Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 28 de noviembre de 2014

La revolución secreta

Hace unos días tuve la ocasión de hablar con una auténtica leyenda de la literatura popular española a fin de entrevistarle por su nueva novela titulada La Baronesa (Alberto Santos Editor). Se trata de Rafael Barberá, más conocido en el mundo por su seudónimo de Ralph Barby. Aunque las jóvenes generaciones de lectores celtibéricos no le conozcan, este hombre tiene una de esas trayectorias envidiables si uno es un autor que aspire a ser leído: durante su feraz existencia en el mundo de las letras ha publicado un millar de novelas y se calcula que ha vendido unos 15 millones de ejemplares de las mismas, sin contar las ediciones en otros idiomas. Ciencia Ficción, Oeste, Novela Negra, Bélica..., ningún género se le ha resistido a este hombre de la estirpe de los Marcial Lafuente Estefanía, Silver Kane o Corín Tellado. Durante la entrevista me comentó un par de cosas que me llamaron la atención a título particular porque, sin saberlo, yo hago lo mismo que él (¡aunque no he publicado, ni de lejos, el mismo número de novelas y ejemplares!).

La primera es la forma en la que se le presenta la historia que va a escribir. Su mejor momento para conectar con el Otro Mundo es por la noche. Digo conectar con el Otro Mundo porque es literalmente lo que hace. Es decir, no se sienta a imaginar y escribir, a especular sobre si hará una cosa u otra, y luego se dedica a cambiar la historia las veces que haga falta. No. Se acuesta y, en el momento de la duermevela, antes de caer rendido, es como si una gran pantalla se iluminara ante él y asistiera, como en una sesión de cine, a la historia que, al día siguiente y recordándola perfectamente, se limitará a copiar sobre la hoja en blanco. Su imaginación o tal vez su mística conexión con alguna clase de universo paralelo (ya puestos...) le permite asistir al desarrollo de toda la acción, prácticamente completa. De esta manera, Barby no conoce más que uno de los grandes sufrimientos del escritor: el de llevar sus historias al papel, esa sensación de un largo, inmenso parto, en el que la criatura empieza a asomar con la primera palabra pero no termina de nacer hasta que se escribe la última letra..., y eso genera una ansiedad creciente en el autor, mayor cuanto más tarda en salir todo lo que debe salir. El otro gran sufrimiento, previo a éste y que no afecta a todos los creativos, es el de poseer la idea más o menos completa de lo que uno va a redactar pero al mismo tiempo carecer de algunos detalles fundamentales, de ciertas piezas sin cuyo concurso el texto sabemos que queda cojo, maltrecho, sin terminar, y que obliga a revisarlo una y otra vez angustiosamente en busca de las piezas perdidas del rompecabezas. Como escritor, he de confesar que personalmente me sucede algo parecido: puede que no llegue a ver la idea completa cuando empiezo un texto como le pasa a Barby pero, una vez en marcha, es como si me limitara a transcribir una secuencia que se desarrolla mentalmente ante mí de manera fluida, protegida por su propia lógica y con independencia de mis deseos respecto a los personajes. Quizá conectamos ambos con el mismo multiverso... 

El segundo punto que me llamó de manera especial la atención en la entrevista con Barby es su afirmación rotunda de que nunca ha leído a sus 
contemporáneos, por temor a resultar influenciado por ellos y que algún día le pudieran acusar de copiar personajes, temas o incluso argumentos. Yo también padezco el mismo tipo de resquemor aunque no actúo de manera tan radical. Sí confieso que no suelo leer a mis contemporáneos..., en los mismos géneros en los que escribo. Por ejemplo,
recientemente leí la muy entretenida Corazón oscuro de León Arsenal y disfruté con sus aventuras medievales en torno al incidente del corazón perdido del verdadero Braveheart en el asedio de Teba. Pero no me agrada (aunque el gozo literario siga existiendo cuando las tengo entre mis manos) leer sus historias de Ciencia Ficción porque temo apoderarme inconscientemente de algún fragmento de su obra y luego reflejarla en la mía. Todo esto puede sonar un tanto infantil visto desde fuera. Al fin y al cabo, estamos influidos por un montón de circunstancias diarias que se despliegan a nuestro alrededor y nos influyen, queramos o no. Sin embargo, esta forma de ver las cosas tiene que ver con el ansia de originalidad, de creatividad personal, de marcar un estilo propio e individual que probablemente nunca llegue a existir después de todo pero..., ¡qué diablos! ¡La búsqueda de la excelencia tiene estas manías, tan épicas y absurdas como otras!

