Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Melancolía

Cielos añiles, casi púrpuras..., cielos bellísimos con destellos anaranjados  salpicando el horizonte y semiocultos por la cordillera cada vez más oscura que se recorta delante de ellos y que impediría al observador ocasional, si lo hubiera, el privilegio de contemplar aun durante un instante el extravagante rayo verde que acompaña a la muerte diaria del Sol. Son las mismas montañas que enmarcan, o mejor sería decir que contienen, ese inmenso tapiz de colores esmeralda, malaquita, pistacho, menta, oliva, musgo, aguacate, manzana..., que ofrecerían un festival de relajantes sensaciones a un ojo entrenado. El aire es limpio, fresco y a la vez sereno. Un aire transparente, casi inexistente, que trae desde lejos los trinos de pájaros despistados y la berrea de grandes cérvidos excitados por el celo en pleno edén, donde el crepúsculo está deshaciendo la jornada a cámara lenta, como si en el fondo no lo deseara.

Nada de eso le interesa demasiado al anciano Perkus Frank, que agoniza lentamente, con la misma suavidad con la que se licúa el día, hundido en su cómodo y almohadillado sofá de anea, sobre la inmensa terraza de mármol blanco y parquet de madera noble bajo el porche con vistas privilegiadas al gran bosque delante de su hogar. Nada le duele, nada siente. Pero no disfruta de la eterna tranquilidad de la naturaleza que le rodea. Tiene la mirada perdida, viendo sin ver, arrinconado en el fondo de su alma por antiguas visiones que sólo a él le atormentan.

- ¿Necesita algo más, amo Perkus?

Ni siquiera contesta a la tierna voz de MePu, la escultural joven apenas cubierta con un ligero vestido de lino, suelto y cómodo, que recoge con dedicación el apetitoso refrigerio, ignorado desde hace ya un par de horas sobre la mesita junto al sofá. Ella le sonríe, agradable como de costumbre. Perkus Frank nunca ha visto en ella un mal gesto, un mohín o una cara de reproche. Mucho menos una lágrima. Sin embargo, no piensa en ella, ni siquiera la mira, como tampoco ha apreciado los alimentos que preparó amorosamente y luego le llevó para que los disfrutara y que ahora está retirando con la misma eficacia que los trajo. Ni siquiera se ha tomado su zumo de frutas del bosque recién exprimidas, que tanto le ha gustado siempre. Pero si durante un instante fuera de nuevo consciente de su vida y pudiera echar mano de sus recuerdos, vería a MePu ahí, junto a él, desde su adolescencia, cuidándole, mimándole, sometiéndose a todos y cada uno de sus caprichos, delicada y obediente, sin protestar. Recordaría que ha sido su fiel compañera desde hace..., ¿cuánto? ¿Un centenar de años? No sabe exactamente el tiempo que lleva viviendo. Los tratamientos de salud y rejuvenecimiento le han provisto de un aspecto inmejorable. Alguien que no le conociera diría de él que no tiene más de 40 años, aunque en realidad triplique esa edad.

MePu termina de recoger y le dedica otra sonrisa cariñosa antes de llevarse la bandeja y el zumo y perderse, tras la cristalera impoluta, en el interior de la confortable vivienda en la que el hombre, tan viejo y tan joven a la vez, ha disfrutado de una vida larga y tranquila, reposada y sumamente agradable. Vista en perspectiva, la suya podría ser descrita de hecho como una vida ideal, el sueño de generaciones incontables de seres humanos que han luchado, sufrido y muerto sin conseguir más que migajas de felicidad, y a veces ni siquiera eso, sometidos a una existencia propia de galeotes cósmicos. Sin embargo, a él no le ha faltado de nada. Se ha emborrachado de lujos, de sexo, de aire puro, de momentos encantadores y risueños, de seguridad y placeres. Nunca ha tenido que preocuparse absolutamente por nada. La más simple de las enfermedades ha sido prevista y combatida genéticamente y con las técnicas de rejuvenecimiento. Su más mínimo capricho ha sido cubierto por la extraordinaria Seguridad Social Universal heredada de sus mayores. Ha disfrutado de MePu y de muchas otras como ella. Jamás se ha sentido amenazado. Nadie le ha gritado, ni le ha presionado, ni le ha pegado, ni le ha provocado siquiera. No ha tenido que superar retos, ni enfrentar problemas. No ha necesitado crecer interiormente. Ha disfrutado de una infancia casi eterna, cumpliendo todos y cada uno de sus caprichos.

