2006 y al Parlamento Europeo a poner en marcha una investigación propia que en febrero de 2007 confirmó las alegres idas y venidas de los muchachos de la CIA y sus "paquetes" en cerca de 1.300 vuelos registrados a través del Viejo Continente. Ningún país europeo ha confirmado, por supuesto, haber alojado estos centros clandestinos de la CIA, aunque hay evidencias bastante claras en algunos de ellos. A día de hoy, todavía un grupo de europarlamentarios de la Comisión de Libertades Civiles, Justicia y Asuntos de Interior se pasea por diversos países (el último del que Mac Namara tiene noticia es Lituania) en busca de pruebas, aunque lo único que han conseguido de momento es constatar que "muchos Estados de la Unión Europea (ese "paraíso" de las libertades contemporáneas) ponen trabas a las investigaciones que se llevan a cabo sobre el tema." Lo cierto es que la cuestión se ha complicado de tal manera que según me contó mi gato conspiranoico muchas de las cárceles en tierra han sido sustituidas por buques mercantes..., o lo que parecen ser buques mercantes en constante e inofensiva navegación por las aguas no territoriales de los océanos del mundo. A bordo de estos barcos, cuya tripulación está compuesta por algo más que simples marinerotes, se puede esconder y torturar presos igual o mejor que tierra adentro.
Al amigo Rodríguez, sin embargo, no le gusta que se hable de "torturas" sino de "tácticas de interrogatorio realzado" o "aumentado"... Esto es como una persona que conocí que trabajaba en un faro y al que por cierto le encantaba su trabajo pero solía decir que él no era farero sino técnico especializado en señalizaciones marítimas. Bien, pues entre esas técnicas tan peculiares de interrogatorio figuran el ya comentado traslado secreto e ilegal de presos de un país a otro, la reclusión en solitario (absolutamente insoportable para tantas personas que carecen de vida interior porque no les gusta lo que ven dentro de sí mismas, pero una completa pérdida de tiempo para un fanático religioso que así puede pasarse el día rezando), la retirada de la ropa a los detenidos (un clásico de la humillación) y, hablando ya de cosas realmente serias, la privación del sueño (un método de tortura muy eficaz al cabo de unas 72 horas de media) y la asfixia controlada conocida como el submarino (del que se puede apreciar una de sus modalidades en la imagen que acompaña a este párrafo). Rodríguez incluso se indigna y se enfada cuando el actual presidente norteamericano Barack Obama (ese gran hipócrita que actúa como si nada de esto dependiera de él y como si no siguiera de hecho dependiendo en este mismo instante) califica públicamente el submarino como una "tortura" que además "es contraria a las tradiciones de Estados Unidos" (¡no me hagas reír, que tengo el labio partido!). El ex director del Servicio Nacional Clandestino declaraba, todo serio: "No puedo expresar el disgusto que mis colegas y yo sentimos por que el presidente de EE.UU. nos haya calificado de 'torturadores'".
Lo grande es que el propio Rodríguez está seguramente convencido de que actuó de la manera correcta, porque además insiste en que si se enfrentara a la misma situación volvería a actuar igual. En su opinión, la CIA hizo "lo que tenía que hacer y gracias a eso salvó vidas de americanos", es decir, de ciudadanos (norte)americanos, ya que "protegieron al pueblo de Estados Unidos". Además, recuerda que las técnicas utilizadas fueron "aprobadas en los niveles más altos del gobierno de EE.UU., certificadas por el Departamento de Justicia (¡de Justicia!) y sobre ellas se ha informado a los comités del Congreso que supervisan las actividades de inteligencia" cuyos miembros, en general, no dijeron nada sobre esto al ser informados. La hipocresía, como vemos, se extiende a toda la clase política norteamericana, no sólo al premio Nobel de la Paz (se me revuelve el estómago de pensarlo) que se sienta en la Casa Blanca.
