Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 19 de diciembre de 2014

Exodus, de Ridley Scott

Hubo un tiempo en que yo también consideré una especie de genio cinematográfico al británico Ridley Scott, un tipo que tal vez con los años podría llegar a rivalizar con mi director favorito desde siempre (Stanley Kubrick, ¿quién, si no?), pero ese tiempo pasó ya hace mucho. Y es una lástima, porque guardo bien y con cariño en la memoria (e incluso he llegado a ver varias veces, en esas extrañas, rarísimas ocasiones en las que me sobra el tiempo suficiente como para echar otro vistazo a una película ya vista) aquel trío de historias tan diferentes una de otra pero que tanto me gustaron cada una en su estilo: el terror de Alien, el octavo pasajero (donde descubrí no sólo al bicho extraterrestre sino a la larguirucha Sigourney), la ciencia ficción de Blade Runner (fabulosa recreación, más que adaptación, de la más famosa novela de Phil, nuestro paranoico favorito) y la fantasía de Legend (donde todo encajaba a la perfección, como en un sueño, incluso la incapacidad actoral de un Cruise jovencito). Luego tuve oportunidad de disfrutar Black Rain (esa historia de dos polis occidentales perdidos en un planeta lejano digo..., en Japón) e incluso su primer y napoleónico largo: Los duelistas.

Hasta ahí, bien. Pero de pronto en los años noventa del siglo XX las cosas empezaron a torcerse. El feminismo exagerado de Thelma y Louise. El machismo exagerado de La teniente O'Neil. La pesadez exagerada de 1492, la conquista del paraíso...  Quedaban detalles, brochazos aquí y allá, promesas incumplidas de lo que podría haber sido una historia interesante pero al fin frustrada por algo difuso, indefinido... Y llegó en el 2000 el mazazo de Gladiator. Aquélla pudo haber sido LA película de romanos de todos los tiempos, EL peplum mejor conseguido de la historia... En lugar de ello, acabó convertido en una peli más de romanos, con una dolorosa ambientación (esos pueblos germanos que son presentados como trogloditas de hace 45.000 años, esa Hispania que es más africana que europea, esa Roma en la que solo el palacio del emperador es ya de por sí más grande que la antigua Roma real) y un irritante discurso de lo políticamente correcto, a veces subyacente a veces en primer plano, que no hubiera firmado ni el brillante y generoso Marco Aurelio de verdad.

A partir de ahí, la calidad del cine de Scott ha sido más errática que el vuelo del helicóptero alcanzado en Somalia y sobre cuya historia se rodó Black Hawk derribado, tal vez la película más sólida de aquellos años (y tal vez la más estéril y aburrida para aquéllos a los que no les gusta el cine bélico sin más pretensiones). Personalmente, no le he perdonado  todavía que convirtiera a los templarios en una banda de incultos matones medievales en El reino de los cielos o que tomara el pelo con tanta naturalidad a todos sus fans en la más que fallida Prometheus. Pero lo que ha hecho con el cuento de Moisés y compañía en Exodus: dioses y reyes ya es para ponerle la cruz y despedirle definitivamente de mis afectos más próximos.

Por razones obvias para cualquier estudiante de la Universidad de Dios (aunque reconozco que esas razones no necesariamente han de ser tan claras para los que no conocen este centro de formación tan peculiar), mi interés por cualquier obra que incluya e interprete la figura de Moisés es automático. Después de todo, la humanidad está hoy en el lugar en el que se encuentra gracias a (o por culpa de) ese pacto tan peculiar que estableció este hombre de grandes conocimientos, nobles intenciones y chapuceros errores con un ser cósmico de desmesurado poder, negra alma y tiránico comportamiento. Ese monstruo que devora sangre y dolor diariamente en cantidades espantosas y que a pesar de ello se hace llamar dios a sí mismo, presentándose en el colmo del sarcasmo a sus distintos tipos de adoradores con caras diferentes, enfrentadas entre sí, como si fuera una "divinidad" distinta y rival de ella misma, para mantener constantemente encendidas las cocinas del infierno donde se alimenta...


