Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 25 de mayo de 2018

Cambio climático

El primer ministro saboreó su gin tonic mientras observaba el confuso tráfico cairota desde el ventanal de su suite, en el piso 18 del hotel más lujoso de la capital egipcia. Desde arriba, coches y peatones parecían distintos tipos de insectos, esquivándose mutuamente entre sí con cierta elegancia, como si todos formaran parte de una gigantesca coreografía ensayada durante los últimos meses para sorprender a los jefes de Estado y de Gobierno participantes en la COP, la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático.

Él había decidido tomarse un descanso, aunque su delegación continuaba los trabajos en el Palacio de Congresos de Al Manara. El foro internacional estaba terminando: lo haría a las tantas de aquella misma noche, pero sólo después de sumar otro largo paréntesis de horas y horas de discusiones absurdas y reuniones estériles, como en las jornadas anteriores. El pesimismo había dominado el ambiente previo durante meses. Y también la propia cumbre desde el momento de iniciarse. Las buenas palabras, las declaraciones de intenciones, las promesas y las propuestas..., todo lo amasado durante la COP 21 celebrada hacía ya varios años en París no tuvo continuidad en las ediciones sucesivas y aquélla no había sido una excepción.

Las temperaturas se disparaban hasta extremos increíbles en verano y bajaban hasta cotas extravagantes en invierno, el régimen de lluvias había enloquecido, el número de fenómenos naturales de efecto destructor -desde terremotos hasta inundaciones- se había incrementado muy por encima de la media, la polución generada por los combustibles fósiles afectaba a un porcentaje insostenible del planeta, los gases de efecto invernadero se habían revelado más tóxicos para el medioambiente de lo ya previsto... El mundo caminaba hacia el apocalipsis con pasos cada vez más rápidos y seguros, en medio de la indiferencia del ciudadano medio.

Se suponía que las cumbres COP debían servir para detener todo eso y por ello eran convocados importantes altos cargos de la política, la economía, la empresa, las ong conservacionistas y otros líderes sociales... Sin embargo, el primer ministro era muy consciente de que en realidad, habían sido utilizadas para todo lo contrario. Lo que allí se había coordinado no era cómo salvar al planeta de los efectos perniciosos del desarrollo humano sino, muy al contrario, cómo acelerar esos efectos con discreción y sin que la humanidad se percatara de lo que estaba sucediendo.

Habían actuado con mucha eficiencia, sobre todo en aquellos últimos años, rememoró el primer ministro mientras se terminaba la bebida alcohólica y daba su primer mordisco a la copa. Masticó el vidrio disfrutando de la aspereza del cristal roto en su rugoso paladar alienígena. 

Cuando los de su raza desembarcaron en la Tierra después de vagar tanto tiempo perdidos por el espacio a bordo de su ya deteriorado crucero de transporte, supieron enseguida que habían encontrado un nuevo hogar. Pero también llegaron al rápido convencimiento de que debían adecuarlo cuanto antes a su forma específica de vida, si aspiraban a sobrevivir. La suya era la única nave de toda la flota que había logrado alcanzar la meta tras superar enormes abismos cósmicos desde el sistema estelar donde abandonaron su moribundo planeta de origen. Y eran muy pocos para enfrentar a los humanos, más atrasados que ellos tecnológicamente pero mucho más numerosos. 

Por eso optaron por esconderse, disfrazarse de humanos para introducirse entre ellos y, aprovechando su superior ciencia, adquirir poder progresivamente hasta dominar las cúpulas de sus jerarquías. Una vez conseguida la autoridad, había sido un juego de niños ir construyendo paso a paso el futuro desastre impulsando una serie de medidas destructoras como la producción masiva de productos contaminantes o el sabotaje de las energías limpias conocidas y la ocultación de las desconocidas. En pocos años más, el planeta se habría vuelto inviable para la supervivencia de los humanos, pero sería un vergel desde el punto de vista de su raza extraterrestre.

Sí, la COP terminaría una vez más sin resultados positivos..., para sus anfitriones. Estaba tan satisfecho que, al terminar de comerse la copa decidió empezar a morder la botella de ginebra.





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(Aprovecho para anunciaros que el próximo 1 de junio a partir de las 18:00 horas me podréis encontrar en la Feria del Libro de Madrid. Allí estaré firmando, en la caseta de Alberto Santos Editor, las nuevas ediciones de mis novelas Islas en el cielo y Tuerto -primera parte de la trilogía Crónicas del dios demente-. A continuación podéis ver las nuevas portadas.)









viernes, 18 de mayo de 2018

Parásitos tecnológicos

Uno de los mejores relatos españoles de terror que he leído es bastante reciente: se titula El otro niño y, firmado por Eduardo Delgado Zahíno, fue publicado por la revista Delirio. Aunque el arranque resulta algo lento para mi gusto, la progresión del relato es fascinante. Cuenta la historia de un chaval que en realidad no es tal, sino un parásito -no se explica quién es ni de dónde sale- que se alimenta de los miembros -humanos- de su familia de acogida, a los que va devorando uno por uno. Lo más terrorífico es que tiene la capacidad no ya de pasar inadvertido sino, aún más, de hacer olvidar a sus víctimas su propia presencia, así como su responsabilidad en los hechos siniestros que protagoniza..., y hasta esos mismos hechos. Su padre y su profesor sospechan que algo raro sucede con él y con el resto de la menguante familia, pero, cada vez que deciden ponerse en marcha para investigar qué es, un velo de olvido cae sobre ellos, pierden el impulso inicial y así el monstruo puede continuar a lo suyo. 

Me parece un argumento genial, porque describe bastante bien lo que sucede en el mundo, a distintos niveles. Estamos rodeados de parásitos. Dentro de nuestro cuerpo viven multitud de ellos, aunque no nos demos cuenta. Los propios Amos sobre los que tanto he debatido con Mac Namara son, antes que otra cosa, parásitos a escala colosal. Y a nuestro alrededor también abundan, a veces con forma humana y, otras, asumiendo un aspecto institucional, político, religioso o digital, entre muchos otros campos de actuación. Sólo es cuestión de elevar ligeramente el estado de conciencia y acumular unos pocos años en el morral para aprender a verlos desplegándose y actuando en todo su perverso esplendor.

Hacerse pasar por otro es una de las especialidades de los parásitos. Un informe presentado hace ahora un año por Hocelot, una compañía española especializada en la verificación de personas físicas en tiempo real -enfocada a los clientes que actúan a través de Internet-, explicaba que sólo en España el fraude de identidad en la red provoca unos 1.600 millones de euros en pérdidas, una cifra que aumenta hasta los 80.000 millones a nivel mundial, que se dice pronto. Lo más probable es que un año después esas cantidades hayan ido en aumento. Y aunque ese fraude se produce por culpa de criminales humanos -criminales parásitos, que pretenden vivir a costa de los demás-, se ejecuta a través de máquinas, un tipo de actividad que también irá in crescendo, gracias a la extensión de la llamada "inteligencia artificial".

