El gran Hesíodo, al que algunos estudiosos han llegado a presentar como contemporáneo y rival nada menos que del gran Homero, escribió entre otras obras una de las más importantes y populares de la Antigüedad conocida, aunque hoy es prácticamente ignorada por la inmensa mayoría de la gente: la Teogonía. Traducido literalmente del griego, el título significa El origen de los dioses. Se trata de un texto apasionante, colección de himnos y poemas, en el que se resume y repasa el origen del cosmos y el linaje de las divinidades según las creencias vigentes entre los griegos hará unos tres mil años. Allí, como en Los trabajos y los días, también del mismo autor, encontramos una de las más ancianas referencias literarias a la Edad de Oro, ese período mítico en el que, según Hesíodo, el dios Saturno vivió entre los hombres y en consecuencia éstos gozaron de una vida "justa y feliz" de la cual jamás han vuelto a disfrutar.
Y no lo han hecho porque, aunque hoy se utilice esa expresión ("vivir una edad de oro") con el significado erróneo de una época de esplendor en alguna actividad concreta (de la literatura española, del Islam en el mundo conocido, del cine de Hollywood, de la música pop...), su significado real se relaciona sólo con un momento y sólo uno: aquél en el que todo empezó, cuando las cosas estaban cada una en su sitio, nuevas e inmaculadas, cuando el mundo era un recién nacido y todo estaba por ser estrenado. Nunca volverá a haber una Edad de Oro, con mayúsculas, sin que primero el mundo que nos rodea colapse a gran escala, sea completamente aniquilado y sus restos, centrifugados en la lavadora cósmica del Caos durante un tiempo indeterminado.
Sólo entonces alguna Fuerza Poderosa (tal vez la misma que creó esta realidad, tal vez otra) decidirá, por razones que ignoramos, intervenir y ordenar de nuevo ese "caos primigenio" del que nos hablan las antiguas tradiciones. Como un niño que inició una construcción con piezas de Lego y, después de conseguir un modelo demasiado complejo e incomprensible para seguir divirtiéndose con él, decide destruirlo, reducir todo al montón de piezas original, y empezar a montar algo diferente...
Las culturas más viejas que conocemos relatan la Historia de la Humanidad de una manera distinta a la que es dogma de fe en la religión científica imperante en la actualidad. Ninguna habla de progreso ni evolución, en el sentido en el que hoy se entiende el devenir de la especie Homo Sapiens, como una especie de crónica del hombre hecho de barro que es capaz de encaramarse por sí mismo hacia las estrellas..., sino más bien de lo contrario. En su relato mítico, casi todas siguen la misma estructura narrativa (lo cual debería hacernos reflexionar, de partida, cuando hallamos las mismas leyendas con nombres diferentes en los puntos más alejados del planeta). En primer lugar, algo
(un dios, muchos dioses, un ángel, un animal sagrado, una energía misteriosa o cualquier otro seudónimo para referirse a lo que antes califiqué de Fuerza Poderosa) implanta la vida y la conciencia en este planeta y lo hace prácticamente perfecto desde el principio. Es a esa época a la que se refiere la expresión Aurea aetas: el tiempo en el que los hombres tenían poderes y capacidades hoy desconocidas y vivían muchos más años que nuestros contemporáneos, los ríos eran de leche y miel, el león bebía agua junto al cordero..., y demás bucólicas imágenes transmitidas por la leyenda. En segundo lugar, sucede algún tipo de acontecimiento trágico: un pavoroso desastre natural que afecta a todo el mundo conocido, una colosal rebelión contra la jerarquía establecida sea ésta celeste o terrestre o ambas al mismo tiempo, un gravísimo pecado que marca a sangre y fuego a las generaciones humanas a perpetuidad... En tercer y definitivo lugar: la catástrofe rompe el ideal estado de cosas del principio y provoca a partir de entonces una progresiva degeneración de la creación.