Fui a ver Exodus con ciertas esperanzas. Después de todo, Scott ha cumplido ya los 77 años y posee toda una carrera (evaluable de una u otra forma pero que difícilmente puede ser re-juzgada en función del tiempo de vida que le quede) y, además, es inglés (garantía supuesta de independencia y arrojo). Si a ello sumamos sus inquietudes culturales personales y la información que una persona como él debería manejar, existía a priori cierto porcentaje de posibilidades de que tal vez osara desmontar el pastiche publicitario que Hollywood construyó desde sus mismos inicios en torno a ciertos acontecimientos veterotestamentarios y cuyo exponente más conocido sigue siendo seguramente Los diez mandamientos, la gigantesca producción de Cecil B. DeMille rodada en 1956 con unos tan colosales como maniqueos Charlton Heston en el papel de Moisés y Yul Brynner en el del Faraón (y a pesar de ello, una película a miles de años luz -para mejor- que Exodus).

Bueno, pues mi gozo en un pozo. Todo empieza a venirse abajo desde el primer momento, desde el mismísimo comienzo de la película cuando, para situar al incauto público, una voz en off nos lee unos carteles en los que se asegura sin sonrojo alguno que "la gloria de Egipto" pertenece en realidad a los "esclavos hebreos" que "llevan 400 años construyendo sus monumentos y sus ciudades".  Como si Egipto no tuviera miles de años de antigüedad, como si sus mayores glorias no se hubieran levantado antes siquiera de que al primer hebreo se le hubiera ocurrido emigrar a la Tierra Negra, como si en realidad hubiera habido algún esclavo hebreo alguna vez construyendo nada (todas las últimas investigaciones históricas y arqueológicas parecen indicar que las grandes construcciones, incluso las pirámides, fueron levantadas por ciudadanos libres y, por supuesto, egipcios). Para subrayar eso, a continuación nos hacen una panorámica con un montón de esclavos (aunque probablemente en aquella época en todo Egipto no había tanta población como la que se supone vive sólo en Menfis, la capital en el momento en el que se desarrolla la acción de la película) trabajando todos a la vez en multitud de obras, algunas de las cuales son completamente ridículas (como una gigantesca cabeza de faraón que está siendo labrada casi a pie de suelo en medio de un llano y que por supuesto nadie ha pensado cómo va a ser posible moverla y elevarla sobre el supuesto cuerpo que debe coronar).

A partir de ahí, las bofetadas históricas y culturales se suceden una tras otra sin solución de continuidad y, lo que es peor, la propaganda hace exactamente lo mismo, con lo que la macedonia final es más que indigesta. Por citar sólo algunas de las barbaridades de Exodus (cuyos productores debieron dedicar el dinero inicialmente destinado a los asesores históricos a organizar orgías de papas arrugás y vino del valle de Güimar), podemos señalar como ejemplos:

a) esos palacios que tienen más aspecto de grandes templos estilo Karnak que de residencias oficiales de una familia real, con un mobiliario que poco o nada tiene que ver con el que se usaba en aquel momento,


b) esas pirámides construidas ¡en medio de la ciudad! y en las dos orillas del Nilo a la vez..., o ese templo de Abu Simbel (uno de los monumentos hoy día más conocidos de Egipto) ¡¡usado como tumba faraónica para enterrar a Seti!!



c) esas espadas de hierro (¡¡¡de hierro, en plena Edad del Bronce!!! Y que conste que la fecha en la que suceden los hechos la eligen graciosamente los guionistas, porque no está demostrado de ninguna manera que el Faraón al que se enfrentó Moisés fuera, como se dice aquí, Ramsés II) que Seti regala a sus dos hijos, al auténtico y al "implantado", 

d) esa cínica sacerdotisa de no se sabe qué divinidad con unos modelitos dignos de John Galliano (en realidad, como los que "lucen" todos los protagonistas, tan feos como irreales) practicando unos rituales absurdos,

e) ese uso de la terminología moderna como si fuera corriente en la antigüedad (particularmente me mató aquello de "No puedes recibir al gobernador, no está en la agenda de hoy"), 


f) esos equipamientos militares egipcios que parecen sacados de un desfile del día del orgullo gay más que de la abundante documentación que poseemos sobre cómo eran de verdad..., y esa batalla de Qadesh que podría ser igualmente un enfrentamiento entre bandas de desharrapados en Tatooine o cualquier otro planeta del universo Star Wars

g)  ese Moisés organizando un primitivo Tsahal a espaldas del Faraón, un verdadero ejército de rebeldes que nadie sabe de dónde saca las armas o cómo puede entrenarse sin que se enteren los egipcios (por cierto, que hacen muy bien sus entrenamientos, acertando todas las flechas en los blancos y todo eso, pero luego nunca combaten de verdad),

Suma y sigue, todo lo que quieras.