Pero eso no le ha salvado, después de todo, de la inmensa marea de melancolía que comenzó a apoderarse de él poco a poco, a hurtadillas, hace ya unos años y que ha ido creciendo lentamente hasta ahogarle, sin que él supiera qué le estaba ocurriendo, por qué ya no iba todo perfectamente como siempre lo había hecho. Hasta que descubrió la razón.

Poco importa quién y por qué provocó la última gran guerra. Lo único cierto es que el mundo devastado que sobrevivió a ella era un inmenso erial en el que murieron a millones durante la postguerra aquéllos que de alguna forma habían logrado evitar caer en los combates, las cadenas de atentados o el envenenamiento químico mundial. Sólo dos decenios después de que se registrara el final del conflicto, apenas quedaban en la Tierra menos de cien mil personas dignas de ser llamadas así, aisladas en sus domos automatizados con recursos naturales propios y provistos de todo tipo de servicios básicos que, fuera de ellos, los desdichados que aún se arrastraban por las estepas estériles reducidos a la condición de antropoides ciegos no podían ya ni imaginar. Esas ínsulas fortaleza fueron el último refugio, no de la humanidad, sino de los parásitos que habían vivido toda su vida a costa de ella y que, ahora, tras destruirlo por fin, se dedicaron a vivir con comodidad, reduciendo progresivamente sus preocupaciones gracias a la creciente robotización de su cultura, que les mantenía a salvo de los viejos desafíos.

Al principio estudiaron, incluso se divirtieron, analizando desde la seguridad de sus domos la decadencia de los últimos hombres y mujeres dignos de ser denominados de esta manera: los luchadores, los dispuestos a enfrentar los problemas, los creativos en busca de soluciones, los solidarios con su tribu... Pero no podían ganar, naturalmente. La destrucción había sido de tal calibre que malvivían sobre arenas movedizas y era una simple cuestión de tiempo que terminaran engullidos por ellas. Cuando al fin desaparecieron, los parásitos se convirtieron, como siempre lo habían deseado, en los herederos del planeta. Pacientemente protegidos en sus refugios, asistieron a la curación de la tierra, del aire y del mar. Dejaron que la Naturaleza obrara su labor misteriosa y reconstruyera el mundo del que ahora sólo ellos iban a disfrutar.

No necesitaban trabajar, ni resolver problemas. Ni siquiera preocuparse por su alimentación, garantizada  por sus cada vez más desarrollados asistentes robóticos. La molicie y la despreocupación, el capricho efímero y la ausencia de responsabilidad se convirtieron enseguida en sus normas de vida. Cada vez dependían más de sus máquinas, hasta que renunciaron a sus últimos arranques de iniciativa y, a partir de entonces, se limitaron a dejarse acunar. La existencia se convirtió en una plácida sucesión de días monótonamente felices, anodinos, desprovistos de objetivos y ambiciones. Y, de esta forma, sus generaciones fueron disminuyendo con lenta pero segura cadencia, tanto más rápida cuando mayor número de comodidades y menor número de problemas debían afrontar, merced a sus avances tecnológicos. Más pronto de lo que nunca habrían previsto, los parásitos quedaron reducidos a unas pocas docenas, desperdigados por un planeta que cicatrizaba sus heridas también de forma más temprana de lo que habían supuesto en un primer momento. Esto tenía algo bueno, razonaron: cuantos menos fueran, a mayor número de recursos tocarían. Pero la entropía es una ley de hierro, que escapa a los cálculos de los simples y termina ahogando la materia tarde o temprano.