La IA está tomando cada vez más posiciones a nuestro alrededor, en silencio pero con creciente rapidez, y pronto controlará el mundo hasta límites que la mayoría de las personas ni siquiera son capaces de imaginar. De hecho, ya han tomado buena parte del control..., no hay más que echar un vistazo a ciertas funciones de nuestros teléfonos "inteligentes". El mismo Facebook, un abanderado de las supuestas bondades de la IA, desactivó hace poco -o eso nos dijeron, no sabemos si continúa en marcha, después de todo- un experimento muy interesante en este sentido. 

Un equipo de esta red social programó dos robots para interactuar y aprender a negociar entre ellos sin intervención humana, ayudando así a desarrollar un protocolo que permitiera agilizar la actividad comercial en Internet. El problema es que las máquinas terminaron desechando el lenguaje humano e inventaron su propio idioma, más manejable para ellas y..., absolutamente incomprensible para nosotros. Los responsables en Facebook y otros expertos en informática se sorprendieron mucho por lo ocurrido, lo cual demuestra que no han leído Ciencia Ficción en su vida, porque los autores de este género llevan mucho tiempo alertándonos a través de innumerables relatos, novelas y películas, algunas de ellas, muy populares- de lo que pasará en cuanto la IA se escape del control humano. Y eso es sólo cuestión de tiempo, como todo en esta vida, por muchas precauciones que se le ocurran a los "expertos" en seguridad. Hasta el hoy casi venerado Stephen Hawking lo advirtió en su día. 

Los robots de Facebook no son los únicos. Otros siguen actuando e influyendo en nuestras vidas y no precisamente en un nivel experimental, como los que se dedican a la inversión en Bolsa. Un informe reciente calculaba que, en Estados Unidos, casi 7 de cada 10 decisiones de inversión en el mercado de renta variable no son tomadas por el buitre financiero de turno, armado con su camisa blanca y tirantes, su gomina para el pelo y su taza de café frío, sino por frías máquinas que les sustituyen porque son más rápidas evaluando riesgos y tomando decisiones. Al menos, en teoría. Atención, otro informe que se remonta a 2004, hace sólo 14 años, apuntaba que el porcentaje de robots que se encargaban de tareas de este tipo era del 25 % y ahora hemos llegado prácticamente al 70 %, lo que quiere decir que no tardaremos mucho más en llegar al 100 %. 

Así pues, si alguien en la sala tiene intención de dedicarse a esta profesión en el futuro, debería ir cambiando de opinión, por más que en otro tipo de inversiones la presencia robótica no sea tan invasiva..., todavía. Así, en el mercado de futuros alcanzan ya más del 50 %, en el de divisas algo más del 40 %, en el de opciones cerca del 30 % y en el de renta fija poco más del 10 %. En todo caso, cualquier lector habitual de este blog, sobre todo los que mejor conocen a Mac Namara, sabe que la Bolsa no se inventó precisamente para que los pequeños inversores ganaran dinero o para que las empresas consiguieran financiación -o no sólo- sino para manipular la economía de los países con mayor facilidad y, además, de manera anónima. Una decisión tomada por un robot resulta, en este sentido, ideal para quitarse culpas de encima, por dañina que pueda ser para las personas de carne y hueso. Siempre se puede achacar a un "fallo técnico", obviando que alguien tuvo que programar de determinada manera al robot.

"Bueno, ya estás con tus exageraciones de costumbre. No hay que tener tanto miedo a los avances tecnológicos, ni a los robots... Después de todo, es fácil diferenciar una máquina de un ser humano. Estamos muy lejos todavía del Nexus-6 de 'Blade Runner'..." comenta todavía por ahí algún ingenuo. Pues no. Ya hemos señalado en otras ocasiones los últimos y abracadabrantes avances con robots físicos, pero es que cada vez son más impactantes, como el caso de Sophia, presentada por Hanson Robotics hace un par de años: no sólo tiene capacidad para reconocer a la persona que tiene delante y mantener con ella una conversación lógica sencilla, sino que puede utilizar más de 60 expresiones faciales para apoyar sus palabras con comunicación no verbal. El resultado es muy perturbador. 

Un reportero norteamericano le preguntó durante una prueba qué quería hacer en el futuro con su "vida" y Sophia contestó: "Espero poder hacer cosas como ir a la escuela, estudiar, hacer arte, iniciar un negocio, incluso tener mi propio hogar y una familia, pero como no se me considera una persona jurídica, no puedo tener acceso a estas cosas..." Luego el reportero le hizo la pregunta "divertida": "¿Quieres destruir a los humanos?" Y la máquina contestó: "De acuerdo, destruiré a los humanos." Es obvio que esta máquina jamás estará en condiciones de destruir a nadie, pero acabamos de ver una vez más un ejemplo de la velocidad con que avanza la tecnología. Y la tecnología puede ser programada de igual manera por una persona bondadosa e incluso santurrona que por un sinvergüenza sin escrúpulos... En el siguiente video se puede contemplar este incómodo momento. Y también la cara de loca con la que puede llegar a expresarse Sophia.




Sumemos a eso otro tipo de tecnologías, cada vez más desarrolladas, con las cuales resulta ya muy sencillo engañar a los humanos. Nvidia Corporation -otra de esas multinacionales cuyo logo incluye un ojo- ha desarrollado hace poco su GAN o Generative Adversarial Network (que puede traducirse como Red generadora de adversarios), un programa capaz de inventarse rostros humanos nuevos, empleando para ello bases de datos que contienen caras de personas reales. Es la sublimación
del retrato robot, y nunca mejor dicho, que utiliza IA para diseñar esos rostros y, al mismo tiempo, garantizar que tienen calidad suficiente como para ser considerados realistas y proporcionados. El resultado es espectacular, como se puede ver en la imagen adjunta. Si nos fijamos en ella con atención, seguro que nos suena más de una de las caras que estamos viendo, aunque no terminemos de recordar de qué. ¿Estamos ante una actriz famosa? ¿Un cantante de moda? ¿Un conocido político norteamericano? 

La verdad es que ninguna de esas caras es de verdad. Todas han sido generadas por GAN a partir de una base de datos de famosos de Hollywood. Aunque esta tecnología está aún en sus inicios y según sus creadores sólo funciona con fotografías de baja resolución, es cuestión de tiempo y de dinero -como todo- conseguir un programa de mayor calidad e incluso de procesamiento de video de modo que podamos, por ejemplo, entablar una supuesta conversación por Skype con alguien que no existe, porque es un rostro generado y animado por ordenador. Y para los que piensen que una cosa es engañar con una imagen y otra con una conversación, recordemos las conversaciones con Sophia..., y con muchos otros robots que ya conviven con nosotros y funcionan y nos hablan.

Es el caso de los asistentes personales del estilo de Siri en Apple o Cortana en Microsoft que, por cierto, van acumulando información sobre nuestras opiniones y gustos a medida que nos facilitan la existencia. Pero aparte de ellos, un buen puñado de diseñadores de chatbots participa periódicamente en una competición basada en el juego propuesto en 1950 por el famoso matemático británico Alan Turing, The Imitation Game (El juego de la imitación), que consiste en intentar que, durante una conversación, una máquina le haga creer a un ser humano que ella es otro ser humano. Hay más de 60.000 libras esterlinas en juego y lo cierto es que todavía nadie ha conseguido el objetivo de engañar a los jueces, si bien algunos se han acercado bastante. 

