Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 28 de febrero de 2014

Nos, vikingos

El Museo Británico inaugura dentro de pocos días una de sus muy interesantes exposiciones temporales (más allá de la muy interesante colección permanente, forjada con el saqueo y expolio de tantos países a lo largo de los siglos) dedicada al mundo vikingo. Presentará así de paso la nueva galería Sainsbury, construida especialmente para este tipo de muestras. Ahí podremos ver algunos objetos interesantes, incluyendo los restos del barco de Roskilde, el fiordo danés, minuciosamente reconstruidos por los expertos a partir del pecio original perteneciente muy posiblemente a la época de Canuto el Grande. Aunque se centrará en el período comprendido entre los siglos VIII y XI, según el Museo se trata de mostrar a los vikingos "en un contexto global a partir de sus numerosos contactos culturales por sus incursiones y pillajes". Tiene cierta gracia que el principal museo de un pueblo de piratas como es el inglés (en parte descendiente por cierto de vikingos) organice una exposición sobre otro pueblo calificándole precisamente de pirata...

Claro que el tema no es novedoso: los vikingos, como casi todos los pueblos europeos del centro y el norte del Viejo Continente han sido sistemática y secularmente denigrados, despreciados y ninguneados durante siglos por los "productores de cultura". La imagen que se ha trasladado al mundo, y en especial a los propios europeos descendientes de estos guerreros y aventureros nórdicos, es que más les vale ocultar su linaje para no avergonzarse de tener que descender de un grupo de salvajes, ladrones, violadores y asesinos cuya actividad favorita era blandir hachas para matar indiscriminadamente mientras asustaban a sus víctimas con sus cascos con cuernos como diablos. Nada que ver con los "civilizados" y "ejemplarizantes" pueblos del sur..., cuyos salvajismos, robos, violaciones y asesinatos son edulcorados una y otra vez y camuflados como epopeyas culturales. Por poner un ejemplo, a ningún clan vikingo se le pasó jamás por la cabeza hacer con un enemigo lo que el "educado" Senado de Roma hizo con Cartago, adversario principalísimo en la época de la república: una vez destruida la ciudad, los legionarios romanos sembraron con sal sus escombros para garantizar la muerte de la tierra sobre la que había sido levantada y que nunca más pudiera ser reconstruida. 

En el caso de los vikingos (que por cierto no usaban cascos con cuernos, completamente absurdos en un combate,  y peleaban más con espadas y lanzas, porque el hacha es un arma incómoda más bien útil para cortar árboles), no es corriente oír hablar de sus extraordinarias dotes como (además de piratas, sí) exploradores, navegantes, comerciantes y colonizadores. Dotes con las cuales fundaron ciudades como Dublín, poblaron y controlaron grandes territorios para crear el germen de lo que acabaría siendo Rusia e incluso se establecieron al otro lado del Atlántico mucho antes del descubrimiento oficial de América. Nadie comenta la brillante capacidad 
artística de una gente que creó asombrosos y bellos diseños desde la joyería hasta la simple talla de madera. No se menciona su valentía ni su lealtad, demostradas mil veces (los propios emperadores de Bizancio confiaron durante siglos su seguridad personal a la Guardia Varega compuesta por vikingos y representada en este manuscrito de la imagen, en lugar de tomar a su servicio a sus traidores compatriotas). Por supuesto, nadie toma en serio su sentido del humor, uno de sus principales signos de identidad: un humor oscuro, muy similar al tradicional humor negro español que venía dado por las duras condiciones de su existencia y que les hacía sonreír y bromear más cuanto mayor fuera el peligro al que se enfrentaban (los antiguos relatos cuentan cómo, justo en los momentos más complicados, no falta un vikingo que haga un chiste o al menos exprese en voz alta una reflexión irónica ante el riesgo).

Tampoco se comenta su estilo de vida, bastante sano en comparación con el de otros pueblos supuestamente por encima en su época, como demuestra por ejemplo el hecho de que el peine y el cepillo de dientes fueran dos de las pertenencias personales más corrientes en su equipaje cuando partían en una expedición. Naturalmente, está casi prohibido hablar de su estructura política, muy parecida a la alabadísima democracia de los antiguos griegos y que se basaba en el Thing o Althing: la Asamblea Vikinga. Los jefes y hasta los
 reyes eran escogidos por sus hombres gracias a sus cualidades y nadie retenía durante mucho tiempo el poder si no era capaz de demostrar a sus electores que lo merecía, mientras en el sur se sucedían las dinastías de reyes o, más a menudo, de tiranos, aislados del grueso del pueblo y apoyados en una creciente estructura burocrática y militar de autoprotección. Y ya no hablo del respeto a la mujer, prácticamente igual en derechos al hombre, en una época en la que en el Mediterráneo la mujer se hundía más y más en la miseria religiosa, filosófica y económica, convertida en una "criatura demoníaca y tentadora", en todo caso bajo la custodia y hasta propiedad de facto de la parte masculina de la familia.