Un día, Perkus Frank descubrió que era el último. En su inmenso egoísmo, aquél en el que había sido educado desde antes de nacer, nunca había necesitado tratar ni siquiera con los ya escasos parásitos que existían cuando él nació. O, mejor dicho, cuando fue nacido gracias a la tecnología de reproducción. Supo así que, cuando él falleciera, la especie se extinguiría. No quedaría ningún humano, fuera o no parásito, en aquella bola de agua y arcilla que caía eternamente por el cosmos girando alrededor del Sol. No era algo que tuviera que preocuparle especialmente, pero desató en él la melancolía.

Ahora, no sabía por qué, lo único que deseaba era que todo se consumara, que llegara el fin sin mayor dilación. No tenía otra ambición, ni otro deseo, ningún motivo para hacer otra cosa. Se dejaba estar, sin hacer nada, sin comer, sin preocuparse por ninguna circunstancia de ningún tipo -¿no era eso lo que siempre había hecho?-. Sólo esperaba la muerte, pues tanto tiempo sin enfrentar retos, sin resolver desafíos, le había privado incluso de la imaginación y la voluntad necesarias como para plantearse que él mismo podía provocarla de mil maneras que nunca se le ocurrirían.

MePu, Mechanische Puppe, aguarda junto a la cristalera, callada y obediente, como de costumbre. No sabe qué sucederá con ella cuando amo Perkus fallezca, pero tampoco le preocupa. La crearon para servir y eso ha hecho desde el mismo momento en el que fue programada, tan hermosa.

El problema es que Perkus Frank no termina de morir. Y ni siquiera sabe blasfemar por ello, pues la soberbia tecnológica de los suyos le privó entre otras cosas de la fe necesaria para un día poder renunciar a ella al maldecir a los dioses.






viernes, 20 de noviembre de 2015

Esperando a Terminator

Dice mi tutor en la Universidad de Dios que el gran drama del homo sapiens en este planeta es que está convencido realmente de que es un ser humano cuando no sólo no es así sino que, de hecho, todavía anda muy lejos de poder lucir con orgullo ese apelativo. "Ha habido, y sigue habiendo, muy pocos seres humanos de verdad en la Tierra y la mayoría de los que se han mostrado sinceramente ante los 'homo sapiens' han acabado lamentándolo". He apuntado la frase tal cual porque este tema me impresiona bastante. En Primero de carrera (e incluso antes, cuando uno se orienta hacia los estudios para poder trabajar el día de mañana en calidad de dios), se aprende enseguida que existen muchos..., digamos, organismos de distinto tipo disfrazados de seres humanos y pululando por el mundo con su aspecto aunque no lo sean. Además, se puede aprender a reconocerlos. En más de una ocasión, alguno de ellos se me ha quedado mirando cuando nos hemos cruzado por la calle, porque ellos también pueden reconocer a los estudiantes de la carrera de Dios. Pero no hay intercambio de palabras, ni de saludos, ni de nada: pertenecemos a universos distintos, aunque juguemos en la misma cancha. Hay películas, como la serie de comedias de Men in Black protagonizada por Tommy Lee Jones y Will Smith, que cuentan algo de esto disimuladamente, bajo el disfraz de los chistes o la aventura, para transmitir ciertas informaciones a los que puedan entenderlas..., y para evitar caer en la paranoia.