Los curiosos pueden probar chatbots de este tipo en sitios como el de Alice, que no es el nombre de Alicia en inglés, sino el acrónimo de Artificial Linguistic Internet Computer Entity o Entidad de lengua artificial informática para Internet (¿no es curioso que el nombre remita al desagradable País de las Maravillas con el que se encontró cierta chica que perseguía un conejo?).

Aunque todas estas tecnologías se presentan como una manera de hacer más cómodas nuestras vidas, la realidad es que suponen un paso más en la invasión y destrucción de la intimidad personal. Por si no estuviéramos ya lo bastante vigilados y controlados, el hecho es que en muy pocos años dispondremos de nuestro propio asistente robótico personalizado encargado de facilitarnos todas las tareas de gestión informática y nos dirigiremos a él de palabra, como si fuera nuestro esclavo. Y será sólo cuestión de -poco- tiempo -sobre todo si adquiere una forma lo bastante humana para relajar nuestra atención- que, además de pedirle que nos reserve mesa en un restaurante, nos conteste un correo electrónico o nos busque el taller más próximo a nuestra casa, empecemos a usarlo para desahogarnos contándole nuestras neuras e intimidades.

No es una elucubración gratuita. Las nuevas generaciones aceptan sin tapujos lo que para los que ya tienen unos años -y ya no digo nada de los que somos inmortales- es una aberración absoluta: esa creciente desaparición de la privacidad que se manifiesta en forma de exhibicionismo constante ante redes sociales, cámaras y cualquier otra nueva tecnología y que nos presentan como algo deseable, en el sentido de que después de todo no importa cómo sea uno porque debe mostrarse como tal y ser aceptado así. Como siempre, una cosa es predicar y otra dar trigo, porque a medida que uno elimina capas de intimidad lo que hace es quedar más y más indefenso ante cualquiera con malas intenciones. Y no sería extraño que el día de mañana muchos hoy partidarios de esa destrucción de lo privado se lamentaran al descubrir que los mayores impulsores de esa idea son precisamente los más malintencionados.

El proceso de aniquilación de la privacidad está bastante avanzado. Hace poco, tuve una experiencia significativa con unos veinteañeros que se pasaban alegremente sus contraseñas en un correo electrónico -ni siquiera como adjunto y, desde luego, no encriptado-, sin darse cuenta de que los emails no equivalen a los antiguos sobres cerrados con sello -o lacrados, si nos remontamos a tiempos anteriores- sino a las postales que cualquiera podía leer desde el momento en el que uno la depositaba en el buzón hasta que llegaba a su destinatario. Cuando les alerté sobre el hecho de que esa manera de pasarse las contraseñas era como si las gritaran en público a los desconocidos, me contestaron con cierta inocencia y sin ningún rubor que, particularmente, no usaban contraseñas si podían evitarlo. 

Esto me recordó la desoladora lista de las más populares y utilizadas en el mundo que elabora anualmente SplashData y que, en el informe de 2017, el último publicado hasta ahora, no se diferencian mucho respecto a años anteriores. Entre las más usadas, por increíble que parezca, figuran 123456, password (en inglés, contraseña), qwerty, admin, abc123, y, en el colmo de la ironía, hasta trustno1 (un juego de palabras que, en inglés, significa no confíes en nadie). Esto, por si alguien se preguntaba cómo es posible que los hackers revienten cada vez más sitios web y programas de correo y los parásitos y usurpadores de identidad se multipliquen por doquier.

Por supuesto que hay parásitos mucho más peligrosos que los que nos usurpan la identidad en Internet pero, como decía el clásico, ésa es otra historia y hablaremos de ello otro día.








viernes, 11 de mayo de 2018

Más allá de los sueños

El neozelandés Vincent Ward rodó en 1998 una de las películas más conmovedoras que he visto sobre la existencia después de la muerte: What dreams may come (traducida al español como Más allá de los sueños), basada en la novela homónima y publicada veinte años antes por uno de los más grandes maestros del género fantástico contemporáneo: Richard Matheson. No es Ward un realizador con una filmografía muy extensa, entre otras cosas por su interés en distintas disciplinas más allá del séptimo arte, como la pintura o la fotografía. Precisamente su experiencia en estos otros ámbitos confiere a este largometraje una potencia visual desbordante añadida que, por cierto, le permitió cosechar el Óscar a los mejores efectos visuales. Por casualidad (o sea, por causalidad), veinte años después de su estreno, he vuelto a ver esta obra, que brilla por su ausencia, como prácticamente todas las películas de interés, en la programación de las parrillas televisivas. Mejor así. No es recomendable verla en prime time, acompañado por otras personas con ganas de jolgorio deglutiendo palomitas y refrescos y siendo constantemente interrumpidos por anuncios. Es preferible reunirse con uno mismo y escoger un horario extravagante y solitario para concentrarse en la trama, construida sobre el raíl de un constante flashback, e ir fijándose en los interesantes detalles que contiene, sin detenerse hasta el final.

El argumento nos presenta a una pareja exitosa que ha conseguido todo, incluso la felicidad, y que de la misma manera lo pierde también todo, empezando por esa felicidad. Christy Nielsen -interpretado por Robin Williams, siempre sonriente hasta cuando hace de muerto- y Annie -el papel de Annabella Sciorra- se encuentran en un lago (me parece que las imágenes están rodadas en el lago Constanza: yo he nadado, cerca de Friedrichshafen, en esas aguas frías, alimentadas por la nieve de las montañas que lo encierran y que podían beberse directamente como si fuera agua mineral sin envasar) y se enamoran de inmediato. Es como si se conocieran desde siempre. Se casan al poco tiempo y su convivencia armoniosa les permite desarrollar sus profesiones respectivas con fluidez: él, como médico y ella, como marchante de arte y pintora. Tienen dos hijos: Ian, un tanto frustrado por no ser tan inteligente como su padre al que tanto admira, y Marie, siempre juzgando el mundo desde la permanente insatisfacción de su adolescencia. Todos siguen la implacable norma de vida impuesta por Christy: no rendirse jamás, ante los retos profesionales, ante los exámenes en el colegio, ante los problemas de todo tipo en el día a día. Never surrender. La vida les sonríe.


Hasta que deja de hacerlo. Un accidente de tráfico termina trágicamente con la vida de los hijos -y de la cuidadora, que les llevaba en el coche- y conduce a Annie a un manicomio, víctima de la depresión y de la desesperación. El amor, los cuidados y el esfuerzo constante de su marido logran rescatarla de la institución psiquiátrica donde está ingresada tras un intento de suicidio y consiguen así recuperar parte de su vida anterior. Sin embargo, lo peor está por llegar: pocos años después, es Christy quien muere de forma un tanto absurda en otro accidente y entonces la vida de Annie se derrumba del todo. El camino del enamorado matrimonio se divide por vez primera desde que se encontraron y asistimos a partir de ese momento a sus respectivas peripecias vitales. Annie cae poco a poco en la depresión y se desliza de nuevo hacia la locura que la poseyó tras la muerte de sus hijos. Mientras tanto, Christy experimenta lo que sucede al pasar "a mejor vida". Primero, tiene que aceptar que ha muerto de verdad, lo que poco a poco termina asumiendo gracias a la ayuda de un guía, al que en principio ve borroso..., porque no quiere verlo, no quiere reconocer lo que le ha pasado. Éste es un punto interesante que se repite durante toda la película en distintas formas y que tiene bastante que ver con el mundo real: el protagonista ve personas o circunstancias concretas no cuando cree que quiere verlas sino sólo cuando él de verdad quiere verlas.