Todo esto, por no hablar de sus aportaciones, en forma de cuentos, canciones, tradiciones y costumbres, al edificio cultural europeo, cuya fuerza aún persiste tanto tiempo después como pude comprobar en persona hace ya unos años con motivo de un festival de cuentacuentos en un centro educativo. Por 
motivos que no vienen al caso, me vi convertido en uno de los responsables de contar una historia "entretenida y con valores" a varias decenas de chavales de corta edad, junto con sus respectivos profesores. Mis predecesores en la tarea se dedicaron, con mayor voluntad y entusiasmo que habilidad narradora, a los "clásicos" (que tienen su propia y muy interesante lectura secreta, como ya sabemos) del estilo de Blancanieves, Caperucita Roja y demás. Yo había decidido contar la aventura de Thor en la Tierra de los Gigantes, un cuento popular de las sagas escandinavas y de hecho uno de mis favoritos. Para introducir y justificar mi "desviación" de la línea general de cuentistas, empecé a explicar que Europa es completamente incomprensible si no la concebimos como una bicicleta con dos ruedas, cada una de ellas tan importante como la otra: la tradición mediterránea y la tradición atlántica. Ambas son igual de poderosas (aunque nos hayan hecho creer que podemos ir por la vida en monociclo, tan sólo con la mediterránea) y complementarias a la hora de llegar a entender lo que somos los europeos y qué pintamos en el mundo...  Pero pronto comprobé con cierta decepción que apenas un porcentaje diminuto de mis oyentes me hacía caso (poco), mientras el resto aprovechaba mi explicación para charlar animadamente entre sí. 

Así que me dejé de filosofías y comencé a contar la aventura en la que Thor y sus compañeros llegan al castillo donde vive el rey de los gigantes y contra cuyos campeones compiten en una especie de primitivos juegos olímpicos. A pesar de las buenísimas marcas de los protagonistas, sus titánicos rivales ganan en todas las pruebas hasta el punto de humillarles. Sólo al final del relato, el rey de los gigantes revelará que, en realidad, lo que han hecho ha sido engañarles porque sabían que no podrían vencer a los viajeros de Asgard. Y así, le explica lo sucedido competición por competición, incluyendo una de las escenas más divertidas: cuando Thor, sediento, exigió un cuerno de cerveza. Los colosos le proporcionaron uno, no excesivamente grande, y le dijeron que cualquiera de ellos se lo terminaría de un trago, aunque las mujeres y los niños gigantes necesitarían dos tragos. El hijo de Odín se rió y, asegurando que ningún ser vivo bebía tanto como él, tomó el cuerno y comenzó a trasegar su contenido. Tras varios minutos bebiendo, el cuerno todavía contenía la salada y desagradable cerveza de los gigantes y él se había quedado sin aire. Rabioso, se vio obligado a hacer una pausa antes de intentarlo de nuevo. Tampoco a la segunda consiguió apurar el cuerno. Ni siquiera en un tercer intento: apenas logró hacer disminuir su contenido cuando, decepcionado, se declaró perdedor. El rey de los gigantes le explica ahora que el cuerno estaba secretamente conectado con el océano así que era imposible que se hubiera podido beber toda la cerveza que en realidad era..., agua salada. Aún así, dice estar sorprendido y admirado por la capacidad de Thor para ingerir líquido: sus tres largos tragos habían hecho descender el nivel del mar, creando el fenómeno de las mareas, que antes de este suceso no existían. 