En cuanto a la propaganda, es difícil encontrar una película donde los egipcios tengan un aspecto más nazificado que los propios nazis malvadísimos de las películas sobre la Segunda Guerra Mundial. La vulgar visión de los sufridos y humildes hebreos tirando con largas cuerdas de las enormes piedras sobre trineos de madera (solución que se demostró hace mucho tiempo más que insuficiente en un mundo de arena) mientras el fustigador egipcio de turno disfruta latigazo va, latigazo viene, como si fuera un discípulo del Marqués de Sade, es lo de menos. Durante toda la película hay un mensaje machacón de los-egipcios,-como-los-alemanes,-son-lo-peor mientras que los hebreos son un pueblo-santo,-valeroso-y-humilde-al-que-no-se-le-ha-hecho-justicia. Un mensaje resaltado con secuencias muy estudiadas como el aspecto de Pitón, la ciudad llena de esclavos a la que se traslada Moisés y cuya primera imagen recuerda poderosamente las innumerables secuencias de canteras de campos de concentración donde trabajan en condiciones lamentables los prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial. O como las piras gigantescas donde son incinerados constantemente centenares de cadáveres de esclavos hebreos transportados por otros esclavos de la misma forma que en las susodichas películas veíamos a los prisioneros de rayadillo llevando cadáveres de rayadillo (y menos mal que estamos en Egipto porque, si no, apuesto veinte a uno a que Aarón y Moisés habrían mantenido la manida y sarcástica conversación de "¿Está nevando?" "No, son las cenizas de la incineradora"). O como la secuencia en la que Moisés
 se reúne con los "sabios" del pueblo que, harapos aparte, recuerda tanto a otras en las que el Schindler de turno se entrevista con el Consejo Rabínico de guardia. O como el ahorcamiento de una familia cada día, al más típico estilo de represalia militar en Ucrania. Por cierto, los mandamases egipcios son siempre blancos, de aspecto caucásico e incluso ojos azules.

En fin, para qué seguir... El único detalle interesante de toda esta larga (dos horas y media) y aburrida película es la caracterización del monstruo no como una zarza ardiente, una nube luminosa o un montón de rayos y truenos, que es la imagen de costumbre, sino como un niñato insolente y malencarado, que necesitaría ser sometido a una de las terapias del programa televisivo Hermano Mayor. Un niño llamado formalmente Malak (Mensajero), aunque ya sabemos que en las lenguas semitas las vocales hay que interpretarlas en función del contexto pues todas las letras son en realidad consonantes. Así, el nombre original MLK puede significar varias cosas. Si en lugar de aes, usamos es, por ejemplo, tenemos Melek (Rey), pero si en lugar de aes y es usamos oes, resulta que tenemos... ¡Oh, vaya, vaya, vaya...! ¡Mira lo que tenemos!

Eso, y dos secuencias concretas. La primera, cuando tras la muerte de todos los primogénitos egipcios el Faraón dice la única línea de guión seria que le ha tocado en toda la película: "¿Qué clase de fanáticos adoran a un dios que asesina niños?" y Moisés le contesta (y se queda tan tranquilo): "Ningún niño hebreo ha muerto esta noche." Este breve diálogo podría recordarnos que el dios veterotestamentario, el supuesto bueno de la peli, mata a casi toda la humanidad con un Diluvio y luego practica genocidios aleatorios (como los de Sodoma y Gomorra) además de alentar otros crímenes como el secuestro, el incesto o el sacrificio humano, mientras que el supuesto malo de la peli, la serpiente satánica, lo único que hace es ofrecer a Adán y Eva la vía a través de la cual convertirse en dioses ellos mismos y prácticamente no vuelve a molestar a la humanidad...  