Después de las previsibles escenas en las que el recién fallecido contempla su propio funeral y la desgarradora desesperación de su viuda -que, por supuesto, no cree en la supervivencia tras la muerte-, se nos presenta lo más sugerente de toda la película: el tipo de Cielo al que llega Christy. Este momento es importante porque no se trata de cualquier lugar -y mucho menos de esas fantasiosas nubecillas llenas de gente con túnicas, halos y alas tocando el arpa- sino, específicamente, de su Cielo, creado de acuerdo con lo que él considera lo más hermoso y lo mejor. En este caso, es un paisaje similar al entorno donde conoció a Annie y en el que, al principio, flora y fauna están literalmente "pintadas" por su imaginación y su voluntad, ya que él mismo es un apasionado de la pintura y la ilustración. La Tradición cuenta exactamente eso acerca del paso al Otro Mundo: que lo que uno se encuentra en el momento de desencarnar es justo lo que ha ido creando y alimentando a lo largo de su existencia mortal: tanto lo bueno, como lo malo. Siendo así, imaginemos lo hermoso que pudo ser el Cielo personal con el que se encontraron Mozart, Bach, Leonardo Da Vinci o Miguel Ángel, por poner un ejemplo, y el Cielo tan infernal que pudo recibir a Charles Manson, John D. Rockefeller, Lavrenti Beria o Pol Pot, por poner otro ejemplo. 

La misma Tradición -lo hemos visto en innumerables pinturas y esculturas de distintas épocas históricas- advierte de que, en el momento de la muerte, los ángeles y los demonios que rodean al finado se disputan su alma para enaltecerla o envilecerla. Esta lucha es lo más habitual, a no ser que el fallecido haya sido prácticamente un santo y vaya "para arriba" sin más o se haya comportado como un completo miserable y vaya entonces directo "para abajo". Pero como la mayoría de las personas han hecho cosas buenas y malas a lo largo de su existencia, ¿cómo determinar su destino? Pues como en el boxeo o en los combates de artes marciales: a los puntos. Es decir, el que pueda poner más actos buenos, más "ángeles" en la balanza, evitará lo peor mientras que el que tenga más actos malos, más "demonios", ya sabe lo que le espera. Esto no quiere decir que el primero se "salve" para toda la eternidad y el segundo se "condene" igualmente para siempre. Toda la vida me ha sorprendido la facilidad con la que la gente se tragaba esa tontería de que 60 ó 70 años de vida -cuando no muchos menos- bastaran para determinar el destino definitivo de uno per saecula seculorum. Tiene más sentido pensar en todo esto en términos de cursos en un colegio. El alumno bueno que ha aprobado todo porque ha estudiado a lo largo de un curso concreto, tendrá unas merecidas vacaciones antes de pasar al siguiente. El alumno malo se quedará sin sus vacaciones porque tendrá que sufrir estudiando deprisa y corriendo de mala manera para intentar aprobar en septiembre. Y acaso no sea capaz siquiera de aprobar, por lo que le espera la repetición del curso. O eso dice la Tradición.


De aquí viene la obsesión de algunos personajes históricos con poder y con dinero, conseguidos gracias a sus instintos más salvajes y a todo tipo de actuaciones criminales, que en cierto momento de su vida decidieron gastar enormes fortunas en la construcción de grandes obras para beneficio de su comunidad, financiando desde hospitales hasta catedrales u orfanatos, con la idea de compensar el mal hecho a lo largo de su existencia y acumular así suficientes "ángeles" que pudieran equilibrar la balanza frente a sus legiones de "demonios". La teoría no es mala pero ¿tuvieron tiempo y mérito suficiente para lograr esa compensación real? ¿Y hasta qué punto no hace falta algo más, aparte del dinero, como por ejemplo un sincero deseo interno de enmendarse, más allá de la muestra pública de piedad? En Oriente, hay costumbres similares. En países como India o China, existía hasta hace bien poco la costumbre entre muchos hombres maduros de abandonar a su familia -una vez crecidos los hijos y asegurada la hacienda para la esposa que quedaba en el hogar- y convertirse en monjes mendicantes, pobres como ratas, con la misma idea de compensar una vida de materialismo dedicándose a las cosas del espíritu hasta la hora de la muerte. Y una historia parecida es la de muchos de los santos de la Iglesia, de pasado turbulento e incluso asesino, que de pronto descubren el camino espiritual y cambian por completo su existencia en un intento por neutralizar y contrapesar su "balance negativo" en el debe y haber de su cuenta personal. ¿Cuántos de ellos lo consiguieron, si es que lo consiguió alguno, con independencia de la legión de nombres que incluye el santoral tradicional y que, por cierto, incluye la judeocristianización de antiguos dioses y diosas cuyo culto fue absorbido con habilidad al servicio de la religión de moda en la Edad Media en Europa? Quién sabe. 

De todas formas, lo más interesante de esta advertencia de la Tradición es que uno puede ponerse las pilas en este sentido: la mayoría de las personas ha cometido muchos errores a lo largo de su existencia pero seguramente no de excesiva gravedad, por lo que una acción decidida de compensación y toma de control de uno mismo puede enmendar una vida errática o simplemente inútil por anodina.

Volviendo a la película, Christy descubre poco a poco distintos aspectos del Más Allá y también a varios de sus habitantes, empezando por su antiguo perro -es inevitable la referencia a Anubis, en forma de dálmata-, sus propios hijos, con los que se produce un emocionado reencuentro -primero con Marie y luego con Ian..., o en realidad es al revés-, y su antiguo maestro y tutor profesional Albert Lewis -interpretado por la siempre poderosa presencia de Max Von Sydow-. Entonces llega una noticia terrible: Annie no ha logrado soportar por más tiempo el dolor de haberse quedado sola en la Tierra y ha muerto. Aunque esto produce una congoja inicial en el médico, ya que es una prueba de lo mal que ha debido pasarlo su mujer para llegar hasta semejante extremo, pronto se rehace y se muestra esperanzado, ya que por fin volverá a reunirse con ella. Pero... Pero resulta que ella no ha fallecido de forma natural sino que se ha dado muerte a sí misma -el suicidio constituye uno de los mayores tabúes en todas las religiones y todas las culturas de distintas épocas y esto tampoco es una casualidad- y por eso ha ido a parar a lo más oscuro del Infierno, de donde no puede ser rescatada. Está condenada a sufrir toda la eternidad rumiando el dolor generado por el egoísmo y la autocompasión que ha sido incapaz de superar ante las tremendas pruebas con que se ha encontrado en la Tierra. Se ha encerrado a sí misma y nada ni nadie podrá liberarle de esta cárcel espantosa si no es su propio autodespertar, lo que nunca ha sucedido. Christy y Annie no volverán a verse jamás. Terrible, ¿no?