Nuestros antepasados llegaron incluso a describir las sucesivas etapas del desmoronamiento del inicial estado de utopía, dividiéndolas en general en cuatro partes (el cuatro no es un número casual, como nunca nada lo es). Hesíodo, y cuantos vinieron tras él, hablaban de la Edad de Oro o de los Dioses, que dio paso a la Edad de Plata o de los Semidioses (un momento todavía dulce para la Humanidad, aunque ya inferior al precedente), que a su vez mutó en la Edad de Bronce o de los Héroes (un escalón por debajo de la anterior y en la que demasiadas cosas empezaban ya a ir mal) y finalmente la Edad de Hierro o de los Hombres (donde los aspectos negativos dominan todas las actividades y se anuncia el final del ciclo para, después del caos, volver a empezar). Cada una de estas etapas está subdividida a su vez en períodos más cortos, pero con el denominador común de la caída progresiva hacia niveles inferiores de existencia... Y no era ésta, insisto, una manera singular de entender el tiempo histórico. sino la forma más corriente y extendida de hacerlo. Un ejemplo equivalente y muy conocido es el de los Yugas o Eras descrito en Oriente por el Hinduísmo: Satya Yuga (Era de la Verdad o Era de Oro), Duapara Yuga (Segunda Era o Era de Plata), Treta Yuga (Tercera Era o Era de Bronce) y Kali Yuga (Era de la Disputa o Era de Hierro).
Para los aficionados a los datos, hay estudios concretos que recogen y comparan todo esto, como Las máscaras de Dios de Joseph Cambell (que compara mitologías de todo el mundo) o Hamlet's Mill (El molino de Hamlet) de Hertha von Dechend y Giorgio de Santillana (que analiza especialmente el asunto de la Edad de Oro con casi doscientas historias procedentes de una treintena de culturas antiguas)... Pero lo más curioso de esto es que la propia Ciencia desarrolló una teoría muy sólida que de alguna manera avala todas estas creencias: la que describe la entropía, tan importante para la conocida como segunda ley de la termodinámica, ya que permite calcular la parte de la energía que no puede emplearse para producir trabajo. La entropía (palabra también griega que curiosamente se traduce como transformación o evolución) aumenta con el desorden y éste es un factor creciente en nuestro universo material, teniendo en cuenta que siempre es más fácil (y por tanto más probable) que una situación se desmorone y acabe siendo destruida (incluso sin recibir un ataque directo) a que se mantenga o se ordene. Un ejemplo sencillo: podemos tardar apenas diez minutos en convertir nuestro hogar en un estercolero destrozando muebles, golpeando puertas y ventanas, tirando al suelo ropa y menaje, desperdigando el contenido de la basura, abriendo los grifos desmesuradamente para que todo se inunde... Y una vez consumado el desastre, ¿cuánto tardaríamos en reintroducir el orden, volver a poner cada cosa en su lugar y hacer habitable la casa? Bastante más de diez minutos: eso, seguro.
Sólo entonces alguna Fuerza Poderosa (tal vez la misma que creó esta realidad, tal vez otra) decidirá, por razones que ignoramos, intervenir y ordenar de nuevo ese "caos primigenio" del que nos hablan las antiguas tradiciones. Como un niño que inició una construcción con piezas de Lego y, después de conseguir un modelo demasiado complejo e incomprensible para seguir divirtiéndose con él, decide destruirlo, reducir todo al montón de piezas original, y empezar a montar algo diferente...