Cuando terminé de contar la historia, descubrí con satisfacción que reinaba un silencio enorme en la sala donde había hecho revivir una vez más a Thor y compañía, igual que los antiguos escaldos. Durante un breve instante (ante de que la audiencia recuperara la respiración y me felicitaran por mi relato y demás) reflexioné sobre el poder impregnado en el relato que, al comenzar a fluir, había hecho callar a mi antes díscolo público y supe que, entre aquellas 
caritas que me observaban buscando recuperar las imágenes mitológicas que se habían apoderado de ellos durante la narración y que ya empezaban a echar de menos a medida que el silencio ocupaba el lugar de la palabra, había más de uno que se sentía herido en lo más hondo. Herido por la flecha del conocimiento. De repente habían descubierto un mundo del que nadie les había hablado hasta entonces pero que habían reconocido de inmediato como suyo porque, por cierto, era realmente suyo, pertenecía a su herencia genética y cultural como europeos. Esos niños, lo intuí al instante, crecerían a partir de entonces fascinados por la mitología vikinga, nórdica, por su manera de ver y entender la existencia, ansiosos por leer más, conocer más, saber más. Buscarían, a partir de entonces, sanar la herida que no sana una vez abierta, porque por mucho conocimiento que uno sea capaz de acumular, nunca es suficiente. 

Por lo demás, hace bien poco tuve ocasión de comprobar de nuevo hasta qué punto los "productores de cultura" siguen riéndose de los vikingos y de sus descendientes. Sucedió en la ciudad británica de York donde días atrás se ha celebrado un llamado Festival Vikingo, que no es otra cosa que una excusa para emborracharse y vender camisetas y tazas de café con sobreimpresiones de frases presuntamente ingeniosas. Allí, unos autoproclamados "expertos" del Jorvik Viking Center encabezados por Danielle Daglan, directora del festival, habían convocado a un número elevado de ilusos e ignorantes prometiéndoles nada menos que el Ragnarök para el pasado sábado 22 de febrero. Hacían alusión a una oscura profecía firmada en el siglo XIII por Snorri Sturluson (autor, entre otras imprescindibles obras, de la conocida 
como Edda Menor) y al sonido del cuerno Gjallarhorn. Este poderoso y místico instrumento estaba en poder de Heimdallr, el Dios Blanco y Guardián de Bifrost, el que tiene un oído tan fino que puede oír cómo crece la hierba y la lana en los corderos. Su misión es tocarlo con fuerza para avisar a los dioses de Asgard y a todo su ejército de Einherjar que ha llegado el momento de enfrentarse a la invasión de Loki, Fenrir, Hel, los gigantes y demás monstruos de la oscuridad. Será la última batalla para casi todos: la de Ragnarök o del Destino de los Dioses. En la edición anterior del Festival Vikingo de York, unos fantoches vestidos ad hoc hicieron sonar una supuesta reproducción de Gjallarhorn y a continuación decretaron que quedaban cien días para que esa batalla se reprodujera y se terminara el mundo. Decía Daglan: "en los últimos dos años ha habido numerosas predicciones pero el sonido del cuerno es el indicador más obvio de que el fin del mundo está cerca"...

Y aquí estamos: no parece que el Ragnarök se haya producido o tenga mucha intención de hacerlo. Hay un hecho (otro) que se obvia respecto a los vikingos y en general las creencias de los pueblos atlánticos europeos: para ellos no existía la expresión Fin del Mundo, porque el Apocalipsis es un concepto de origen oriental, importado del Este del Mediterráneo. En Europa, el concepto más importante era muy otro: el de la eternidad. Nuestros antepasados aceptaban la muerte con dignidad y hasta con alegría porque ya entonces sabían que no era el final, que de hecho no existe el final para  todo aquel hombre (o mujer) que ha conquistado la nobleza interna. El mundo podrá ser destruido, pero luego será reconstruido otra vez: una y otra vez, eternamente. Y los hombres y mujeres dignos lo poblarán también eternamente. Ni siquiera el Ragnarök equivale al final de todo, sino sólo al de los dioses (es su destino) y de sus enemigos, pues unos sin los otros no pueden existir. Es más: después de la batalla, las leyendas vikingas cuentan que habrá algunos sobrevivientes, entre ellos los hijos de Thor, que se encargarán de repoblar la Tierra durante un período de paz y tranquilidad, una nueva Edad de Oro.
¿Quién puede tener miedo de algo, sabiendo eso?