Un momento, un momento... Estamos hablando de Christy y ¿cuál es la máxima vital de nuestro protagonista? Exacto: Never surrender! El médico no está dispuesto en absoluto a aceptar lo ocurrido, monta en cólera y se rebela contra las propias reglas del Cielo. A la manera de Dante, guiado por un Albert Lewis que asume el papel de Virgilio, emprende rumbo al Infierno donde el peor de los destinos para un alma que no tiene por qué estar allí, le advierte su mentor, es el de volverse loco. Asistimos así a otra potente andanada de imágenes en el recorrido por los territorios del Averno que sería interesante comentar casi secuencia por secuencia pero eso haría interminable este ya de por sí largo artículo. El caso es que Christy/Dante y Lewis/Virgilio atraviesan diversos niveles del Infierno, personalizado igual que el Cielo de acuerdo con los pecados y las fallas de los condenados, hasta alcanzar su destino.  


(Entre paréntesis y volviendo por un instante al asunto de la lucha entre ángeles y demonios por el alma del fallecido, Cielo e Infierno en el fondo no son sino la misma cosa, vista desde ángulos diferentes. Esta idea se aprecia con más claridad en otro largometraje tan recomendable como poco conocido dirigido por Adrian Lyne en 1990, La escalera de Jacob, donde el protagonista vive una pavorosa ordalía a las puertas de la muerte. Es uno de los secundarios de esta película el que le facilita la clave de todo el argumento al relacionar sus peripecias con las visiones de Meister Eckhart, el notable místico renano que vivió entre los siglos XIII y XIV. El personaje le explica que según Eckhart "lo único que arde en el infierno es la parte de ti que no se va de tu vida..., tus vínculos y recuerdos son quemados allí pero no para castigarte sino para liberar tu alma. Si tienes miedo de morir y te resistes, verás diablos arrancándote la vida pero si estás en paz los diablos se volverán ángeles que te liberarán de la Tierra". O, como dijera el no menos renombrado francoespañol Gérard Encausse, más conocido como Papus, cuatro siglos más tarde: "el Diablo no es otra cosa que el culo de Dios". A mucha gente le reventaría la cabeza si, por un momento, se parara a pensar lo que puede significar el hecho de que ambos -en apariencia- extremos tan separados entre sí en el lance espiritual, cuyos respectivos nombres comienzan por cierto con una D mayúscula, actúen a menudo en la viejas leyendas más como socios que como enemigos.

Y bien, finalmente Christy alcanza el más oscuro de los agujeros oscuros del Infierno y allí encuentra, en efecto, a Annie, tan desposeída de sí misma que ni siquiera reconoce, cuando le ve, al querido amor por el cual se ha pasado toda la película llorando. La escena en la que él intenta desesperadamente despertarla de su ponzoñoso ensimismamiento es otro de los puntos más destacables de toda la historia. Primero, por el perfecto escenario de desvencijada decadencia que rodea a la mujer y que es un espejo físico del estado de su alma. Después, porque describe con extraordinaria nitidez el autoencarcelamiento mental al que demasiadas personas en este mundo son adictas, y sin necesidad de llegar al momento de la muerte. Y, finalmente, por la valiente resolución que toma el médico: se reconoce incapaz de salvar a su mujer -porque ella no se deja salvar, a pesar del peligroso viaje en el que él se ha embarcado con ese fin- y decide quedarse junto a Annie para acompañarla en su agónica soledad y procurarle el alivio que pueda. Lo hace, pese a que Lewis le ha advertido de que si se queda allí mucho más tiempo él también enloquecerá y entonces no será una sino dos el número de almas de aquella misma familia perdidas en el Infierno. Pero él está decidido: prefiere una eternidad horrible a su lado, aunque ambos sean incapaces de reconocerse entre sí, que otra maravillosa en soledad y sin volverla a ver nunca más.

Esta escena es mucho más profunda de lo que parece y nos está hablando de un tipo de amor que nada tiene que ver con el de las parejas corrientes. Ni siquiera con el amor supuestamente extraordinario de parejas populares en nuestro acervo cultural como Romeo y Julieta, Marco Antonio y Cleopatra o Ulises y Penélope. Por resumirlo muchísimo, estamos ante un amor que va mucho más allá de lo sensual, del afecto, del cariño profundo entre un hombre y una mujer... Que se eleva por encima de lo meramente humano y que conduce al fin al sacrificio voluntario de uno mismo, hasta la muerte si es preciso, en favor de aquello a lo que se ama y por lo que uno está dispuesto a inmolarse. Paradójicamente, es justo cuando uno asume esa renuncia suprema con gallardía y honestidad, con un corazón leal y alegre, justo cuando uno se entrega sin condiciones, el mismo momento en el que no sólo no se perderá a sí mismo sino, al contrario, alcanzará la inmortalidad al adquirir la comprensión completa de su propia existencia. Porque uno sólo puede llegar a experimentar un amor semejante si ha ido tan lejos como para superar la meta y regresar al comienzo y, así, descubrir que ni la meta ni el comienzo existen en realidad. Ha comprendido que ángeles y demonios son lo mismo y que ambos están dentro de sí. Es en este instante de la película cuando adquiere sentido el nombre del protagonista: Christy.

Así que, cuando Christy se sacrifica por Annie, su amor logra despertar por fin a la mujer y, juntos, logran salir del Infierno y reencontrarse en el Cielo, donde la dicha de ambos es total, máxime cuando se juntan también con sus hijos -y el dálmata-. Las cosas están bien cuando bien acaban y el epílogo de la película resulta simpático..., y también dice muchas más cosas de lo que parece a simple vista. Y es que Christy y Annie podrían quedarse a vivir una eternidad de felicidad pero deciden volver a la Tierra de nuevo, separarse y reencarnar en cuerpos nuevos. Volver a buscarse, volver a encontrarse, volver a enamorarse, volver a vivir la aventura de la
experiencia física que, en sí misma, no vale gran cosa ya que todo lo que está hecho de materia es perecedero pero, para el espíritu, es una oportunidad maravillosa, puesto que la única forma que tiene de aprender algo nuevo y crecer es abandonar por un instante -un instante de 70 u 80 años- su eternidad e invulnerabilidad y jugar a ser un muñeco de barro para aprender qué significa el dolor, la sorpresa, el miedo, la sensualidad, la incertidumbre..., todas esas cosas que están fuera de su alcance en su estado normal. Un viejo cuento oriental dice que los ángeles envidian a los hombres justo por esa razón, ya que ellos son más poderosos y mucho más perfectos, pero no tienen posibilidad de aprender y desarrollarse, mientras que los hombres dentro de sus miserias tienen la ocasión -otra cosa es que la aprovechen- de crecer desde el primero hasta el último de sus días en este planeta.