La segunda secuencia es el cierre de la película: un final soso y sin gracia, aunque quizá sólo en apariencia... Después del despliegue de efectos especiales con la famosa ola que engulle al ejército egipcio, el pueblo hebreo se encamina hacia su "paseíllo" de 40 años antes de llegar a la Tierra Prometida (por la que tendrán que luchar, matar y aniquilar ciudades enteras..., menos mal que estaba prometida). En medio de la barahúnda, se ve un carro a bordo del cual viaja un Moisés progresivamente más anciano, sucio y despeinado. A solas con sus pensamientos y sus recuerdos, Moisés se deja conducir/es conducido por el polvoriento e interminable camino. Y es ése casi el único momento de la película en el que Christian Bale demuestra que es actor, cuando descubrimos de pronto la mirada, a medias perdida, a medias aterrorizada de su personaje.
  
Una mirada de comprensión

Probablemente porque en ese momento se ha dado cuenta del error que ha cometido: convertir a un demonio en un dios.







viernes, 12 de diciembre de 2014

Vampiros y plantas

Una de las más interesantes secuencias de una película per se muy interesante (Las aventuras del barón de Münchausen, de Terry Gillian)
porque se presenta como una especie de comedieta de aventuras juveniles y no lo es (o no es sólo eso, para ser exactos), nos muestra cómo la Muerte, en su imagen más tradicional para los humanos corrientes (esqueleto, guadaña y etcétera), se apodera del espíritu de las persona a través de una especie de místico e intangible beso que extrae la energía del moribundo de su boca y la lleva a la Cosechadora de Dios, por llamarla de algún modo. Luego, ella se marcha con su botín sagrado, en busca de nuevos objetivos.

Conocemos la historia de los vampiros: seres tan siniestros como parasitarios que, gracias a la estúpida educación contemporánea en la que ya no hay ni buenos ni malos de acuerdo con la doctrina políticamente correcta imperante del relativismo, se han convertido en lánguidas presencias del mundo de la ambigüedad, seres simplemente "diferentes", dignos al menos de compasión y comprensión, a los que no es posible "marginar" por más tiempo. Después de todo, ellos no tienen culpa de ser lo que son...

Pues sí, sí la tienen. En contra de la creencia generalizada hoy sobre todo entre los incultos adolescentes lectores de supuestos tratados vampíricos que harían carcajearse a cualquier estudioso serio del tema, no ya en estos tiempos sino en cualquier otro anterior, uno no "se hace" vampiro porque le muerdan en el cuello y le sorban la sangre, sin más. Con eso, simplemente uno se muere porque se queda sin sangre. Una cosa es ser una víctima de un monstruo como éste y otra, muy distinta, ser un aspirante a convertirse en uno de ellos puesto que los tratados más antiguos se refieren a los mismos como una "raza aparte". Es decir, uno nace vampiro o no. Esto, sin tener en cuenta el carácter simbólico de esta figura: Bram Stoker, el autor de Drácula, la obra de vampiros más famosa de todos los tiempos, describió en su poco conocido texto a cierto tipo concreto de parásitos de la sociedad de su época, que por cierto siguen existiendo en la actualidad igual que existieron mucho antes en todas las sociedades humanas y que, para su supervivencia, precisan el derramamiento de sangre de cierta forma ritual. Stoker tenía conocimiento suficiente para hablar de estas cosas, aunque la mayoría de sus lectores no hayan llegado a captar sus sutilezas por falta de información, pues no en vano fue miembro de la Golden Dawn, la sociedad discreta más popular en aquel entonces en el Reino Unido.