Bien, el caso es que entre razonamiento y razonamiento sobre libros ajenos, hoy voy a hacer una excepción en mi política de no leer y mucho menos hablar acerca lo que tengo a mi alrededor (entre otras cosas porque luego siempre hay quien se queja de que por qué hablas de uno y no de otro...) para recomendar una novela que acabo de terminar: La revolución secreta, de Claudio Cerdán (Editorial Alrevés). Lo hago porque me ha parecido una de las mejores novelas de autor español que he leído en esta temporada y, sin duda, la mejor con diferencia de este colega de aspecto distraído y pluma como bisturí que un día decidió dejarse bigote para que le tomaran de una vez por todas en serio cuando pedía un whisky doble en la barra. Claudio empezó en la Ciencia Ficción publicando un par de novelas que pronto le convencieron de que por ese camino iba mal si lo que pretendía era vivir de su obra escrita (ese oscuro objeto del deseo o, más bien, ese oscuro objetivo de todos los que antes empuñábamos la pluma y ahora nos enfrentamos al teclado del ordenador, sobre todo cuando contamos historias de cf) así que sobre la marcha saltó de 
tren igual que antes que él lo hicieran otros ilustres del género (como César Mallorquí, que encontró su exitoso destino en la Literatura Juvenil o el propio Arsenal, que lo hizo con la Histórica) si bien en su caso optó por la Literatura Negra. Con su primer texto en este nuevo territorio, El país de los ciegos, ganó el Premio Novelpol a la mejor novela negra del año, además de ser finalista del Lengua de Trapo y del Silverio Cañada. Después llegaría Cien años de perdón, otro finalista en este caso de los Premios LeeMisterio.com y del Novela Pata Negra de Salamanca. El tercer texto policíaco, igualmente finalista en este caso del Valencia Negra, fue Un mundo peor. Para entonces, nuestros caminos se habian cruzado gracias a España Negra, la antología dirigida por Pablo Sebastián en la que publicamos nuestros respectivos relatos junto al resto de los Plumas Negras.

Durante la gira de presentación de aquella antología, creo que estábamos en Palma de Mallorca, Claudio me confesó que tal vez se había equivocado al renunciar a su puesto de trabajo "normal" para hacer realidad su sueño de ser un escritor profesional. Veía la dificultad de ganar el suficiente dinero como para vivir holgadamente de ello (le remordía la conciencia tener que depender económicamente de su pareja) en un país como España donde el uso más común que se le da a las palabras no es para disfrutar de ellas sino para arrojárnoslas unos a otros en forma de insultos, chismes y descalificaciones. Casi todos (dejo el "casi" como un complemento un poco tonto) los escritores que participábamos en aquella antología nos veíamos obligados a trabajar "de otra cosa" (generalmente, en el Periodismo) para ganarnos las lentejas diarias y dedicar el poco tiempo libre de cada cual a nuestro verdadero (y mal pagado) oficio sentimental, el de escritores. Traté de animarle citándole el caso de los autores (pocos, pero alguno hay) que se la habían jugado a esa carta de dejarlo todo por la escritura y al final, aunque siendo una jugada arriesgada, les había funcionado bien. No recuerdo si logré tranquilizarle porque, igual que en el resto de destinos promocionales, cerramos la jornada al estilo "autor español" (que es más o menos similar al estilo "actor español" en cualquier sarao equivalente), o sea comiendo y bebiendo (y riendo si es posible) en el restaurante de moda..., y tonto el último.


Cuando recibí por correo La revolución secreta, fue una sorpresa para mí. Primero, porque Claudio se hubiera pasado a la Histórica. Segundo, porque precisamente en los últimos tiempos he estado leyendo material relacionado con la época en la que está centrado el argumento (que siempre me ha parecido tan interesante como mal explicada, en especial en los textos españoles). Inicialmente, coloqué la novela en uno de los tres o cuatro montones de libros "urgentes para leer" que adornan mi piso en el campus de la Universidad de Dios (y que Mac Namara se divierte desmoronando y mezclando con otros títulos que ya he leído) y ahí se quedó durante algunas semanas mientras terminaba alguno de los seis o siete textos que leo al mismo tiempo según las circunstancias (hay libros que se leen bien en la cama antes de dormir, otros son perfectos para llevar en el metro o el autobús, unos terceros son como delicatessen que hay que devorar con extrema lentitud...). Confieso que ya me había olvidado de la existencia de La revolución secreta (igual que del resto de libros urgentes, cuya urgencia recuerdo de inmediato al verlos de nuevo) cuando hace unos días me tropecé con él en lo alto del montón de obras (milagrosamente, Mac Namara lo había respetado) y, sin pensarlo dos veces, lo tomé y empecé a leerlo allí mismo. Me enganchó en aquel mismo instante, y ya no lo solté hasta terminarlo.