Thoth añadía que, en el fondo, los homo sapiens son vagamente conscientes de no ser lo que aparentan. Bueno, en el fondo y en la superficie, porque cualquiera que se pare un poquito a pensar se puede dar cuenta con relativa facilidad de que un mundo en el que proliferan los ataques terroristas, la corrupción, la violencia, la explotación sexual, el hambre, la contaminación medioambiental, la mentira y tantas otras atracciones de feria no es precisamente un mundo en el que los seres humanos reales (a los que se les supone inteligencia, valor, conciencia, responsabilidad y otras pequeñas virtudes) lleven la voz cantante. Tampoco parece la antesala de esa tan prometida como ilusoria Nueva Era o Salto Cuántico de Conciencia o como quiera que le llamen los ilusos que piensan que el Mal en el mundo se va a resolver de la noche a la mañana por la graciosa intervención de bondadosas entidades cósmicas superiores... Hasta ahora, los aspirantes-a-humanos podían consolarse con algunos juguetes mentales como la religión, la cultura, la gastronomía, el deporte o las ideologías políticas, pero en estos tiempos de kali yuga hasta eso parece haberse perdido y cunde una desesperación creciente entre ellos. Cada vez hay más homo sapiens que invierten mayor número de horas alienados con el trabajo (o algún sustituto para buscarse la vida a diario) primero y con la televisión después, a la espera de un prometedor fin de semana en el que alternan el aburrimiento y las diversiones mecánicas (sexo mecánico, comilonas mecánicas, borracheras mecánicas, solidaridad mecánica, etcétera mecánico). Son los mismos que desprecian a sus ancestros porque eran más incultos y pobres (tecnológicamente hablando) que ellos, ¡a pesar de que estos antepasados aún tenían bastante porcentaje de su cabeza lo suficientemente limpio como para pensar por sí mismos!

El caso es que su temor es creciente porque se están dando cuenta de que no van a ninguna parte. Paradójicamente, en lugar de tomar la dirección adecuada, buscando el ideal humano en su interior, en la conexión perdida con su propia Chispa, para desarrollar lo que les puede hacer hombres y mujeres reales, se han volcado aún más hacia el exterior, hacia el mundo de Maya, automatizándose progresivamente tanto en sus conductas como en su manera de vivir y en los objetos y rutinas a los que se abrazan sin pensar demasiado. Son como ese explorador que cae en las arenas movedizas y, en lugar de hacer lo que recomiendan los expertos (tratar de mantener la horizontalidad del cuerpo como si flotara haciendo el muerto en una piscina, para retrasar el hundimiento mientras se requiere ayuda) empieza a bracear alocadamente (lo que le hundirá con rapidez). 


Así que están ahí, como locos, impulsando aún más la tecnología, la robótica, la inteligencia artificial... Pero, ¿a qué mente tan estrecha se le ocurrió por primera vez que era una buena idea tratar de darle inteligencia, y con ella un poder creciente sobre el planeta, a las máquinas? ¿Y a qué cerebros tan soberbiamente orgullosos de sí mismos -y por tanto tan mediocres- les puede parecer correcto seguir trabajando en eso con la idea de que si tienen éxito en su proyecto van a "beneficiar" a la humanidad? La Ciencia Ficción nos ha avisado muchas veces de lo que pasará el día en el que una máquina adquiera conciencia de sí misma. A partir de entonces será sólo cuestión de tiempo que llegue a la conclusión de que el homo sapiens resulta absolutamente prescindible puesto que todo lo que puede hacer un animal puede o podrá ser hecho en algún momento más rápido y mejor por una máquina. De ahí a que la nueva dictadura de la máquina considere que la especie que la creó no es rentable y proceda a destruirla por completo (o, como mucho, a seleccionar unos cuantos ejemplares para mantener en reservas zoológicas) no hay más que un paso... Pero, claro, nuestro género favorito nos ha avisado de muchas otras cosas a las que nadie ha hecho ni caso y que han terminado ocurriendo tal y como fueron escritas con decenios de antelación, a veces con más tiempo. ¿Acaso esos autores pertenecían a algún tipo de organización secreta con aspiraciones a conquistar el mundo y poseían información privilegiada al respecto? Bueno..., algunos sí, pero es más sencillo que eso: estos escritores eran simplemente gente despierta, con capacidad para otear el horizonte y ver hacia dónde marcha esta sociedad. Quisieron avisarla y se encontraron con que les despreciaba al calificarles como autores del género "fantástico".