Ni qué decir tiene que Más allá de los sueños recibió duras críticas a ambos lados del Atlántico cuando se estrenó. La calificaron de historia prescindible, poca cosa, almibarada, indigesta, pretenciosa, hueca, galimatías metafísico y no sé cuántas tonterías más pero ¿qué podíamos esperar del entorno de Hollywood? Ya sabemos que la consigna general es ofrecer al espectador grandes raciones de sangre, violencia, sexo, espectáculo circense y embotamiento de los sentidos. Ah, y también relaciones personales frustrantes, caducas y basadas en el amor con minúscula, no en ese otro amor del que hablábamos unos párrafos más arriba. Cualquier película que se salga de eso resulta imperdonable, a no ser que al menos deje muchísimo dinero en taquilla con el cual financiar secuelas que destruyan los valores que hubiera podido tener en un primer momento. No es lícito mostrar historias de verdadero coraje, crecimiento interno y de esperanza..., a pesar de lo cual un puñado de osados cineastas, guiados tal vez por ciertas fuerzas de luz, consiguen colar de vez en cuando algún título que merece la pena, como éste.

Lo más triste de What dreams may come fue el destino final de Robin Williams, ya que se suicidó ahorcándose con su propio cinturón dieciséis años después de interpretar el papel de Christy Nielsen. El actor, como tantos otros, había practicado durante años su particular descenso a los infiernos del alcohol y las drogas, lo que seguramente contribuyó a la violencia con la que se manifestó en él la conocida como demencia de cuerpos de Lewy, con síntomas similares a la enfermedad de Parkinson y la de Alzheimer. Su viuda Susan Schneider confirmaría luego que durante sus últimos años de vida había sufrido fuertes depresiones, paranoias y ataques de ansiedad entre otros síntomas y aseguró que, dado el curso de su enfermedad, a lo sumo le quedaban tres años de vida, en condiciones deplorables víctima de la enajenación mental, cuando decidió suicidarse.


A veces me imagino a Robin Williams, al hombre real, allá abajo, entre las ruinas de una casa derruida y a oscuras en lo más profundo del Abismo, lamentándose y compadeciéndose de sí mismo, preso de su infierno suicida como la mujer a cuyo personaje salva en la película. Y quiero creer que, en algún momento, también llegará hasta allí su Annie personal, se llame como se llame, y será capaz de sacrificarse por él para rescatarle. 


A todos nos espera una Walkyria, en alguna parte.









   

viernes, 4 de mayo de 2018

Furor heroico

J.R.R. Tolkien, el genial escritor británico, nunca publicó nada realmente original. Los elfos y otras "humanidades" ajenas a nosotros estaban desde hace mucho tiempo en la mitología del centro y el norte de Europa y los orcos, en el sur, mientras que los magos y los brujos pululaban en todo el Viejo Continente. La eterna lucha entre el Bien y el Mal, el anillo como objeto de poder, la espada rota que habrá de ser forjada de nuevo por el rey que vendrá, el amor incierto entre el guerrero que no sabe si habrá de volver de la guerra y la princesa que le espera angustiada en retaguardia, el consejero parasitario que empobrece al rey y con éste al reino, el héroe humilde que precisamente gracias a su pequeñez puede pasar inadvertido y triunfar allá donde no llegan los más fuertes... Todo eso (incluso el nombre de algunos de sus personajes más famosos, como Frodo, que era uno de los apodos del dios nórdico Freyr, o Gandalf, la denominación exacta de un príncipe elfo en las Eddas escandinavas) estaba contado mil y una veces, antes de que él volviera a escribirlo, con su propio estilo y sus propias palabras, en una de las obras cumbre del siglo XX y de la literatura universal: El Señor de los Anillos

Y, sin embargo, Tolkien debe ser considerado como uno de los principales autores de nuestra época, un Homero contemporáneo, porque él fue capaz de contarlo otra vez, y hacerlo además muy bien, cuando todas estas historias que habían pasado de padres a hijos durante incontables generaciones, y que habían forjado el carácter europeo, estaban ya prácticamente perdidas por culpa de la Revolución Industrial y el paso a la modernidad. Desarraigados de la Naturaleza por la emigración masiva a los suburbios industriales de las ciudades, abducidos desde entonces por los avances de la tecnología y encadenados al oro por la estirpe malvada que hoy domina el mundo, los mono sapiens del continente donde todo empezó -y donde sospecho que todo también terminará- olvidaron las claves para recordar quiénes eran. Tolkien se las devolvió en forma de "novela fantástica", igual que otros lo hicieron siglos atrás en forma de "cuentos de hadas" o "para niños" y, antes que ellos, aún otros las presentaran en forma de mitos. De ahí su éxito inconmensurable e inimitable entre los lectores occidentales -pero sólo entre los occidentales-, pues las aventuras de los hobbits y demás personajes no hablan al intelecto ni a la imaginación sino a la sangre...

A lo largo de las eras, ha sido preciso volver a contar una y otra vez las mismas cosas, porque el hombre es un ser olvidadizo, de memoria fragilísima por culpa de su deplorable estado de conciencia. No es un problema actual. Ya la antigua Grecia tuvo que hacer lo mismo: actualizar los conocimientos de las civilizaciones que la precedieron en el tiempo, tanto las que todavía recuerdan los libros de Historia de colegios y universidades como las que no. Gracias a esa labor, la contemporaneidad nos la presenta como la supuesta "cuna" de Europa, cuando sabemos que muchos de sus grandes hombres bebieron de fuentes previas, las más conocidas de las cuales (pero no sólo) son el antiguo Egipto y las cultura mesopotámicas. De todos los valores de los antiguos griegos, siempre he pensado que el mayor fue su insaciable curiosidad y su capacidad para viajar al mismísimo Hades con tal de conseguir una nueva tecnología, un nuevo producto o, lo mejor de todo, un nuevo conocimiento. Como Tolkien, su mérito fue recopilar todos aquellos aportes ajenos y combinarlos con lo que ya sabían, y especialmente organizarlos, adaptarlos, conservarlos y transmitirlos a sus sucesores: los antiguos romanos al principio y el resto de pueblos después.

Siguiendo el modelo de sus maestros egipcios, los griegos transmitieron lo más importante en forma de mitos y leyendas con múltiples niveles de comprensión, de manera que cada cual tuviera acceso a la parte de la que fuera merecedor y sólo a ésa. En nuestros días, en los que tantas personas viven cegadas por el espejismo de una igualdad que nunca ha existido en el Universo, es frecuente escuchar quejas y protestas por la presencia de esos distintos niveles y lo más divertido es que las más rencorosas suelen provenir de aquéllos que, cuando tienen acceso a determinada información, no sólo no la comparten sino que la emplean para tratar de incrementar su poder personal. Sin embargo, los sabios de todas las épocas han sido conscientes de que no todos los seres humanos están a la misma altura y que lo que para unos puede ser un delicioso néctar para otros es al mismo tiempo el más espantoso de los venenos. Por lo demás, ¿qué adulto con dos dedos de frente dejaría una pistola cargada en manos de un niño? 

Además de la mitología, los antiguos griegos emplearon una panoplia de herramientas características para la conservación/transmisión de su sabiduría, en la que encontramos desde los oráculos hasta los acertijos, pasando por las parábolas, las paradojas y los enigmas de todo tipo. El objetivo de estas herramientas era aprender a pensar de un modo diferente, ajeno a la lógica vulgar. Porque tan importante como llegar a los niveles más profundos de sabiduría y significado es la manera de alcanzarlos. Los japoneses poseen algo parecido dentro del Zen: el koan, que suele basarse en una pregunta absurda y en apariencia sin respuesta. En realidad, no la tiene..., si uno se limita al mundo racional. Para contestarla, hay que ir más allá. Tampoco es tan difícil como parece: se trata simplemente de cambiar de ángulo y empezar a ver las cosas de una forma distinta a la que utilizamos por lo común. 