La sangre es un elemento preciosísimo no sólo desde el punto de vista físico (sin sangre no se mueve el corazón ni se transporta oxígeno a las células ni...) sino desde el punto de vista tradicionalmente esotérico, ya que según se cuenta en ella radica la energía vital imprescindible para vivir en este mundo (y por ello a lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI diversos ocultistas han pronosticado reiteradamente que nunca se conseguirá "sintentizar" sangre artificial, una vieja aspiración de la medicina occidental, ya que haría falta disponer de algunos elementos no físicos que no están al alcance de la ciencia contemporánea). Desde este punto de vista, lo importante de la sangre no es ella misma sino lo que es capaz de contener y transportar. Por eso no existen tan sólo los "vampiros de sangre" (o más bien de esa sutil energía que corre por la sangre) sino los capaces de apoderarse de la misma con otro tipo de técnicas. Así lo hemos visto descrito en algunos cuentos de "fantasía" o en algunos libros de autoayuda donde se confunden a menudo los términos y los conceptos al hablar de éstas y otras cosas curiosas. 

Es cuestión de tiempo que la ciencia moderna confirme que las "supersticiones de nuestros antepasados" tienen su sentido después de todo, aunque sea dándoles un nombre diferente (como comentamos el otro día respecto al mesmerismo, hoy llamado sofrología e hipnosis) porque, nunca lo repetiremos lo bastante, nuestros antepasados no eran idiotas por el simple hecho de precedernos en el tiempo (más bien, es al contrario: tenían más tiempo que nosotros para pensar y razonar) y cuando una sociedad insiste en repetir ciertos ritos y creencias a los que se adjudica la capacidad de materializar cosas concretas, es porque esas cosas se materializan, porque esa manera de actuar funciona (independientemente de que se conozca o no la razón última de ese funcionamiento). Si no, habrían dejado de practicarlos con rapidez.

Pues hablando de vampirismo, resulta que un equipo de investigación alemán dirigido por el doctor Olaf Kruse, de la Universidad de Bielefeld, ha descubierto que algunas plantas pueden llegar a extraer energía alternativa de otras plantas. Es decir, pueden vampirizarse entre sí. La noticia aparecía en el Nature Communications, donde los científicos explicaban cómo confirmaron por primera vez que un alga verde, la Chlamydomonas reinhartii, no sólo utiliza la fotosíntesis como forma de conseguir la energía que precisa para vivir, sino que la puede robar a otras plantas próximas. Según esta publicación, lo más interesante del hallazgo es el planteamiento de que con las personas puede suceder algo similar. Así, el texto pronostica que "a medida que avancen los estudios energéticos en los próximos años, confirmaremos que esto se puede producir también con los seres humanos" porque su organismo "es muy parecido a una planta, al tomar la energía necesaria para alimentar los estados emocionales; esta esencia puede energizar las células".

Hablamos de bioenergía, por supuesto, un campo "en constante evolución" y que según la doctora Olivia Bader-Lee demuestra que "los humanos pueden curarse entre sí, simplemente a través de la transferencia de energía al igual que las plantas." En su opinión, los homo sapiens pueden apoderarse de esa energía mediante la aproximación a la Naturaleza, motivo por el cual acercarse a ella "es estimulante para tanta gente".

Bader-Lee sugiere cinco herramientas para garantizar que nadie nos roba esa energía: 1º) mantenerse centrado espiritualmente (lo que permite saber cuándo hay movimientos energéticos en nuestro entorno); 2º)  permanecer en la medida de lo posible en un estado de no-resistencia (similar al agua, de manera que cualquier energía negativa atraviese a la persona sin dañarla); 3º) Vigilar y controlar el espacio personal (el "aura" o, lo que es lo mismo, el espacio comprendido a una distancia máxima de cerca de un brazo alrededor de nuestro cuerpo); 4º) limpiarse periódicamente desde el punto de vista energético (hay diversas técnicas para eso); 5º) llenar nuestro espacio personal con nuestra propia energía (lo que supone la barrera más eficaz para impedir el paso de energías ajenas). 