La revolución secreta es fiel al estilo habitual de su autor, desnudo y completamente despiadado (de hecho, suele tratar a sus personajes como si  fuera un cenobita de los de Hellraiser machacando a los poseedores de una caja de Lemarchand), capaz de crear una situación con escasos recursos descriptivos y dejando simplemente que los bien dibujados protagonistas de sus historias fluyan con naturalidad en medio de un decorado austero. En este caso, la Rusia desangrada por la guerra civil que desató la revolución soviética, inmensamente fría por el invierno, inmensamente blanca y desolada en sus paisajes nevados, inmensamente sangrienta y cruel ante la devastación de la guerra. Inmensa, como es Rusia. En medio de tan apabullante panorama, se mueven como hormigas los principales y desagradables héroes del cuento: tratando de cumplir su propósito de llegar indemnes al hormiguero pero pisoteadas y aplastadas casi aleatoriamente por un coloso que no conocen y cuya acción en un momento dado apenas pueden intuir...  Uno de los puntos fuertes del texto es la mezcla o bastardización de géneros, eso que ahora se llama fusión, que funciona estupendamente, lo que tampoco es sencillo de conseguir. La mayoría de los libros que he leído en los que su autor busca el éxito tocando varios palos al mismo tiempo con la esperanza de que al menos uno o dos le gusten al lector suelen ser decepcionantes porque resulta muy complicado caminar por cuatro o cinco senderos al mismo tiempo: queriendo contentar a fans de distintos géneros, lo normal es no contentar a ninguno. Sin embargo, en este caso la mezcla de Histórica con Negra con Terror y unas gotas de Fantasía engrasa los ejes de la carreta y le da una velocidad que da gusto, sin chirriar ni siquiera en los momentos más delirantes de la historia.


El principal protagonista es Aleksandr Strahov, un oficial del Ejército Blanco recién ascendido a capitán y al que prometen una mayor graduación si es capaz de frenar la ofensiva roja en una miserable aldea perdida en medio de la inmensa (¿lo he dicho ya?) Rusia. Strahov es una de las claves de la novela porque se trata de un personaje muy bien construido y que demuestra la documentación de Claudio para esta novela, en apariencia minimalista, pero en la práctica muy eficaz. Es el perfecto prototipo de oficial de carrera europeo proveniente de una familia de estirpe militar y habitualmente con tierras, más o menos emparentada con la nobleza. Es serio, legalista, patriótico, valiente, frígido, inteligente y desdeñoso con los inferiores. Un verdadero burgués armado y entrenado para la guerra..., y orgulloso de dedicarse a ello. Un tipo realmente muy común en la Europa de comienzos del siglo XX en el Reino Unido, Francia, Italia, incluso Rusia..., aunque en las películas y los libros de siempre sólo suele aparecer este modelo de personaje identificado con los Junkers de Alemania y en pleno proceso de transformación hacia el nacionalsocialismo. Strahov acepta encantado la misión, aunque conoce las dificultades de la misma y el hecho de que tendrá que cumplirla enfrentándose a un problema añadido: los bestiales asesinatos cometidos, tanto entre sus unidades militares como entre la población civil, por uno o varios salvajes que se mueven a sus anchas por los escenarios de la guerra, el hambre y la miseria. Sus crímenes parecen en un principio cometidos por un hombre lobo y, más tarde, por un grupo de satanistas y, más tarde aún, por un grupo de hombres lobos y satanistas al mismo tiempo y, más tarde..., no lo voy a contar porque reviento el final.

La otra gran clave de la novela es una extraña pareja de una fuerza arrolladora que trabaja casi diría que de forma gestáltica. Está compuesta por el Maestro y el Aprendiz. El primero es un violento y sarcástico cazador de monstruos que ha recorrido todo el mundo envuelto en su propia cruzada personal para liberar al mundo de la presencia de Satán y sus criaturas y que además hace profesión de fe con sus propias armas, que incluyen una dentadura metálica para mejor desgarrar al engrendro de turno. Se puede describir con facilidad: un Rasputín con katana. El segundo, como su nombre indica, sigue fielmente los pasos de su profesor y es como un Maestro en chiquitín, un miniyo más aterrador aún si cabe porque demuestra una eficacia asesina, un sectarismo y una frialdad similares al de su mentor pero encarnado todo ello en el cuerpo de un chaval preadolescente... El Maestro (y su Aprendiz) trata durante todo el libro de mantener la alianza con Strahov, que no le soporta, para cazar y destruir al hombre lobo. A él no le interesa la guerra más que como escenario en el que los monstruos pueden manifestarse con mayor facilidad por la discreción que conlleva la abundancia de muerte y destrucción. Pero el oficial zarista no cree en ese tipo de criaturas. Está más bien convencido, con su propio fanatismo racionalista, de que aquello con lo que luchan sólo parece un  hombre lobo, pero no lo es.

Hay varios personajes más que adquieren diversos grados de protagonismo, además de varias subtramas complementarias que arman la novela como el viejo truco de un tesoro escondido, un viejo enfrentamiento con un antiguo amigo o la existencia de ciertos grupos desconocidos, además de la propia marcha de la guerra civil..., pero el pulso básico es el que mantienen Strahov y el Maestro. ¿Quién de los dos tiene razón? ¿Luchan contra una superstición hecha carne o contra alguien aún más gélido emocionalmente que ellos dos juntos que emplea la imagen de esa superstición para sus desconocidos propósitos? Hay que leerlo hasta el final para descubrirlo.