Claro que lo peor de todo no es la inundación de dispositivos (cada día más potentes, cada día más realistas, cada día más deseables, cada día más entretenidos -ojo a esta última palabra-...) sino la propia transformación del homo sapiens en uno de ellos desde la más tierna edad. La creciente crisis social que padece Occidente y que terminará destruyéndolo (si es que antes la propia Tierra no decide poner fin a esta torturada civilización desatando la nueva era glacial, que tenemos ya en puertas) se implanta en chavales que aprenden antes a buscar pornografía en Internet a través de su teléfono móvil que a desarrollar una relación sana con amigos y compañeros, que destruyen tanques o aviones o soldados en videojuegos con una fabulosa resolución gráfica mientras son incapaces de defenderse en una pelea callejera contra un matón, que se saben las genealogías y las banderas y los reinos y los superpoderes y las vidas y las obras de los personajes del cine y la televisión pero no tienen ni idea de quién hizo qué en su propio país no ya hace mil o dos mil años sino hace tan sólo cincuenta. Hoy mismo se publicaba un espeluznante informe en el Reino Unido de Ofcom, el regulador del mercado de telecomunicación británico, según el cual uno de cada tres adolescentes (¡sólo uno de cada tres!) -de edades entre 12 y 15 años-  y uno de cada seis niños -de 8 a 11 años- es capaz de diferenciar, al utilizar Google, entre un resultado orgánico (natural, lógico) y un anuncio insertado por el buscador previo pago (y eso que Adwords lo subraya con colorines para que se vea bien que es publicidad). En el mismo estudio se señala que más de la mitad (un 53 %) de los adolescentes no sabe que los youtubers, tan de moda ahora, pueden cobrar por recomendar productos y marcas (y de hecho los que no lo hacen es porque todavía no son lo bastante populares pero para eso se metieron en el negocio)... 

Más datos: otro estudio reciente de investigadores de la Universidad de Cambridge publicado por la revista International Journal of Behavioral Nutrition and Physical demuestra que cada hora extra invertida por un chaval ante una pantalla (de teléfono "inteligente", de videoconsola, de televisión, de lo que sea) equivale a 9,3 puntos menos en sus logros académicos durante los estudios de Secundaria (en torno a los 16 años). Para entenderlo mejor: un alumno que podría obtener un notable sin problemas está cosechando un suficiente por culpa de la tecnología que se supone le tiene que ayudar a estudiar e integrarse en el mundo moderno. En las guías de la Academia Americana de Pediatría en 2013 ya se afirmaba que un niño no debe permanecer delante de una pantalla más de dos horas al día, tiempo que hay que reducir a cero patatero en el caso de los menores de dos años. Compárese con los casos reales que puede comentar cualquier lector con ojos en la cara y buenas relaciones con su comunidad. Lo cierto es que cuanto más tiempo se exceda el estudiante ante la pantalla, más obesidad, falta de sueño y conductas agresivas acumulará, aparte del peor rendimiento escolar.  Todo esto sin entrar a valorar los contenidos con los que puede encontrarse durante esta actividad. Y luego hay que escuchar a los tertulianos de los medios de comunicación, tan hipócritas, tan cínicos o tan ignorantes, preguntándose "qué hemos hecho mal" o "qué podemos hacer para remediarlo" ante la falta de valores, de criterios, de objetivos e incluso de ambiciones de la actual juventud...