De esta manera se puede evitar a los vampiros energéticos que, a menudo, ni siquiera son conscientes de ser tales. En realidad, el vampiro es básicamente un gandul, un irresponsable que se niega a asumir el esfuerzo de trabajar para conseguir su propia energía y se limita a robar la de los demás, sin importarle las consecuencias que eso tenga para ellos, aunque sea la muerte.








viernes, 5 de diciembre de 2014

Medicinas

No es mi siglo favorito, precisamente, pero hay que reconocer que a finales del XVIII se registraba una actividad especialmente interesante en Europa, dentro de la eterna guerra que enfrenta desde tiempos inmemoriales a "buenos" y "malos" a espaldas de los homo sapiens, que son incapaces de separar la mirada del escenario del teatro con el que se les entretiene todos los días. En aquella época, por ejemplo, claudicaba definitivamente uno de los ejércitos espirituales tradicionalmente asociados a los "buenos": una discreta sociedad que había sido infiltrada desde principios de siglo por los "malos" y que a partir de entonces sirve a éstos, aunque sus miembros inferiores (y aún bastantes en algunas jerarquías intermedias) sigan creyendo sinceramente a día de hoy que están ubicados en un lugar diferente... Fieles a su estrategia más habitual, los infiltrados fueron desviando el destino de esta sociedad con tanta lentitud como precisión, de manera que sus confiados integrantes no se percataran de que habían perdido el control primero y luego el rumbo de la nave hasta que ya no pudieron hacer nada por recuperarlo. Después, ya fue tarde para cualquier reacción. Esa época salvaje que muchos ignorantes siguen celebrando a día de hoy como si fuera una de las cumbres de la libertad y la sabiduría en el confuso devenir de la Humanidad ofreció la cobertura perfecta para hacer "desaparecer" a los elementos más molestos o peligrosos (aunque sólo fuera porque sabían lo que había ocurrido) que quedaban, acusándoles de contrarrevolucionarios. Así se completó la operación que, entre otros, permitió ejecutar a uno de los mejores músicos de la Historia conocida, perteneciente a esa sociedad y en el secreto de ciertas cosas..., aunque oficialmente murió por culpa de una enfermedad no aclarada.

En aquellos años turbulentos vivió un personaje muy curioso (uno de tantos, entonces) de origen alemán llamado Franz Anton Mesmer. Tuvo la fortuna de poder desarrollar su intelecto gracias a la educación en universidades jesuitas que (aparte del condicionante religioso) eran entonces como lo son ahora un grado más que elevado dentro de la enseñanza universitaria internacional. Mac Namara me ha sugerido en alguna ocasión que compaginó esa enseñanza oficial con otra más excéntrica en centros de enseñanza, digamos, un tanto etéreos. Lo cierto es que durante su carrera como médico comenzó a experimentar primero con imanes y más tarde con el magnetismo y el hipnotismo, con todo lo cual desarrolló lo que aún hoy se conoce como "mesmerismo" o "método mesmérico". Con él, alcanzó bastante éxito en la curación de algunas enfermedades (no todas) y ello despertó la irritación de los médicos "normales" que, en unos años donde el materialismo comenzaba a florecer, despreciaban sus peculiares métodos de tratamiento. Instalado en París, fue allí sometido a una suerte de juicio médico de "expertos" que destruyeron su credibilidad (ay, los franceses..., que siempre se venden como defensores de la libertad cuando a la hora de la verdad se han contado y siguen contando entre los mejores censores y sicarios del "lado oscuro").

Parece significativo que entre los miembros de la comisión que lo arruinó al decidir, no que sus métodos no servían para curar a la gente (esto no se pudo demostrar, por lo que se achacó la recuperación de la salud de sus pacientes al hecho de que habrían sido convencidos por Mesmer de que lo que les dolía antes de pasar por su consulta ya ni siquiera les molestaba un poquito), sino que el médico germano no había descubierto ningún fluido magnético natural de los animales, figuraban entre otros dos personajes de carrera también muy característica con claros muy conocidos y oscuros no tanto. Hablamos del médico Joseph Ignace Guillotin y el entonces embajador de los recién nacidos EE.UU. Benjamin Franklin. En todo caso Mesmer terminó abandonando París y se perdió, desprestigiada su figura, en las nieblas de los siglos...  Hoy, el valor terapéutico del mesmerismo está reconocido y de hecho se utiliza para distintos tratamientos, aunque ya no se llama así. Ahora se le llama sofrología y también hipnotismo, pero básicamente se trata de un método semejante.