Por cierto que hay un par de detalles más de la novela que a mí personalmente me han encantado, aunque no sean especialmente relevantes. El primero de ellos, ponerle un título a cada capítulo. Cuando yo era más joven (en esta reencarnación) las novelas tenían su título y, en la mayoría de ellas, cada capítulo tenía el suyo. Esa costumbre no sólo servía para reconocer mejor en qué parte del libro se había dejado la lectura la vez anterior en una época donde no existían tantos marcapáginas vendidos como objetos de regalo, sino para resumir los capítulos leídos y saborear con anticipación los que uno estaba a punto de leer. En la medida de lo posible, he intentado mantener esa costumbre en mis propias obras, porque eso de titular simplemente Capítulo 1 o, lo que es peor, I, me parece literariamente escuálido. Pues bien, Claudio hace también lo propio y titula, con mayor o menor acierto pero los titula, cada uno de los capítulos de la novela... El segundo detalle es el final con Efecto Connery. La primera vez que escuché esta expresión fue hace ya unos cuantos años al colega periodista y literario Julián Díez, en referencia a la espectacular (e inesperada) aparición final de Sean Connery interpretando un breve cameo como rey Ricardo Corazón de León, en plan deus ex machina en la pésima versión de Robin Hood rodada en 1991, en la que Kevin Costner usurpa el papel del inmortal arquero del bosque de Sherwood. Estos finales inesperados y fuera de contexto he de confesar que me fascinan y yo mismo los he utilizado más de una vez sobre todo en mis relatos cortos, aunque sé perfectamente que no todo el mundo los aprecia..., más bien todo lo contrario. No obstante, son una guinda divertida para un pastel.
 
Y, en el caso de La revolución secreta, para un sabroso pastel histórico relleno de sangre, miedo y vísceras.
 









viernes, 21 de noviembre de 2014

El río como testigo

Tendemos a pensar que no hay justicia en el mundo y probablemente sea así, puesto que el homo sapiens es fundamentalmente un homínido en general bastante alejado de esa imagen de ser humano con la que le gusta disfrazarse a menudo. Pero lo que sí existe es la Justicia, la que se escribe con mayúsculas porque no depende del entorno común y corriente. La he visto actuar tantas veces a lo largo de los años que no tengo absolutamente ninguna duda de que tarde o temprano los responsables de los impuestos cósmicos cuadran sus cuentas con todos y cada uno de los habitantes de este planeta, pagando lo que se debe en algunos casos y cobrando también lo que se debe en otros. Claro, eso dejando aparte el pequeño detalle de que esta especie de funcionarios estelares quitan y reparten de acuerdo con sus propios horarios e intereses, que nada tienen que ver en general con los nuestros. Por eso, a menudo no se entiende, ni siquiera se advierte (y en consecuencia no se agradece), su forma de intervenir en los distintos casos pendientes del planeta con el objetivo de mantener el orden y el equilibrio. 

En algunas ocasiones, no obstante, actúan de manera casi automática, si bien su forma de hacerlo siempre es peculiar y llamativa. Hablábamos sobre ello el otro día en la Universidad de Dios con nuestro brillante y divertido profesor de Misticismo y Paradojas, el mulá Nasrudin, quien aprovechó para ilustrarnos sobre la administración de Justicia relatándonos un sucedido al que se enfrentó hace bastantes años...

"Cierto hombre pobre paseaba junto al río lamentando la mala fortuna con la que la vida le había tratado porque, a pesar de ser honrado, trabajador y amable con sus vecinos, vivía solitario y con necesidades. En su deambular había llegado muy lejos del pueblo, junto hasta la única zona de la orilla donde crecían cañas. Entonces, se fijó  en que había algo medio enterrado en el fango. Se acercó y descubrió que era un cofre de buen tamaño repleto de monedas de oro. Sorprendido y desbordado por la alegría, empezó a dar gracias a la Providencia y a echarse en cara a sí mismo el haberse atrevido a dudar de que el Cielo cuidaría de él y terminaría recompensándole por sus desvelos. Mientras admiraba una y otra vez las monedas y pensaba en la mejor manera de invertirlas preparándose para decir adiós a la pobreza, un banquero pasó por allí subido cómodamente en su burro. Al ver el cofre con el oro en manos del pobre, se acercó enseguida y le preguntó con aire de preocupación:

- ¿Dónde has encontrado ese oro?

- En la orilla del río, junto a las cañas -contestó el otro, ingenuo.

- Enhorabuena, se ve que eres un hombre afortunado. Pero no conviene abusar de la suerte. Te advierto de que esta zona es muy  frecuentada por ladrones y delincuentes. Y muy solitaria, es difícil que alguien te ayudara si te encontraras con dificultades... Ten en cuenta que es muy probable que lo que hayas desenterrado sea parte de un antiguo botín y, si los malvados que lo sepultaron descubren que te lo has llevado, te cortarán la cabeza como castigo. También es posible que se encuentren contigo en el camino desde aquí a tu casa y al ver tu tesoro traten de robarte y, en ese caso, igualmente te decapitarán durante el asalto...