Las culturas más viejas que conocemos relatan la Historia de la Humanidad de una manera distinta a la que es dogma de fe en la religión científica imperante en la actualidad. Ninguna habla de progreso ni evolución, en el sentido en el que hoy se entiende el devenir de la especie Homo Sapiens, como una especie de crónica del hombre hecho de barro que es capaz de encaramarse por sí mismo hacia las estrellas..., sino más bien de lo contrario. En su relato mítico, casi todas siguen la misma estructura narrativa (lo cual debería hacernos reflexionar, de partida, cuando hallamos las mismas leyendas con nombres diferentes en los puntos más alejados del planeta). En primer lugar, algo
(un dios, muchos dioses, un ángel, un animal sagrado, una energía misteriosa o cualquier otro seudónimo para referirse a lo que antes califiqué de Fuerza Poderosa) implanta la vida y la conciencia en este planeta y lo hace prácticamente perfecto desde el principio. Es a esa época a la que se refiere la expresión Aurea aetas: el tiempo en el que los hombres tenían poderes y capacidades hoy desconocidas y vivían muchos más años que nuestros contemporáneos, los ríos eran de leche y miel, el león bebía agua junto al cordero..., y demás bucólicas imágenes transmitidas por la leyenda. En segundo lugar, sucede algún tipo de acontecimiento trágico: un pavoroso desastre natural que afecta a todo el mundo conocido, una colosal rebelión contra la jerarquía establecida sea ésta celeste o terrestre o ambas al mismo tiempo, un gravísimo pecado que marca a sangre y fuego a las generaciones humanas a perpetuidad... En tercer y definitivo lugar: la catástrofe rompe el ideal estado de cosas del principio y provoca a partir de entonces una progresiva degeneración de la creación.
Nuestros antepasados llegaron incluso a describir las sucesivas etapas del desmoronamiento del inicial estado de utopía, dividiéndolas en general en cuatro partes (el cuatro no es un número casual, como nunca nada lo es). Hesíodo, y cuantos vinieron tras él, hablaban de la Edad de Oro o de los Dioses, que dio paso a la Edad de Plata o de los Semidioses (un momento todavía dulce para la Humanidad, aunque ya inferior al precedente), que a su vez mutó en la Edad de Bronce o de los Héroes (un escalón por debajo de la anterior y en la que demasiadas cosas empezaban ya a ir mal) y finalmente la Edad de Hierro o de los Hombres (donde los aspectos negativos dominan todas las actividades y se anuncia el final del ciclo para, después del caos, volver a empezar). Cada una de estas etapas está subdividida a su vez en períodos más cortos, pero con el denominador común de la caída progresiva hacia niveles inferiores de existencia... Y no era ésta, insisto, una manera singular de entender el tiempo histórico. sino la forma más corriente y extendida de hacerlo. Un ejemplo equivalente y muy conocido es el de los Yugas o Eras descrito en Oriente por el Hinduísmo: Satya Yuga (Era de la Verdad o Era de Oro), Duapara Yuga (Segunda Era o Era de Plata), Treta Yuga (Tercera Era o Era de Bronce) y Kali Yuga (Era de la Disputa o Era de Hierro).
Para los aficionados a los datos, hay estudios concretos que recogen y comparan todo esto, como Las máscaras de Dios de Joseph Cambell (que compara mitologías de todo el mundo) o Hamlet's Mill (El molino de Hamlet) de Hertha von Dechend y Giorgio de Santillana (que analiza especialmente el asunto de la Edad de Oro con casi doscientas historias procedentes de una treintena de culturas antiguas)... Pero lo más curioso de esto es que la propia Ciencia desarrolló una teoría muy sólida que de alguna manera avala todas estas creencias: la que describe la entropía, tan importante para la conocida como segunda ley de la termodinámica, ya que permite calcular la parte de la energía que no puede emplearse para producir trabajo. La entropía (palabra también griega que curiosamente se traduce como transformación o evolución) aumenta con el desorden y éste es un factor creciente en nuestro universo material, teniendo en cuenta que siempre es más fácil (y por tanto más probable) que una situación se desmorone y acabe siendo destruida (incluso sin recibir un ataque directo) a que se mantenga o se ordene. Un ejemplo sencillo: podemos tardar apenas diez minutos en convertir nuestro hogar en un estercolero destrozando muebles, golpeando puertas y ventanas, tirando al suelo ropa y menaje, desperdigando el contenido de la basura, abriendo los grifos desmesuradamente para que todo se inunde... Y una vez consumado el desastre, ¿cuánto tardaríamos en reintroducir el orden, volver a poner cada cosa en su lugar y hacer habitable la casa? Bastante más de diez minutos: eso, seguro.