Toda esta historia viene a cuento de tantos enemigos declarados que le han salido en los últimos años a la homeopatía, la acupuntura y otros tratamientos tradicionales que funcionan (por supuesto que funcionan: si no lo hicieran, hubieran dejado de practicarse hace mucho tiempo; la gente puede ser analfabeta pero no es idiota y nadie va a gastar su tiempo, su dinero y sus esfuerzos con algo que no haya tenido ocasión de comprobar fehacientemente) al margen del llamado "método científico" estrictamente materialista. Contrasta, además, cómo los mayores críticos de la medicina no controlada oficialmente hasta épocas muy recientes se desgañitan bramando contra la supuesta charlatanería de sus practicantes y la supuesta estupidez de sus beneficiarios mientras miran para otro lado en lo que respecta a las denuncias contra las crecientes irregularidades de la medicina oficial que, vaya, vaya, resulta no ser la panacea universal que se vende tan a menudo.

El pasado mes de septiembre se presentó en Madrid un libro especialmente llamativo en lo que se refiere a este asunto, con el indiscreto título de Medicamentos que matan y crimen organizado: cómo las farmacéuticas han corrompido el sistema de salud (Los libros del Lince) del danés Peter Gotzsche. Aunque la presentación fue en la sede de la OCU (Organización de Consumidores y Usuarios) no tuvo demasiada repercusión en los medios de comunicación..., aunque eso es decir que obtuvo alguna, lo que parece una entelequia en un país como el nuestro donde mucha gente se gasta la exigua cantidad de la que dispone para invertir en libros comprando auténticos buñuelos de nada, como las memorias de Belén Esteban o cualquiera de las innumerables secuelas de ese texto porno para mamás reprimidas llamado Cincuenta sombras de Grey. Sin embargo, Goztsche sabe de qué habla, puesto que además de conocimientos de química y biología ejerció la medicina en varios hospitales de Copenhague, la capital de su país... El caso es que su libro mete el dedo en el ojo de una manera un tanto molesta para el sistema pues denuncia con datos reales y casos prácticos algo que sólo las personas bien informadas (es decir, muy pocas) ya conocen: el inmenso negocio a nivel mundial que suponen los medicamentos y su comercialización. Una máquina capaz de imprimir tal cantidad de dinero  que, según cuentan algunos (empezando por el propio Mac Namara, que siempre ha sido muy rotundo al respecto), por su culpa siguen existiendo gravísimas enfermedades a día de hoy que podrían disponer de una cura..., y que no la poseen porque resulta mucho más rentable que siga muriendo gente afectada, gente que es tratada con medicinas ineficientes pero caras y que generan buenos beneficios.

Me hizo gracia encontrar en el libro un párrafo en el que Gotzsche recuerda cuando el directivo de una farmacéutica le dijo textualmente a un visitador médico que "debemos darle la mano a los médicos y susurrarles en la oreja que receten Neurontin para los dolores, Neurontin para el tratamiento con monoterapia, Neurontin para tratar el trastorno bipolar... ¡Neurontin para todo! Y no quiero escuchar ni una palabra sobre esa mierda de la seguridad." Me hizo gracia porque, de manera totalmente sorprendente tanto para mi gato conspiranoico como para mí mismo, el artículo sobre este medicamento que apareció en esta bitácora a finales de noviembre de 2009 es aún hoy, según las estadísticas informáticas, el más leído y comentado en toda la corta historia de Fácil para nosotros. Tal y como recuerda el autor de este fascinante texto, las consecuencias de la comercialización del Neurontin fueron la razón por la que la empresa Pfizer fue condenada en 2010 por cargos, textualmente, de "crimen organizado y conspiración"

La industria del medicamento invierte más del doble en mercadotecnia que en innovación, señalaba en aquella charla Gotzsche. Pero cuando hablamos de mercadotecnia no nos referimos sólo al diseño de los envases farmacéuticos.  Por ejemplo, cualquier periodista que se dedique a cubrir información sanitaria y tenga cierto peso en el sector o que, como un servidor, conozca a otros periodistas que trabajen en ello puede dar testimonio de la existencia de viajes fabulosos, auténticas vacaciones pagadas de una o dos semanas en verdaderos paraísos tropicales bajo la denominación oficial de "presentación del medicamento tal" o de la "solución médica de la pastilla cual". Durante esos días, el profesional de la información tendrá que cubrir una, a lo sumo dos ruedas de prensa no especialmente largas y quizá visitar alguna fábrica de medicamentos. Y dedicar el resto del tiempo a disfrutar de las vacaciones. ¿Alguien cree realmente que cuando vuelva el periodista a su casa va a hablar mal, no ya del nuevo producto medicinal, sino de la entera compañía que lo fabrica? 