El pobre se puso entonces muy nervioso y el banquero aprovechó para tentarle:

- Yo viajo en burro y, si lo pongo al trote, puedo llegar rápidamente al pueblo sin que nadie pueda detenerme. Ni siquiera los ladrones. Si quieres, dame el cofre y me adelanto, lo llevo a tu casa y, una vez allí, espero a que llegues para devolvértelo. Ni siquiera tendrás que esforzarte en transportarlo.

Aliviado, el pobre fue tan inocente que le entregó el cofre y animó al banquero a que se marchara cuanto antes, sin preocuparse de la hora a la que él podría llegar de regreso.

Cuando al fin volvió a su pueblo, se encontró con que nadie le esperaba en su humilde choza, así que se encaminó hacia el palacio donde vivía el banquero pero cuando le exigió la devolución del cofre con las monedas de oro éste le contestó que no sabía de qué le estaba hablando.

- La verdad es que hace dos o tres semanas que no te veía -argumentó con gran desfachatez el banquero delante de otros visitantes de su casa, antes de amenazar al pobre con echarle a patadas si no se iba él de buen grado.

Quizás en otra ocasión, el pobre se hubiera ido a llorar la injusticia que había sufrido, sin más, pero no sucedió así en ésta. De pronto, era muy consciente de que debía luchar por su tesoro, ya que la Providencia había decidido rescatarle de su vida anterior y sabía que aquella oportunidad era única: no volvería a haber otra semejante.

En consecuencia, el pobre se presentó ante el juez del pueblo que, por aquella época, era el cargo que me tocaba desempeñar. Yo conocía bien a ambos hombres y, cuando me contaron sus respectivas historias (el pobre denunciando el robo del banquero y el banquero negando haberse encontrado siquiera con el pobre) no tuve duda de a quién creer..., pero necesitaba pruebas para dictar justicia, así que pregunté:

- ¿No hay testigos de los hechos?

- No hay ninguno, para mi desgracia -se quejó el pobre-. Encontré el tesoro junto al río, en una zona única, donde no había un solo testigo.

- Pues ve al río, háblale como si fuera un hombre y pídele que comparezca ante este tribunal -ordené al pobre, quien me obedeció, sorprendido. 

Durante un rato muy largo la corte judicial aguardó constituida el regreso del pobre. Todos esperábamos: los abogados, el tribunal, el público asistente... El banquero estaba, como todos, deseando irse a su casa, así que iba de un lado para otro quejándose y haciendo aspavientos. Cuando le vi al borde del hartazgo, le pregunté:

- ¿Crees que todavía tardará mucho más?

Y el respondió:

- La verdad es que sí, porque ese tramo del río, el de las cañas, está realmente lejos...

Tras semejante confesión de un hombre cansado y aburrido que no había medido sus palabras, mandé detener al banquero. 

Cuando regresó el pobre, enfadado y cansado, se lamentó:

- Le pedí al río que viniera, le rogué, le ordené, le supliqué..., hasta que me cansé de repetirlo. Pero no se movió de allí.

- Sí lo hizo -contesté yo mostrándole al banquero ya en prisión-. Entró un momento mientras tú ibas y volvías y atestiguó que este hombre es, en efecto, un verdadero ladrón."






viernes, 14 de noviembre de 2014

Persia y la leche

Ser conspiranoico es un estilo de vida. Esto lo he aprendido de mi gato Mac Namara. Nadie puede ser un poco o un mucho conspiranoico de la misma manera que una mujer no puede estar un poco un un mucho embarazada: lo está o no lo está. Pues esto es lo mismo..., uno lo es o no lo es. Entre otras cosas, porque cuando cualquier incauto empieza a preguntarse realmente, con interés, por la verdad de las cosas que se esconde hábilmente tras el decorado que nos presentan a diario como realidad no tardará en encontrar las pistas que le han de conducir ante revelaciones cuando menos chocantes. Y, si perservera en esas pistas, si es capaz de no arredrarse ante la descarga de descalificaciones y topes externos (y aún peor, de los internos, implantados en nuestra manera de ser y ver lo que nos rodea desde la más tierna infancia merced a la astuta capacidad de quien realmente gobierna los destinos del ignorante homo sapiens), acabará llegando a ciertas habitaciones cerradas y comunicantes cuyas puertas se pueden abrir consecutivamente, aunque a un precio elevado cada una de  ellas (más elevado cuanto más se profundice). Es algo similar a lo que advertían los antiguos acerca de los riesgos que supone ver a Isis despojada de sus siete velos y completamente desnuda, entre los cuales la muerte no era el más temible. 

- Lo malo de las conspiraciones es que cuesta "un congo" demostrarlas..., es como esos terroristas que sabes que lo son pero no tienes pruebas suficientes para detenerlos  -le comentaba esta mañana a Mac Namara.