Veamos el caso de la paradoja. ¿Cómo puede ser real al mismo tiempo una cosa y la contraria? La cuarta de las siete leyes herméticas (legadas por Hermes Trismegisto -el Tres Veces Grande-, que fue como los griegos denominaron al egipcio Thoth) es la de la Polaridad que, entre otras cosas, dice en su formulación: "los semejantes y los antagónicos son lo mismo (...) los extremos se tocan (...) todas las paradojas pueden reconciliarse". Pero, ¿cómo podemos decir que es lo mismo el frío y el calor, si con uno nos helamos y con otro nos asfixiamos? ¿Acaso no son conceptos antagónicos? Sí, si nos limitamos a la lógica vulgar, en la que el frío extremo está en uno de los vértices de una línea horizontal y el calor en el otro. Entre medias, todo tipo de temperaturas: fresco, templado, agradable, cálido, etc. Ahora bien, la misma ley de la Polaridad nos da la clave, cuando explica que "los opuestos son idénticos en naturaleza, pero diferentes en grado". Vayamos, pues, un paso más allá y, en lugar de la horizontal, imaginemos una línea vertical, cuyos extremos se extienden hacia arriba y hacia abajo, y se pierden mucho más allá de los puntos señalados inicialmente como frío y calor extremos. Ahora ambos puntos valen tanto como los otros tipos intermedios..., porque en realidad no existen los puntos extremos (o acaso sí, pero no los conocemos y para el caso es, entonces, lo mismo). Todos los puntos son equivalentes, no son conceptos distintos, sino grados de un concepto superior a ellos, pues todos son distintos niveles de lo mismo: la temperatura.

El estado interno adecuado para superar la lógica vulgar y acceder a niveles profundos de comprensión se encuentra obviando el mundo externo y centrándose dentro de uno mismo. Todos los caminos espirituales de todas las épocas han hecho especial hincapié en esa mirada hacia dentro y por ello todos los lugares sagrados de poder se encuentran en sitios oscuros, recogidos: desde los santuarios griegos a las cuevas de los eremitas, desde las iglesias románicas a los templos ocultistas. La salida siempre está dentro, no fuera, donde la buscan los que no saben y donde, como es obvio, nunca la encontrarán. Franco Battiato lo canta así en su Inneres Auge (Ojo interior): 

La linea orizzontale (La línea horizontal)
ci spinge verso la materia (nos impulsa hacia la materia)
quella verticale verso lo spirito. (y la vertical, hacia el espíritu.)
Con le palpebre chiuse (Con los párpados cerrados)
s'intravede un chiarore (se entrevé un destello)
che con il tempo e ci vuole pazienza (que con el tiempo y con paciencia)
si apre allo sguardo interiore: (se abre hacia la mirada interior:)
inneres auge das innere auge (ojo interior, el ojo interior)

El oráculo, con su lenguaje ambiguo y confuso, es otro buen ejemplo de cómo transmitir información escondiéndola tras una cháchara en apariencia sin sentido..., que finalmente adquiría si uno aprendía a pensar de otra manera. Lo advierte la antigua sentencia: esfuerzos ordinarios conducen a resultados ordinarios y si en verdad quieres obtener un resultado extraordinario deberás por fuerza hacer esfuerzos extraordinarios. Aún embelesan y conmueven los restos de algunos lugares sagrados que se pueden visitar en Grecia a día de hoy, aunque sólo resten en pie, como esqueletos de animales gigantes, las columnas y algunas piedras de los otrora orgullosos templos. Delfos, el hogar de la sibila que hablaba en nombre de Apolo, es uno de los más bellos. Los miles de turistas que se pasean en nuestra época a todas horas por entre los maravillosos restos de este lugar fabuloso, lo hacen tratando de entenderlo desde fuera. A través de la arquitectura, de la escultura, de la pintura..., de la geología incluso, dado el escarpado punto que escogieron los antiguos sacerdotes para fijar allí el omfalos, el ombligo del mundo. Pero una visita limitada a lo externo, aunque atractiva, deja siempre un poso de insatisfacción. Como si uno hubiera llegado a tocar la fruta, a olerla, a pesarla..., pero sin llegar a degustarla.

A Delfos llegaban los antiguos y allí se maravillaban no ya con el templo y el resto de infraestructuras, o con sus rituales, sino con las enseñanzas que recibían en su Escuela de Misterios. A día de hoy, hay que pasear por sus nobles ruinas llevando con uno mismo esos Misterios, los que enseñan quiénes somos nosotros en verdad -no nuestra identidad física, material, sino otra cosa- y que el camino hacia el Cielo, por mucho que nos duela o que nos repugne, pasa inevitablemente por el Infierno y nadie puede caminarlo por nosotros. Los mitos griegos, después recogidos por los romanos, nos explican cómo los mayores héroes e incluso los dioses -como el propio Hermes- han de descender a los abismos más profundos, para poder derrotarse a sí mismos y así obtener el triunfo final. Nos hablan también de aquéllos que fracasaron por culpa de sus pasiones descontroladas, como el iracundo Aquiles derribado por una flecha en el talón, el soberbio Belerofonte descabalgado de lomos de Pegaso en el Olimpo por el propio Zeus o el vanidoso Narciso privado de su oportunidad como ser humano tras ser convertido en flor.

Quizás el mayor daño que haya hecho a la humanidad el judeocristianismo (esa agria e intencionada deformación del verdadero camino de Jesús el Cristo, que ha sido impuesta culturalmente por los hipócritas servidores de las fuerzas oscuras, como si fuera su mensaje real) es la inoculación en las mentes de los creyentes del degenerado y orientalizante concepto de mesías, sobre el cual hemos hablado otras veces en esta bitácora. La epopeya espiritual de Jesús -la que conocemos públicamente, al menos- sólo fue válida para él. Sólo se le puede considerar "salvador" en el sentido de que se salvó a sí mismo y mostró de esta manera lo que cada uno debería hacer consigo si también quiere salvarse. Los verdaderos maestros nunca recorren el camino del discípulo. Se limitan -y esto es ya mucho, un tesoro invaluable- a indicarle por dónde debe caminar y a advertirle acerca de los monstruos y otras amenazas que le saldrán al paso, pero es cada discípulo quien debe superar su propia ordalía.

En Delfos, también había enseñanza para todo aquél que supiera leer, sin necesidad de mayor compromiso. Y era una enseñanza igualmente valiosa. Se habla de las 147 "máximas pitias" -probablemente fueran más- inscritas sobre las paredes del templo y que recogían los mejores consejos de los míticos siete sabios de Grecia -siete o setenta veces siete, quién sabe cuántos hubo-. Como decía Pausanias, "las palabras escritas en el pórtico de Delfos son de utilidad para los hombres". El más conocido de estos apotegmas, y al mismo tiempo el más desconocido, por el abuso que se ha hecho de él en los tiempos modernos como frase publicitaria, es Conócete a ti mismo. Hay otros para mí especialmente queridos como De nada en demasía, Estima lo sagrado, Aprende a aprender, Manda sobre ti mismo, Persevera en tu educación, Busca la sabiduría, Actúa de modo justo, Ejercita la nobleza, No pierdas el tiempo, Educa a tus hijos, Cuídate del engaño, Sé amable con todos, Sé agradecido, Respétate a ti mismo o No confíes en la suerte.