viernes, 21 de febrero de 2014

Descubre la mentira

Nunca creí que pudiera acabar recomendando un libro elaborado por un grupo de ex agentes de los servicios secretos norteamericanos pero, como dice el viejo refrán, "no se puede decir de este agua no beberé ni este cura no es mi padre". Estoy terminando Descubre la mentira publicado en España por la editorial Sirio en el que tres miembros de la CIA (dicen que cuando has estado en esta organización nunca estás completamente fuera de ella) Philip Houston, Michael Floyd y Susan Carnicero (no sé cuál de los tres apellidos me inspira más: Houston, tenemos un problema; estoy colgado, Pink Floyd o ¡Carnicero!) ayudados por un periodista en su día a sueldo de la NSA, Don Tennant, explican lo que han bautizado como El Modelo. Se trata de una forma específica de interrogatorio que, afirman, resulta infalible para descubrir cuándo una persona dice o no la verdad. Lo perfeccionaron durante su vida laboral con sospechosos de diversos crímenes y, muy al paranoico estilo yankee, proponen aplicarlo (me creo que ellos mismos lo hagan en su vida diaria) en cualquier momento y con cualquier persona: ¿tengo que creer lo que dice mi pareja cuando asegura que no me engaña con otro?, ¿dice la verdad mi hijo cuando afirma que no se droga?, ¿puedo dar credibilidad a la promesa de mi jefe de subirme el sueldo? 

En ese sentido, más que un mero texto para pasar el rato parece un manual técnico y seguramente está redactado a partir de la versión básica del curso con el que los autores han formado a multitud de agentes de distintos cuerpos y fuerzas de seguridad en los Estados Unidos. La verdad es que el libro es muy ilustrativo respecto a los diferentes tipos de mentiras que existen y cómo desnudarlas. Por ejemplo, explican el porqué del "genial juramento"
 (así lo describen) que se emplea con los testigos que testifican ante la ley y que tantas veces hemos visto representado en secuencias cinematográficas: "¿Jura solemnemente decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?". Resulta que esta pregunta tiene más sentido de lo que parece ya que "todas las mentiras que se han dicho o se dirán entran en estas tres categorías o estrategias" por las que se pide jurar:

1º) Las mentiras de comisión. O sea, las descaradas, las que se dicen sin inmutarse escondiendo lo que ha ocurrido con una mentira absoluta. La parte del juramento que se corresponde es la de "...decir la verdad...". Por ejemplo: "no he robado los 400 euros que tenías en la cartera" (cuando sí lo he hecho).

2º) Las mentiras de omisión. Se refiere no a lo que la persona dice sino a lo que no dice: una forma más cómoda de ocultar lo que ha pasado porque no es necesario asumir una versión completamente falsa. La parte es "...toda la verdad...". Por ejemplo: "a la hora en la que dices que te robaron en tu despacho yo estaba con diez o doce personas en la sala de al lado" (pero me callo que no estuve todo el rato con ellas: de hecho aproveché que había tanta gente para escabullirme un momento con la excusa de ir al wc, robarte y volver rápidamente a la reunión antes de que alguien se diera cuenta o le diera importancia al hecho de que había salido).

3º) Las mentiras de influencia. Especialmente peligrosas porque no lo parecen: se presentan como una cobertura de la realidad, capaz de desviar nuestra atención hacia algo que influye en la imagen que nos hacemos del mentiroso, de manera que nosotros mismos acabamos buscando disculpas para incriminarle. La parte es: "... y nada más que la verdad...". Por ejemplo: "Soy un tipo trabajador y buen compañero, me conoces desde hace diez años, ¿de verdad crees que he podido hacerlo?" (se puede ser trabajador y buen compañero durante toda la vida, pero eso no quita para no caer en la tentación o en la necesidad de robar en un momento determinado, pese a lo cual soy tan descarado que trato de manipularte moralmente reprochándote que te atrevas a juzgar mi curriculum en apariencia impecable).

Houston, Floyd y Carnicero (y Tennant) nos facilitan también algunas pistas acerca de los comportamientos verbales engañosos que emplea la gente cuando dice alguna mentira, si bien recomiendan, como todos los estudiosos de este tipo de asuntos, analizar en profundidad la comunicación no verbal que, de hecho, es el 90% de la que empleamos habitualmente por más que los neófitos crean que lo único importante es manejar bien la palabra. Entre esos comportamientos figuran la falta de respuestas (si preguntas algo a alguien y éste no te contesta directamente, es por una razón..., y la mentira es una buena) y los problemas de negación (si no hay una negación explícita y rotunda ante una pregunta claramente formulada, es porque tu interlocutor no quiere asumir toda la información que conlleva confirmarte la respuesta). Entre los problemas de negación hay algunos muy característicos como la repetición de la pregunta (¿por qué alguien que miente repite la pregunta que se le hace en lugar de contestarla? Dicen los expertos que para ganar tiempo mientras piensan en una respuesta apropiada), las declaraciones que no son respuestas (es algo parecido a la categoría anterior..., aquí mencionan una de esas contestaciones características del periodismo y la política: "me alegro de que me haga esa pregunta") o la invocación a la religión (en cuanto alguien saca a relucir a su dios, sea el que sea, en una contestación -al estilo "Juro por Dios que esto sucedió como lo cuento"-, hay que sospechar automáticamente porque, afirman, se trata de una forma extrema de lo que los psicólogos llaman "embellecer la mentira".