El libro de Gotzsche da cifras. Por ejemplo, cuenta cómo en su propio país, donde viven unos 5,5 millones de personas se consumen ¡8 millones de dosis diarias! de medicación. Y que uno de cada 8 daneses toma al menos 5 medicinas cada día... También recoge la carta abierta al primer ministro británico David Cameron que firmaron varias decenas de científicos en la revista de este mismo país The Lancet (una de las "biblias" actuales de la medicina y la ciencia) denunciando que en la Unión Europea mueren cada año ¡casi 200.000 personas! por culpa de los efectos adversos de medicinas que se recetan o se venden sin más. En el caso de los EE.UU., los llamados fármacos antiarrítmicos provocan el fallecimiento de otros 50.000 pacientes anuales. Un solo producto, el rofecoxib, está según sus análisis tras la muerte por trombosis de 120.000 personas en todo el planeta... Tanto en la UE como en Estados Unidos, los medicamentos prescritos, recuerda, figuran como la tercera causa de muerte tras las enfermedades cardíacas y el cáncer.  Hay que tener en cuenta que el fenómeno no es nuevo: recordemos el caso de la talidomida, ese fármaco tan bueno para las embarazadas gracias al cual nacieron tantos niños malformados que, muchos años después, hoy día, siguen al menos en España reclamando en los tribunales una indemnización decente a la farmacéutica Grünenthal. Incluso en el caso de los tratamientos que funcionan sin contraindicaciones, la actitud de las empresas farmacéuticas, denuncia el autor del libro, es "mafiosa" porque todos los nuevos fármacos cuestan mucho dinero..., aunque no lo cuesten. Dice Gotzsche que no existe relación lógica alguna entre lo que cuesta elaborar un medicamento y lo que luego se cobra por ello.

En ese sentido, las instituciones encargadas de controlar estos artículos no protegen a los ciudadanos como debieran hacerlo: ni la europea ni la norteamericana. En el caso de ésta última, la FDA (Food and Drug Administration o Agencia para los Alimentos y los Medicamentos), uno de sus directores asociados, David Graham, reconoció que esta institución "desprecia la seguridad de un producto porque para ella no existen daños que no puedan controlarse con una vigilancia post-comercialización". Su manera de pensar es "no podemos tener un 95 % de seguridad sobre qué medicamento puede matar, pero lo asumimos y lo autorizamos". Y cita casos como los del vioxx, la warfarina o la cisaprida... Todo esto por no hablar de enfermedades prácticamente inventadas como el famoso TDAH (Trastorno de Déficit de Atención con Hiperactividad) que según explica el autor del libro "no es más que un nombre..., carece de entidad biológica y se diagnostica principalmente a partir de quejas de los maestros; pero se le podría aplicar a muchas personas que no son niños en edad escolar". Los medicamentos que se aplican para "combatir" este diagnóstico "tienen un mecanismo de acción similar al de la cocaína o la anfetamina" pues el objetivo principal "no es mejorar los resultados académicos de los niños sino conseguir que sean más manejables en clase". Eso, al precio de reducir su capacidad de interacción social o su curiosidad y, a largo plazo, incluso como adultos, crearles cuadros de ansiedad, depresión, pérdida de interés sexual, menor tolerancia al estrés e incluso daños cerebrales.

Hay muchos más datos desasosegantes en este libro que recomiendo estudiar con calma. La conclusión de este científico danés es clara: no hay que tomar medicinas más que en un caso de extrema necesidad (personalmente, he visto a compañeros de trabajo y otros conocidos ingiriendo pastillas de ibuprofeno casi como si fueran gominolas, con cualquier excusa..., también he visto las graves consecuencias que este "alegre" consumo de medicamentos -drogas, al fin y al cabo- han producido en algunos de ellos).