La ley de la entropía entra, así, en franca contradicción con la creencia hoy vigente de la linealidad histórica y de progeso de la Humanidad... Y se ha convertido en una dura enemiga de las teorías evolutivas, la más famosa de las cuales es esa absurda creencia de que el hombre desciende del mono. En realidad, Charles Darwin no dijo exactamente eso, por más que tantos que jamás han leído sus textos originales traten de ilustrar al resto de la Humanidad con la presunta "superioridad científica" de las hipótesis del errático británico. La idea darwinista original es que el hombre y el mono descienden de un homínido común, antepasado de ambos, y que la separación entre linajes se produjo por simple capricho evolutivo y no por una intervención divina. Siempre que vuelvo a esta teoría me pregunto qué demonios se entiende por "capricho evolutivo" (¿será un sinónimo de una fuerza divina y no nos hemos enterado?) y cómo es posible que algo así suceda realmente en un orden natural de las cosas en el que, como el propio Einstein dijo, "Dios no juega a los dados" porque supuestamente nada ocurre sin ninguna razón convincente. Y el hecho de que un animal empiece a adoptar comportamientos humanos de un día para otro requiere razones muy convincentes: resulta francamente infantil pensar que un día se puso de pie por casualidad y descubrió que prefería caminar sobre dos extremidades en lugar de hacerlo sobre cuatro, porque sí...
Las creencias darwinistas han recibido en todo caso otro duro golpe en los últimos días, tras los estudios aportados en una comparecencia pública por investigadores rusos del Instituto de Ecología y Evolución de la Academia de Ciencias de Rusia. Alexander Belov, uno de los investigadores responsables de estos informes, ha planteado que podríamos entender el proceso de la evolución en orden inverso al corrientemente aceptado: es decir, que los monos provengan de los humanos y no los humanos de los monos, porque "estos animales pueden representar en realidad el producto de la involución humana" (redescubriendo así lo que ya afirmaba el Popol Vuh, el antiguo libro sagrado de los mayas quichés, según el cual los monos eran los descendientes degenerados de la humanidad que precedió a la actual y que lograron salvarse refugiándose en los árboles más altos después de que su civilización fuera destruida por los dioses con una gigantesca inundación). Belov también ha planteado una tesis alternativa a partir de un detallado estudio de numerosos fósiles de cráneos, dientes, mandíbulas y otros huesos examinados por diversos arqueólogos: la posiblidad de que los monos y los Homo Sapiens fueran, a pesar de su parecido, ramas biológicas independientes y por tanto no vinculadas entre sí.
Otro científico ruso, Andrei Tyunyaev, que trabajó mano a mano con Anatoli Klesov, actualmente en la Universidad de Harvard, ha analizado el mapa de los asentamientos humanos en la superficie terrestre comparando datos antiguos con las nuevas bases de datos masivas y ha llegado a la conclusión de que, genéticamente, las poblaciones humanas en teoría procedentes de África no pueden ser los antepasados del resto de personas en el planeta. Tyunyaev, apoyado por Klesov, ha llegado a la misma conclusión que Belov: todas las informaciones de las que disponemos en este momento en el marco de la evolución humana parecen indicar que el Homo Sapiens "no ha hecho más que degradarse" o involucionar, en lugar de la creencia hoy tan extendida de que siempre ha seguido un camino ascendente. La verdad es que si echamos un vistazo a nuestro alrededor, nadie diría que el ser humano es una especie exitosa y destinada a la gloria sino todo lo contrario. Consideraré como un chiste muy malo que alguien se atreva a ensalzar nuestra sociedad contemporánea aludiendo al progreso tecnológico cuando por todas partes vemos guerras, hambre, contaminación, desempleo, envidias, estafas, depresiones y tantos otros ingredientes de una sopa que amenaza con envenenarnos y destruirnos más pronto que tarde sin darnos tiempo a recuperar la Edad de Oro que tanto añoraron nuestros ancestros...