En cuanto al Modelo en sí, es bastante sencillo. Según apuntan, posee un principio estratégico y dos directrices elementales. El principio estratégico es que si quieres saber si alguien está mintiendo, lo primero que debes hacer es ignorar y no procesar el comportamiento sincero (básicamente, para no dejarte confundir por la tinta de calamar que esparcimos tan bien). Las directrices elementales son tiempo y agrupamiento. Respecto al tiempo, hay que ver y escuchar con suma atención las declaraciones del presunto mentiroso a fin de descubrir la primera conducta engañosa que se produzca durante los cinco segundos transcurridos desde que se le proporciona el estímulo, es decir, desde que se le pregunta. ¿Por qué cinco y no diez o treinta? Está relacionado con la media de velocidad que empleamos al hablar y también con la velocidad con la que pensamos antes de hacerlo. Respecto al agrupamiento, éste se define como una combinación de dos o más indicadores de engaño, verbales o no. Si, como respuesta al estímulo pregunta se obtiene un solo comportamiento engañoso, hay que ignorarlo pues la gente tiende a hacer cosas por razones muy distintas y podría ser consecuencia de una mentira importante para el caso o no. Lo importante es combinar adecuadamente ambas directrices. Si se tienen estos factores en cuenta, afirman los autores que hay un altísimo porcentaje de descubrir al mentiroso, y facilitan numerosos ejemplos de casos reales.

Por mi propia naturaleza, de todas formas, echo de menos un tipo de mentiras muy concreto: las que nos contamos a nosotros mismos. Sería interesante disponer también de un Modelo para descubrir nuestros autoengaños y desmantelarlos pues, si existe una mentira peligrosa, es aquélla instalada como idea y mandato en nuestra mente con la apariencia de verdad y que nos hace creer que nos lleva hacia un lado cuando lo cierto es que estamos yendo para el contrario. Recientemente tuve ocasión de asistir a un acto a medias institucional a medias periodístico en el que hacía acto de presencia parte de la Familia Real Española. Cierta persona que trabaja conmigo tuvo la misma oportunidad, aunque la buscó ella porque estaba fuera de su horario laboral. Lo curioso es que desde que conozco a esa persona la he escuchado repetir varias veces que se siente republicana y que hay que echar de España a los Borbones y a cualquier otra dinastía, destruir la monarquía y devolver el poder al pueblo..., y el resto de lugares comunes en estos casos. Pero durante la visita se las arregló para ubicarse en un lugar que inicialmente no le correspondía para cruzarse en el camino de estos personajes y tener la oportunidad de saludarlos personalmente y estrechar su mano. Salió muy feliz de la experiencia y hablando maravillas de esta "gente tan maja".  Si hubiera sido republicana de verdad, ni siquiera se habría tomado la molestia de asistir a este acto o quizás habría aprovechado su situación para, una vez cara a cara con ellos, recriminarles o criticarles personalmente. 

La anécdota es un poco infantil pero el concepto que subyace tras ella no lo es en absoluto. ¿Cuántos proyectos nos han salido mal, en cuántas relaciones hemos fracasado, por qué no somos capaces de conseguir lo que deseamos..., mientras seguimos convencidos (y podríamos jurarlo sobre cualquier libro sagrado) de que hemos hecho todo lo correcto para tener un éxito que siempre se nos escapa? Creemos enviar a nuestro ejército de esfuerzos, ideas, emociones, trabajo y entusiasmo a la conquista de nuestros objetivos, pero hay un traidor dentro de nosotros que nos miente, cambia los planes de asalto y termina convirtiendo cada expedición en un rotundo fracaso. Si fuéramos capaces de identificar y encarcelar a ese eterno mentiroso, nuestra vida cambiaría a mejor radicalmente..., pero no lo hacemos. Para empezar, porque no solemos reconocer su existencia en nuestro interior.

También podríamos hablar de la Mentira Suprema, o sea: el mismo mundo en el que vivimos. Ése que para tantos homo sapiens es equivalente a la única, verídica y tangible realidad existente..., a pesar de que sabios e iniciados de todas las épocas nos han revelado que lo que creemos sentir durante nuestro paso por esta vida no es más que maya o ilusión. Pero esto es ir demasiado lejos, por supuesto. 