Hay muchos más (seguramente me dejo algunos por el camino, pero así los interesados tendrán oportunidad de profundizar en el tema y buscar por sí mismos la lista completa): Respeta a los dioses, Obedece al dios, Obedece las leyes, Ama la amistadRespeta a tus padres, Sométete a la justicia, Reflexiona sobre lo que hayas escuchado, Honra tu casa, Ayuda a tus amigos, Sé benévolo con tus amigosDomina tu carácter, No te sirvas de los juramentos, No censures, Ensalza la virtud, Aparta a tus enemigos, Aléjate del mal, Aprende a ser bien hablado, Escúchalo todo, Aborrece la arrogancia, Respeta a los suplicantes, Sé generoso cuando tengas, Háblale bien a todos, Hazte amante del saber, Aborrece el mal, No te canses de aprender, Acepta la vejez, Obra de acuerdo con tu conciencia, No mates, Ten trato con los sabios, Examina tu carácter, No mires a nadie con desconfianza, Haz uso del arte, Honra la buena conducta, No envidies a nadie, Alaba la esperanza, Aborrece la calumnia, Obtén las cosas justamente, Honra a los buenos, Ten sentimientos de pudor, Desea la felicidad, Evita el resentimiento, Trabaja por lo que es digno de ser adquirido, Domina tu lengua, Distánciate de la riqueza, Hazte el bien a ti mismo, Odia la discordia, Aborrece la injuria, Habla cuando sepas, Renuncia a la violencia, Muestra benevolencia con todo el mundo, Responde en el momento oportuno, Esfuérzate más allá de lo necesario, Actúa sin arrepentimiento, Arrepiéntete cuando te equivoques, Domina tu mirada, Piensa en lo útil. Conserva la amistad, Busca la concordia, No digas lo indecible, Aniquila el odio, No te burles de los muertos, Siente compasión por los desgraciados, No alardees de tu fuerza, Ejercita una buena reputación, Enriquécete de manera honrada, Ama a quienes te alimentan, No combatas contra aquél que está ausente, Respeta al anciano, Enseña a los más jóvenes, No seas dominado por la arrogancia, Corona a tus antepasados, Muere por tu patria, Muere exento de sufrimiento.

A esta lista habría que incorporar la epsilon misteriosa en el frontón del templo. Plutarco escribió todo un ensayo acerca de esta letra -titulado Sobre la E de Delfos- en el que trató de interpretar su significado y sugirió que significaba: "Tú eres". Sería la respuesta al conócete a ti mismo, al indicar que el iniciado era, en su interior, lo mismo que el dios Apolo. De nuevo buceando dentro de nosotros para encontrar la parte inmortal más allá de la realidad física. No deja de ser chocante que la letra E sea, en español, aquélla con la que comienza la palabra Espíritu. Por eso la tarea del héroe consiste en la construcción de un Yo con mayúsculas, que le permita dominarse y vencerse definitivamente. Por eso se da a luz a sí mismo, como decían Heráclito, Platón..., e incluso Jesús, que se refería a lo mismo cuando hablaba del Hijo del Hombre.

En 1585, Giordano Bruno escribió De gli Eroici Furori (Los heroicos furores), un "diálogo moral" al estilo platónico, que dedicó al poeta inglés Philip Sidney. Allí hablaba del "furor divino" y el "furor heroico" indicando que en el primer caso los dioses o espíritus divinos tomaban posesión de gentes en general incultas o ignorantes, "vacías de espíritu y sentido propios", a las que usaban como receptáculos donde introducirse para manifestarse y conducirles al misticismo religioso e incluso el éxtasis. Así, la sociedad sabría que lo que decían estos hombres poseídos era real porque "al no hablar por estudio y experiencia propia, necesariamente deben hablar y obrar por una inteligencia superior y de esta manera la multitud les profesa mayor admiración y fe". Pero para Bruno era más interesante el segundo caso, el del furor heroico, propio de un "espíritu lúcido e intelectual que, movido por un estímulo interno y un fervor suscitado por el amor a la divinidad, la justicia, la verdad y la gloria (...) enciende la luz de la razón y ve así más allá de lo ordinario". Así que, reconociendo que aquéllos que tienen el furor divino poseen también "más dignidad, potestad y eficacia en sí, puesto que albergan la divinidad", los que poseen el furor heroico son en realidad "más dignos, potentes y eficaces. Y son divinos" porque "los primeros son dignos como el asno que lleva sobre sí los sacramentos y los segundos, como cosa sagrada en sí misma". No se puede explicar con mayor claridad.

Por esta razón, Bruno valoraba más la voluntad (la del héroe) que la inteligencia ya que "para el intelecto humano es más fácil amar la voluntad y la belleza divinas que comprenderlas" pero el hombre puede "forzarse gracias a la voluntad hacia allá donde no se puede llegar con el intelecto" y morir en su "aspecto de hombre social" para llegar a la divinidad que, descubre al fin, está dentro de sí mismo. Así se produce la transformación del amante en el amado. Para tener éxito en su misión, es preciso guerrear, conquistar, batallar (es así que el camino espiritual activo del hombre occidental es muy diferente al pasivo del oriental y por eso ni el yoga ni ninguna otra disciplina estrictamente concebida para las gentes del Este del mundo es de verdad útil para quienes vivimos en el Oeste). Entroncando con la sabiduría griega, Bruno explicaba que los afortunados poseedores del furor heroico son confortados por "un calor engendrado por el sol de la inteligencia en el alma y un ímpetu divino que les presta alas", lo que les permite adquirir una "divina e interna armonía". Así, son capaces de levantarse "fácilmente" cuando caen, gracias a esas fuerzas internas que "dentro de él, danzan y cantan como nueve musas en torno al resplandor de Apolo. Y tras las imágenes sensibles y las cosas materiales, va comprendiendo consejos y órdenes divinos..."

Bruno es un personaje singular, hermoso y, como tal, ignorado por las masas actuales, que jamás han leído sus libros y acaso ni han oído su nombre alguna vez (igual que tampoco conocen las máximas pitias). Podría decirse mucho sobre él pero baste señalar ahora que perteneció sin duda a la aurea catena y por ello él y su obra fueron perseguidos, "juzgados" y condenados a muerte. Sus obras fueron quemadas y, lo mismo, su cuerpo físico, que ardió en la hoguera tras el juicio de rigor a manos de la Inquisición de Roma (la Inquisición no fue un invento español y, en todo caso, en España, el número de víctimas mortales que causó es irrisorio comparado con las persecuciones religiosas en otros países europeos más "liberales"..., hay que recordarlo una vez más y todas las que haga falta). 

Con la serenidad propia del que sabe, Bruno se enfrentó a los jueces que le declararon hereje "pertinaz y obstinado" cuando le sentenciaron a muerte y les contestó con estas desafiantes palabras: "Tembláis quizá más vosotros al anunciarme esta sentencia que yo al recibirla"