Además, los científicos rusos han insistido en un punto especialmente importante: a pesar de los miles de millones de dólares invertidos durante tantos decenios removiendo toneladas de tierra en todo el mundo, nadie ha logrado todavía encontrar al presunto antepasado común de hombres y monos que confirmen las teorías de Darwin que, a día de hoy y mal que le pese a tanto erudito a la violeta suelto por ahí, siguen siendo eso: teorías. Las más aceptadas por la mayoría de científicos, pero teorías al fin y al cabo.
Las creencias darwinistas han recibido en todo caso otro duro golpe en los últimos días, tras los estudios aportados en una comparecencia pública por investigadores rusos del Instituto de Ecología y Evolución de la Academia de Ciencias de Rusia. Alexander Belov, uno de los investigadores responsables de estos informes, ha planteado que podríamos entender el proceso de la evolución en orden inverso al corrientemente aceptado: es decir, que los monos provengan de los humanos y no los humanos de los monos, porque "estos animales pueden representar en realidad el producto de la involución humana" (redescubriendo así lo que ya afirmaba el Popol Vuh, el antiguo libro sagrado de los mayas quichés, según el cual los monos eran los descendientes degenerados de la humanidad que precedió a la actual y que lograron salvarse refugiándose en los árboles más altos después de que su civilización fuera destruida por los dioses con una gigantesca inundación). Belov también ha planteado una tesis alternativa a partir de un detallado estudio de numerosos fósiles de cráneos, dientes, mandíbulas y otros huesos examinados por diversos arqueólogos: la posiblidad de que los monos y los Homo Sapiens fueran, a pesar de su parecido, ramas biológicas independientes y por tanto no vinculadas entre sí.
Otro científico ruso, Andrei Tyunyaev, que trabajó mano a mano con Anatoli Klesov, actualmente en la Universidad de Harvard, ha analizado el mapa de los asentamientos humanos en la superficie terrestre comparando datos antiguos con las nuevas bases de datos masivas y ha llegado a la conclusión de que, genéticamente, las poblaciones humanas en teoría procedentes de África no pueden ser los antepasados del resto de personas en el planeta. Tyunyaev, apoyado por Klesov, ha llegado a la misma conclusión que Belov: todas las informaciones de las que disponemos en este momento en el marco de la evolución humana parecen indicar que el Homo Sapiens "no ha hecho más que degradarse" o involucionar, en lugar de la creencia hoy tan extendida de que siempre ha seguido un camino ascendente. La verdad es que si echamos un vistazo a nuestro alrededor, nadie diría que el ser humano es una especie exitosa y destinada a la gloria sino todo lo contrario. Consideraré como un chiste muy malo que alguien se atreva a ensalzar nuestra sociedad contemporánea aludiendo al progreso tecnológico cuando por todas partes vemos guerras, hambre, contaminación, desempleo, envidias, estafas, depresiones y tantos otros ingredientes de una sopa que amenaza con envenenarnos y destruirnos más pronto que tarde sin darnos tiempo a recuperar la Edad de Oro que tanto añoraron nuestros ancestros...
Además, los científicos rusos han insistido en un punto especialmente importante: a pesar de los miles de millones de dólares invertidos durante tantos decenios removiendo toneladas de tierra en todo el mundo, nadie ha logrado todavía encontrar al presunto antepasado común de hombres y monos que confirmen las teorías de Darwin que, a día de hoy y mal que le pese a tanto erudito a la violeta suelto por ahí, siguen siendo eso: teorías. Las más aceptadas por la mayoría de científicos, pero teorías al fin y al cabo.
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