Descubre la mentira es un entretenido y práctico reglamento de normas aplicable sólo dentro del Gran Juego. Útil para moverse con sus personajes, pero nada más. Y nada menos.










viernes, 14 de febrero de 2014

Vuelta a los clásicos

El homo sapiens no tiene ni idea de lo que es ni de lo que está haciendo en este planeta: hoy, menos que nunca. Vive sumido en una ignorancia suicida de la que apenas es consciente y, lo que es peor, no le interesa gran cosa cambiar la situación. ¿Para qué? A pesar de sus constantes berridos exigiendo información y libertad y su bravuconeo utópico en torno a las Grandes Palabras, la mayoría de antropoides disfrazados de seres humanos que se pasean por la Tierra se sienten, en general, muy cómodos en su papel de simples comparsas sin grandes compromisos. "Que me digan lo que tengo que hacer, que ya lo haré"(eso sí, después de protestar y quejarme un poco, para que quede claro que si lo hago, al final, es porque yo "quiero"). Asumen este papel pasivo porque tienen miedo a las obligaciones, el cambio y el sufrimiento y, aún más, a las responsabilidades serias y al éxito. Cada uno de ellos se percibe a sí mismo como uno más dentro de un colosal engranaje que le dicta a diario cómo se supone que son las cosas y que le exprime sus fuerzas tanto positivas como negativas, sin posibilidad alguna de intervenir sobre su propio destino. Lo cierto es que, vista desde fuera con ojos corrientes, esa maquinaria tiene aspecto de ser invulnerable, a pesar de que la Historia nos ofrece ejemplos de verdaderos seres humanos (el paso siguiente al homo sapiens vulgar) que supieron afrontar el desafío y forzarla. En alguna ocasión, incluso, casi destruirla... 

Por cierto que la misma Historia (las partes que nos han dejado conocer oficialmente, al menos) nos demuestra que quien la hace no es el azar, ni los grandes grupos humanos, ni siquiera las grandes ideas o conceptos..., sino los individuos. Jamás hubiese habido expedición militar griega alguna hasta la India si no hubiera existido Alejandro Magno, de la misma forma que el islamismo no constituiría hoy amenaza alguna si nunca hubiera nacido Mahoma o que probablemente el autor de estas líneas habría fallecido por culpa de cualquier enfermedad si Alexander Fleming tampoco hubiera venido al mundo. Son individuos concretos (algunos los conocemos, otros han sido cuidadosamente escondidos a nuestros ojos por diversos intereses) los que hacen avanzar a la Humanidad, más que ésta en su conjunto.

Por eso son tan importantes los ejemplos humanos para el conjunto de la población. Un explorador e incluso un conquistador que descubra nuevas tierras (o nuevos planetas) inspirará a muchas otras personas que querrán emular las cualidades positivas de su imagen: la valentía, la fortaleza, la capacidad de sacrificio, la preparación científica necesaria para afrontar el desafío... También habrá una serie de personas atraídas por aspectos menos nobles, como la fama que le acompañará si tiene éxito o la riqueza que podría hallar en su expedición, pero éstas últimas serán las menos: las almas poco nobles prefieren medrar en actividades de menor riesgo y que requieran un nivel de iniciativa muy limitado. Así que hay, siempre ha habido, una serie de perfiles que durante siglos inspiraron a nuestros antepasados a superarse a sí mismos. Hubo un Julio César porque previamente hubo, justo, un Alejandro Magno, de la misma forma que hubo un Kepler porque antes hubo un Copérnico o un Beethoven porque antes hubo un Mozart. 

Este concepto lo entendió muy bien la Iglesia Católica que desde muy temprano momento puso en marcha su propia versión de vidas ejemplares enalteciendo el martirio y a menudo el fanatismo de algunos de sus primeros seguidores, con el objetivo de alimentar la imitación de este carácter. Lo copió de sus grandes rivales y enemigos (enemigos porque ella quiso): los sabios de la Antigüedad, servidores y maestros de las Escuelas de Misterios, cuya educación cultural y científica, su fortaleza de carácter y su preparación espiritual entre otros valores les hicieron ser queridos y respetados por la mayor parte de nuestros antepasados (y temidos por aquéllos cuya única mira en el mundo es acumular riqueza y poder personal).