- A veces me pregunto por qué sigo perdiendo el tiempo contigo -me contestó, entre aburrido e indiferente mi felino hablador-. A estas alturas deberías tener ya material suficiente para hacer tambalear los pedestales de los escépticos sin tener que recurrir a mis portentosos conocimientos.

- A ver... Hay multitud de cosas en el 11S que... -comencé, tratando de defenderme, pero él me interrumpió bufando y añadió:

- Siempre con lo "importante", siempre con lo "importante"...  No es que no haya pruebas para destapar lo "importante", y de hecho en lo relativo al 11S lo increíble es que haya tanta gente corriente que siga creyéndose la insostenible versión oficial, sino que si empiezas a hacerlo vas a desaparecer rápidamente de circulación. Es más sencillo destapar hechos menos llamativos pero igual de curiosos a fin de que los agnósticos y los escépticos los examinen por su cuenta y lleguen a sus propias conclusiones. Así, abrirán su cabeza y, una vez lo hagan, podrán enfrentarse por sí mismos a lo "importante"...

 Así que me he pasado toda la mañana escuchando ejemplos de conspiraciones reales que se pueden demostrar como tal y sobre las que se puede encontrar información con cierta facilidad. Por ejemplo, cómo y por qué fue derrocado el entonces primer ministro de Persia (hoy, Irán) Mohammed Mossadegh. 

En 1953, un golpe de Estado se llevó por delante al que fuera la gran esperanza política de los ciudadanos persas o iraníes. Mossadegh era un patriota que luchaba por construir una democracia laica y moderna en su país, al estilo de lo que había logrado Mustafá Kemal Atatatürk en su Turquía natal. Había desembarcado en la alta política sólo diez años antes, en 1943, tras ser elegido diputado por Teherán. Era una época turbulenta. Reinaba ya desde hacía dos años el Shah Mohamed Reza Pahlevi (aquí, a la derecha, con unos años más), al que británicos y soviéticos habían impuesto en el trono tras obligar previamente a abdicar a su padre, el Shah Reza Pahlevi (que tiene su propia historia, porque no provenía de un linaje real sino que inicialmente fue un oficial de la brigada cosaca, de nombre Jan Mirpany Savadkuhí, que se apoderó del trono mediante su propio golpe de Estado veinte años antes y que en 1941 fue obligado a hacer la maleta por los británicos debido a sus simpatías hacia el Tercer Reich), en un territorio que no sólo poseía un valor estratégico importante sino que además contaba con la maldición de poseer inmensas cantidades de petróleo fácilmente extraíble en su subsuelo. Ambas circunstancias le convertían en objetivo del imperialismo (anglosajón, en este caso) que al estilo mafioso "protegía" al país a cambio de controlar la región y de paso llevarse el ansiado petróleo a un precio más que asequible. 

En 1951, las cláusulas del contrato, que beneficiaban claramente a los intereses imperiales en perjuicio de los ciudadanos persas o iraníes (al estilo de lo que ocurre en diversos países árabes en la actualidad, donde el dinero generado por el crudo es disfrutado -y derrochado- sólo por su clase dirigente local), se hicieron públicas durante el proceso de ratificación de un anexo al tratado original firmado en 1933. Eso llevó a la dimisión consecutiva  de dos primeros ministros en Teherán. El tercero en asumir el cargo, el comandante del ejército iraní, insistía en ratificar este documento pero para entonces Mossadegh ya había crecido políticamente lo suficiente como para asumir el cargo de presidente de la Comisión del Petróleo del parlamento persa aparte de ser el líder del Frente Nacional, una de las principales organizaciones políticas del momento. Eso le permitió comprender el problema en profundidad y decidió actuar por su pueblo, declarando públicamente nulos los leoninos contratos impuestos por los británicos y exigiendo la puesta en marcha inmediata de la nacionalización de tan importante recurso energético. Londres reaccionó como de costumbre: oficialmente protestó con buenas, educadas y diplomáticas maneras y extraoficialmente utilizó todas las tretas sucias a su alcance (en particular las de índole financiero, que tan bien manejan los verdaderos dueños del Reino Unido, que por supuesto no son sus sufridos ciudadanos sino los siniestros dueños de la  hoy en apariencia inexpugnable City londinense).