Lo grande es que el propio Rodríguez está seguramente convencido de que actuó de la manera correcta, porque además insiste en que si se enfrentara a la misma situación volvería a actuar igual. En su opinión, la CIA hizo "lo que tenía que hacer y gracias a eso salvó vidas de americanos", es decir, de ciudadanos (norte)americanos, ya que "protegieron al pueblo de Estados Unidos". Además, recuerda que las técnicas utilizadas fueron "aprobadas en los niveles más altos del gobierno de EE.UU., certificadas por el Departamento de Justicia (¡de Justicia!) y sobre ellas se ha informado a los comités del Congreso que supervisan las actividades de inteligencia" cuyos miembros, en general, no dijeron nada sobre esto al ser informados. La hipocresía, como vemos, se extiende a toda la clase política norteamericana, no sólo al premio Nobel de la Paz (se me revuelve el estómago de pensarlo) que se sienta en la Casa Blanca.
Hay un detalle significativo más en este caso y es que una de las últimas órdenes importantes de Rodríguez antes de finalizar su carrera fue la de destruir cerca de un centenar de videos grabados durante los interrogatorios realzados de varios individuos considerados como cabecillas de Al Qaeda en una prisión tailandesa. Afirma que pidió instrucciones a sus superiores tras divulgarse mundialmente las imágenes de los abusos (por decirlo suavemente) de los soldados norteamericanos en la cárcel iraquí de Abu Graib. Todos recordamos las imágenes protagonizadas por esos monstruos, en apariencia seres humanos corrientes. Rodríguez reconoce que "sabíamos que, si algún día salían a la luz las fotos de los oficiales de la CIA aplicando las técnicas de interrogatorio realzado, la diferencia entre lo que es un programa legal, autorizado y necesario, y las insensatas acciones de algunos policías militares quedaría sepultada por el impacto de las imágenes".
En otras palabras: podía quedar demasiado claro para la opinión pública que la única diferencia entre el programa "legal" y "necesario" y la brutal diversión particular de un puñado de degenerados era el visto bueno oficial de los mandos superiores, que decidían a quién merecía la pena torturar y a quién no, porque podía poseer información útil. Si todo eso llegaba a la prensa internacional (ésta es una de las pocas razones por las que todavía me motiva mi trabajo como periodista en esta reencarnación: las contadas ocasiones en las que aún existe la posibilidad de contar al mundo algo de lo que está sucediendo realmente), Rodríguez sabía que "el daño propagandístico contra la imagen de Estados Unidos sería inmenso".
De la misma forma que la única diferencia entre José A. Rodríguez y algunos militares de Argentina, Sierra Leona, Serbia o cualquier otro país del mundo donde se han aplicado estas mismas técnicas "aumentadas" (y otras sobre las que no se ha hablado aquí) es el pasaporte en el cual figura su nombre, puesto que, si este tipo no hubiera sido un esbirro al directo servicio de la oscura Casa Blanca, su libro podría ser empleado para perseguirle, detenerle y juzgarle ante un tribunal, acusado de graves delitos. En ese caso, podríamos considerarlo un texto útil. Pero si la publicación sólo ha servido para justificar y defender una serie de actuaciones criminales amparadas por el poder, nos hallamos ante un texto absolutamente prescindible por malvado.
En otras palabras: podía quedar demasiado claro para la opinión pública que la única diferencia entre el programa "legal" y "necesario" y la brutal diversión particular de un puñado de degenerados era el visto bueno oficial de los mandos superiores, que decidían a quién merecía la pena torturar y a quién no, porque podía poseer información útil. Si todo eso llegaba a la prensa internacional (ésta es una de las pocas razones por las que todavía me motiva mi trabajo como periodista en esta reencarnación: las contadas ocasiones en las que aún existe la posibilidad de contar al mundo algo de lo que está sucediendo realmente), Rodríguez sabía que "el daño propagandístico contra la imagen de Estados Unidos sería inmenso".
De la misma forma que la única diferencia entre José A. Rodríguez y algunos militares de Argentina, Sierra Leona, Serbia o cualquier otro país del mundo donde se han aplicado estas mismas técnicas "aumentadas" (y otras sobre las que no se ha hablado aquí) es el pasaporte en el cual figura su nombre, puesto que, si este tipo no hubiera sido un esbirro al directo servicio de la oscura Casa Blanca, su libro podría ser empleado para perseguirle, detenerle y juzgarle ante un tribunal, acusado de graves delitos. En ese caso, podríamos considerarlo un texto útil. Pero si la publicación sólo ha servido para justificar y defender una serie de actuaciones criminales amparadas por el poder, nos hallamos ante un texto absolutamente prescindible por malvado.
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