La falta de ejemplos positivos es una de la causas más importantes por las que nuestra sociedad contemporánea se halla en estado de descomposición, desmoronándose cada vez con mayor rapidez gracias a los modelos que los grandes medios de comunicación nos meten por los ojos un día tras otro como sumamente deseables: el vividor que gana una millonada por el simple expediente de injuriar y difamar a otros como él en un programa de televisión, la mujer dispuesta a sacrificarlo todo por tener un cuerpo físico 10 que le permita explotarlo sexualmente y así conseguir cuanto desea, la persona perteneciente a una familia desestructurada o de ambiente marginal pero cuya vida se presenta como "original" y "apasionante", el especulador financiero al que no le importa arruinar a miles de personas a cambio de asegurar su acceso a la elìte social y económica...  Es muy significativo que en las películas que se ruedan hoy día tanto para el cine como  para la televisión, el rol de personaje valiente, sincero, buena persona..., que caracterizaba tradicionalmente al héroe del argumento ha dejado paso a otro tipo de protagonista mucho más oscuro, ambiguo y moralmente cuestionable. En un elevado número de producciones, la diferencia entre el "bueno" y el "malo" de la historia es cada vez más reducida hasta el punto de que a menudo no queda demasiado clara. A veces, el "bueno" lo es porque al final resulta vencedor en el enfrentamiento con su rival, no porque resulte superior a éste desde un punto de vista de cualidades o virtudes.

En tiempos como éstos nos convendría quizá detener un instante nuestra enloquecida carrera hacia ninguna parte, respirar hondo y reflexionar no sólo dónde estamos sino, mucho más importante, dónde queremos estar. Como dice aquel sabio refrán, "ninguna dirección es buena si uno no sabe a dónde va". En ese momento de calma y recogimiento, podríamos llegar a la conclusión de que deberíamos recuperar la Filosofía: esa ciencia suprema para nuestros antepasados, que ha sido progresivamente arrinconada durante los últimos siglos a medida que ciertas fuerzas oscuras han transformado lo que durante mucho tiempo sirvió como una guía para la vida en una tan aburrida como inútil colección de mamotretos redactados por gentes pagadas de sí mismas y aficionadas a especular sobre el sexo de los ángeles.

Como no todo está perdido (por supuesto que no, pero hay que luchar por ello si de verdad queremos conservarlo), el espíritu que late en el fondo de parte de los homo sapiens (y que lucha por liberarse de las cadenas para ayudarles a sublimarlos e ir más allá de la maquinaria) anima diversas iniciativas de interés como la que en el Reino Unido desarrolla el periodista y escritor Jules Evans, uno de los principales impulsores del llamado London Philosophy Club, y cuyo objetivo es reunir a todo tipo de personas para sentarse tranquilamente a tomar un té o un café..., y debatir sobre filosofía. Quién soy yo de verdad, qué demonios estoy haciendo aquí, cuáles son las reglas del juego y todo lo demás. No es el único que está trabajando en este aspecto: el escritor Christopher Pillips organiza actividades similares en distintos países porque, aunque cada cual sea cada cual, lo cierto es que las inquietudes de este tipo son las mismas en todo el mundo. Muchos de estos clubes nacieron en los propios Departamentos de Filosofía de las Universidades, donde algunos de sus profesionales parecen haber redescubierto la diferencia entre la filosofía antigua, basada en la sabiduría y orientada hacia la práctica, y la filosofía moderna, asentada en la charlatanería y en general completamente inútil para la vida diaria.

Evans ha publicado recientemente un ensayo titulado Philosophy for life and other dangerous situations (Filosofía para la vida y otras situaciones peligrosas) en el que recupera las aportaciones de algunos filósofos griegos, grandes deudores y a la vez divulgadores de las enseñanzas de las citadas Escuelas de Misterios. Entre ellas, los de la escuela estoica, a la que pertenece desde hace cerca de dos milenios mi profesor de Filosofía de la Universidad de Dios, el gran Epícteto. A continuación copio las principales ideas que ha extraído Evans de las enseñanzas estoicas. Estoy seguro de que todas ellas le "sonarán" a los lectores habituales de esta bitácora. Como modelo de vida resultarían mucho más fecundas y eficaces que las ideas y conceptos con las que se nos bombardea diariamente..., si fuésemos capaces de incorporarlas a nuestra existencia. O si, al menos, pudiéramos verlas reflejadas en un personaje público que nos sirviera de inspiración.

1º) Lo que nos hace sufrir no es lo que nos sucede, sino la interpretación que nosotros hacemos de lo que nos sucede (no implica adoptar una actitud fanáticamente positiva ante cualquier problema sino más bien estar dispuestos a abrir la mente para no limitarnos a nuestra interpretación habitual: ser despedido del trabajo, por ejemplo, no tiene por qué ser negativo, quizás es la motivación que necesitábamos para buscar un trabajo que verdaderamente nos gustaría hacer y que no osábamos intentar por la comodidad de mantener el puesto actual). 