El comandante del ejército y primer ministro persa murió entonces en un atentado supuestamente obra de una organización llamada Fedayines del Islam (ahh..., esas banderas falsas, qué bien han servido a los intereses oscuros desde hace tantos años, y qué bien siguen sirviéndolos en la actualidad) pero en aquella época la gente estaba más acostumbrada a la dureza de las pruebas de la vida y no se asustó como sucede hoy en Occidente (donde la inmensa mayoría del acomodado rebaño es capaz de vender a su madre no ya si se le amenaza de muerte sino si se le amenaza siquiera con sufrir algún tipo de dolor). Al contrario, la población se sublevó contra la bota "británica" (en realidad, la de los usufructuarios de la imagen británica) y Mossadegh fue elegido primer ministro. Una de las primeras decisiones oficiales que puso en marcha, por supuesto, fue decretar la nacionalización del petróleo apoyado en la mayoría parlamentaria de Teherán. Londres se enfureció y amenazó con enviar su flota de guerra (no lo hizo porque la época no era propicia: la Guerra Fría ya había comenzado) aparte de "denunciar" lo ocurrido ante la Corte Internacional de La Haya y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Ni corto, ni perezoso, Mossadegh defendió tan bien los derechos de Irán a disponer de su propio petróleo, que ni siquiera los títeres de la ONU y mucho menos los de la Corte Internacional se atrevieron a fallar en su contra. De pronto, el primer ministro persa se convirtió en un tipo muy popular en todo el mundo y hasta fue nombrado "hombre del año" por la revista norteamericana Time. A medida que crecía la popularidad de Mossadegh lo hacían de manera proporcional la envidia y el miedo del Sha, quien sin duda estaba muy presionado por sus "amigos" anglosajones que le mantenían en el poder entre otras cosas para que les garantizara que el petróleo fluyera en la dirección adecuada... El enfrentamiento creció hasta tal punto que apenas un año después de llegar al cargo de primer ministro, Mossadegh fue destituido directamente por el Shah. Pero la gente estaba con él, entendía su lucha, la apoyaba y le quería al frente del gobierno. Hubo movilizaciones enormes en todo el país y Reza Pahlevi no tuvo más remedio que reponerle en el poder. Fue el momento del gran triunfo para Mossadegh: exigió poderes para transformar radicalmente su país en otro mucho mejor y los obtuvo. Desarrolló cerca de un centenar de leyes de todo tipo desde mejoras de la salud y promoción de la vivivienda hasta lucha contra la corrupción, fortalecimiento de las fuerzas armadas y desarrollo de las libertades civiles. Igual que había hecho con el petróleo, nacionalizó también entre otras cosas la actividad pesquera, que en aquellos días estaba en manos de la URSS.

El país se sentía fuerte, optimista, dispuesto a todo..., y el prestigio de Mossadegh crecía dentro y fuera del país. Hasta que a mediados de agosto de 1953 se produjo un golpe de estado militar que le derrocó y devolvió al Shah todos los poderes sobre Persia o Irán. La "justicia" militar le condenó a tres años de prisión y, posteriormente, al confinamiento en su villa personal hasta el final de sus días, que se produjo 14 años después por un cáncer.

¿Es que los militares persas eran idiotas? Es obvio que no. ¿Fue un golpe impulsado/pagado/dirigido/ordenado por el Shah? Es obvio que sí..., en parte, porque hoy sabemos lo que durante muchos años sólo se atrevieron a comentar en voz medianamente alta los conspiranoicos: que el golpe fue diseñado y ejecutado con la intervención directa de los servicios secretos británico (MI6, al servicio de..., vaya usted a saber) y norteamericano (CIA, esa simpática agencia a la que ha pertenecido hasta Indiana Jones, según pudimos saber en la cuarta entrega del peculiar héroes spielbergiano). Sin su decidida aparición en el escenario, jamás habría habido militares suficientes para detener a Mossadegh, ni siquiera entre los fieles al Shah.

Y lo sabemos porque muy recientemente The New York Times (por cierto, el mismo diario que en 1953 contó todo esto de manera muy diferente como se puede apreciar en la imagen) publicó el informe oficial sobre este golpe de Estado en el que se relataba como los norteamericanos habían convencido a los británicos de no usar las armas directamente sino emplear otro tipo de estrategias "por la espalda" para evitar enfrentamientos con los soviéticos. Por ejemplo, lograr que Mossadegh fuera derrocado por "su propio pueblo". Según el documento del diario estadounidense fue el gabinete del general Dwight D. Eisenhower el que dio el visto bueno al plan de golpe de Estado diseñado por los británicos, poco después de ser elegido presidente en noviembre de 1952. CIA y MI6 lo prepararon todo minuciosamente, incluyendo la elección de quien sería sucesor de Mossadegh: Fazlollah Zahedi, un general retirado que ya tenía experiencia en conspiraciones con los británicos debido a su ambición de poder. El informe cuenta, entre otros detalles, cómo se utilizó la propaganda y diversas actividades clandestinas para tratar de erosionar la imagen del primer ministro persa, cómo fue sobornado un número concreto de parlamentarios en Teherán para oponerse a la aplicación de las leyes dictadas por el gobierno o cómo fueron pagados los suficientes agitadores entre los dirigentes religiosos para organizar manifestaciones de protesta contra el sesgo marcademente laico y democrático del primer ministro. 

Se gastó una importante cantidad de dinero (más de un millón de dólares de la época) en pagar a tirios y troyanos para sacar adelante el proyecto que fracasó en primera instancia, como vimos antes, por las protestas del pueblo cuando exigió al Shah que restituyera al depuesto Mossadegh en un primer momento. La CIA y el MI6 no dudaron en utilizar en todo momento dos de sus armas favoritas: las operaciones negras y las falsas banderas, con tal de hacer creer tanto dentro como fuera de Persia que lo que estaba sucediendo era una cosa muy diferente de lo que en realidad pasaba. Sus agentes fueron además los encargados de guiar a las manifestaciones "espontáneas" hacia los puntos más calientes de Teherán en todo momento. El resultado de todas estas maniobras orquestales en la oscuridad ya lo conocemos...

Hoy nadie se acuerda de Mossadegh, probablemente ni siquiera en el mismo Irán (nombre horrible para un país que hasta la llegada del régimen de los Ayatolás siempre fue conocido en todo el mundo como Persia), pero si hubiera logrado sobrevivir a estos ataques y hubiera convertido su país en esa "nueva" Turquía, en un estado musulmán democrático e independiente, es evidente que el equilibrio de fuerzas en la región sería muy diferente. La misma historia de la Guerra Fría y todo lo demás, también podría haber sido diferente. Pero lo más importante es esto: su caso es el claro ejemplo de una conspiración sobre la que algunos "locos" se atrevieron a insinuar cosas durante muchos años pero sin pruebas para poder demostrarla que, ahora (porque a alguien, por alguna razón, le ha interesado divulgar lo ocurrido pues si no esas pruebas hubieran seguido sin aparecer), se demuestra públicamente que lo fue. Es una entre muchas otras. ¿Cuántas conspiraciones se están desarrollando en este mismo momento ante nuestras narices aunque según fuentes oficiales sean "cuentos de conspiranoicos"?

- Con estos precedentes, te puedes imaginar que el desembarco de ese demente llamado Jomeini y el derrocamiento del inútil de Reza Pahlevi en Persia tampoco fueron hechos accidentales. Roma no paga traidores... -añadía Mac Namara mientras yo asentía, atento-, pero ésa es una historia que te contaré otro día.

Y luego concluyó:

- Si el líquido es blanco, huele y sabe a leche y aparece envasado en una botella como las que se usan para llevar leche, lo más probable es que sea leche..., aunque no venga identificado como tal.























viernes, 7 de noviembre de 2014

La mujer del banquero

¿Una mujer fatal? Sí, se ajustaba al canon mucho mejor que cualquiera otra que yo conociera durante toda mi carrera policial. Además de los pertinentes labios carnosos, el escote a rebosar, la minifalda recortada y los tacones de aguja, Paloma Ríos traía otras “mejoras de serie” sobre el modelo original: una sonrisa encantadora, un atractivo perfume personal y unos ojos embriagadores.

Qué más da que fuera sospechosa del asesinato de su marido, Emilio Baeza: uno de los hombres más ricos de España, si no el que más, como presidente que era del primer grupo financiero peninsular y quinto de Europa.

- Yo no lo hice, señor inspector –dijo, entreabriendo sus labios húmedos y brillantes y dejando entrever su lengua juguetona.

- Sí, estoy convencido de ello –contesté, notando el sudor frío que resbalaba por mi espalda, aunque todos los indicios apuntaban hacia ella, heredera única de la fortuna de Baeza, incluyendo la participación mayoritaria en su banco.

- Usted estaba en la casa a la hora del asesinato –intervino Paula, reportera de Crimen e Investigación, insensible a los encantos de la viuda de Baeza.

- Estaba dándome un baño de espuma cuando sucedió todo –explicó, desabrochándose un botón de su camisa y mostrando un canalillo profundo, sin las limitaciones de un sujetador.

- Lo entiendo –dije-. Dígame, ¿hay algún testigo?

- ¿De mi baño? –ella sonrió agarrándome el antebrazo y noté cómo se erizaba mi vello, y alguna cosa más- Pero…, si estaba desnudita, señor inspector

- Claro… –tragué saliva.

- Pues esa mancha en su camisa me parece bastante sospechosa –insistió Paula, molesta-.  ¿Es…, sangre?

- ¡Oh, no! Me salpiqué con tomate al preparar un perrito caliente. Me gustan mucho las salchichas –apostilló, mirándome de nuevo sin dejar de agarrar mi brazo.

No pude aguantar más.

- ¡Está bien, Paula: los periodistas siempre liáis todo con vuestras hipótesis descabelladas! Está claro que Paloma…, la señora Ríos es inocente. Abandona la escena del crimen ahora mismo. ¡No quiero una sola protesta o te retiro la licencia para acompañar a mis hombres en la investigación de futuros sucesos!

Lo reconozco: prevariqué, escondí pruebas, ayudé a Paloma Ríos a no ser inculpada. Lo hice entonces y lo volvería a hacer. Y cualquiera podría entender por qué: a cambio de mi silencio, me recompensó con el mayor de los placeres pocos días después… 

¡Canceló mi hipoteca a 30 años!



-------


(Este cuento de un servidor ganó el primer premio del concurso de microrrelatos de Castelló  Negre 2012)