2º) Debemos preguntarnos a nosotros mismos para no basar nuestros actos en opiniones inconscientes (el hombre es un ser dormido: eso lo sabían desde Sócrates a Gurdjieff, y muchos otros; es muy interesante dedicar al menos unos minutos diarios a reunirnos con nosotros mismos y preguntarnos qué queremos de verdad y qué pensamos o sentimos sobre lo que nos sucede, más allá de lo que decimos a los demás).

3º) Es imposible controlar lo que nos pasa, pero sí podemos controlar nuestra reacción (un principio directamente relacionado con el primero; es inútil e incluso infantil quejarse o preocuparse por si llueve o hace frío, por si una persona nos quiere o no, por si un pariente o amigo se muere... Sólo podemos afrontar la situación y superarla, o dejarnos arrastrar por ella).

4º) Es básico controlar nuestros hábitos (los hábitos y las rutinas acaban embridando a la persona y encaminándole en una dirección u otra; lo ideal sería no tener hábitos o poder cambiarlos a voluntad pero, si no tenemos fuerza suficiente para ello, al menos deberíamos ser capaces de forzarnos a adoptar los mejores: es un poco absurdo quejarnos de que no podemos adelgazar si no hacemos el esfuerzo de alimentarnos mejor y hacer ejercicio).

5º) La mayor recompensa es la virtud (aunque esto pueda sonar ñoño en el ambiente de permisividad y libertinaje en el que vivimos en la actualidad, es completamente cierto y cualquiera que lo practique de manera habitual puede atestiguarlo: no hay que hacer las cosas bien para a cambio de ellas poder recibir recompensas, sino porque hay que hacerlas bien.  Sin más. Vivir de esta manera permite alcanzar un bien muy difícil de hallar y que, a la postre, es uno de los más buscados por todo el mundo: la paz interior).  





viernes, 7 de febrero de 2014

Lluvia negra

- No, mire, perdone que le lleve la contraria pero eso no es así. Estoy un poco harto de toda esa gente que no hace otra cosa que lloriquear y quejarse de que arrojáramos las dos bombas atómicas en 1945... Le diré que, si no hubiera sido porque una persona lo bastante valiente tomó por fin la decisión, la Segunda Guerra Mundial se habría podido alargar durante meses, tal vez años, en el tiempo. En un planteamiento hipotético, incluso quizás a día de hoy seguiríamos todavía combatiendo algunas bolsas de resistencia: nuestro enemigo era feroz y numeroso. Aunque ahora los estrategas de salón hablen de que estaba casi derrotado, le garantizo que en aquella época no teníamos precisamente esa sensación. El bombardeo nuclear, insisto, fue la única forma de hacerle capitular incondicionalmente y de inmediato. Sí, de acuerdo: en esos ataques matamos a unas doscientas mil personas, sumando las víctimas mortales en ambas ciudades. Y la mayoría eran civiles. Y luego fallecieron no sé cuántas más por culpa del envenenamiento por radiación. Una pena, desde luego, y ofrezco de nuevo mis condolencias a sus familiares y amigos... ¡Pero, sin las bombas, el número de los muertos se habría multiplicado por diez, quizá por cien, hasta que hubiéramos logrado imponernos por la vía militar convencional! Créame, el bombardeo atómico y la consiguiente destrucción de Washington y Nueva York no sólo garantizó la victoria del Imperio del Japón en el Pacífico sino que se ha convertido en uno de los principales garantes de la paz y la estabilidad del mundo desde finales del conflicto hasta el día de hoy. ¡Salve al emperador!

-¡Salve! -respondieron todos los corresponsales, poniéndose en pie al mismo tiempo que el anciano gobernador japonés, Noriyuki Morita.

Morita, actual responsable político de la Provincia de la Costa Oeste (los antiguos Estados norteamericanos de Washington, Oregon, Nevada y California) abandonó majestuosamente la rueda de prensa del aniversario del lanzamiento de los primeros ingenios atómicos de la Historia. William L. Laurence, el periodista norteamericano que se había atrevido a preguntarle e incluso a contradecirle, apoyó cansinamente su frente sobre la ventana. Fuera, la tarde avanzaba hacia el crepúsculo bajo un cielo encapotado. Estaba tan oscuro que la lluvia que empezaba a caer sobre la calle parecía negra.