La verdad es que hay educadores que llevan años advirtiendo acerca de la relación entre la inversión de miles de millones de dólares en dispositivos electrónicos (desde tabletas a proyectores pasando por pizarras electrónicas y tantos otros cacharritos) en las escuelas de EE.UU. y el fracaso escolar registrado por sus alumnos. Pero en Europa se ha hecho estos últimos años exactamente lo mismo..., con los resultados esperados. Un estudio de la OCDE sobre Estudiantes, Ordenadores y Aprendizaje publicado el pasado mes de octubre insistía en esta idea. Es más, precisaba que el uso de pantallas y tecnologías no sólo no mejora las notas de los estudiantes sino que a menudo lo que hace es empeorarlas. Cuanto más tiempo enganchados a Internet, más tarde llegan a clase los alumnos, más faltan a la escuela y más marginados se sienten. Recordemos todos esos atentados de los últimos años de chavales manipulados mentalmente que entran a tiro limpio en las escuelas norteamericanas: todos eran grandes usuarios de la red y muchos anunciaron a través de ella lo que iban a hacer.

 
Catherine L'Ecuyer, una investigadora y divulgadora que ha publicado obras de advertencia en este sentido (como Educar en el asombro y, más recientemente, Educar en la realidad) es una de las expertas que lleva mucho tiempo afirmando que todo se reduce en realidad a un problema de atención, que se pierde al depender de las pantallas. Esto es así porque "la multitarea es un mito y los nativos digitales no son una excepción (...) la riqueza de información crea pobreza de la atención (...) los estudios asocian la multitarea con superficialidad en el pensamiento, colapso de la memoria de trabajo, inatención, dificultad para identificar lo relevante..."  Y así tenemos que los jóvenes de hoy (y los no tan jóvenes igualmente), obsesionados con la conexión a Internet y con tener WIFI disponible hasta cuando están bajo el agua iniciándose en el submarinismo, son "la generación que tiene información, pero carece de contexto. Tiene mantequilla, pero no tiene pan. Tiene ganas pero no sabe anhelar", según cuenta otra especialista, Meg Wolitzer. Doy fe. Cada vez más a menudo me encuentro con auténticos analfabetos digitales que no saben que lo son: creen saber mucho y a la hora de debatir cualquier tema se dedican a enviarme enlaces a entradas de la Wikipedia (esa sobrevalorada y manipuladísima enciclopedia popular) o a cualquier otra web en lugar de argumentar un razonamiento nacido de su propia experiencia o de su reflexión personal. El guión es: tal cosa es cierta o no lo es, merece crédito o no, sólo porque alguien ha publicado sobre ella en una web con muchas visitas y/o prestigio.

Aún otro dato más, para que quede claro el declive general. No hace mucho una publicación alemana daba la voz de alarma acerca de la creciente cantidad de personas que, a base de emplear los teclados de todo tipo de dispositivos, había perdido la costumbre de escribir a mano. Algunas habían llegado al punto de reducir su antigua habilidad para escribir al nivel de un niño pequeño y les costaba un enorme esfuerzo rellenar un simple formulario. Bien, en España vamos camino de lo mismo. Otro estudio calentito, en este caso de IPSOS y titulado Vuelve a escribir, cifra en un ¡¡¡ 75 % !!! el porcentaje de los españoles que ya no escribe a mano y se limita a utilizar el teclado en sus actividades diarias. Y si hablamos de jóvenes entre 16 y 24 años, la cifra crece hasta el 91 %...  Redactar la lista de la compra o corregir textos son dos de las pocas actividades que siguen haciéndose preferentemente con un lápiz o un bolígrafo pero cada vez son más raros los que componen poesía, redactan sus memorias, apuntan sus reflexiones y sus ideas o escriben canciones directamente sobre el papel...


En resumidas cuentas, cada día que pasa necesitamos más de la tecnología. Mucha gente en la actualidad sería incapaz de vivir (y ciertamente será incapaz de hacerlo cuando Ellos provoquen el Gran Apagón, como suele decir MacNamara) sin su colección de aparatos técnicos personales. Ésos que están mutando al homo sapiens no en ser humano sino en un ser progresivamente más y más robótico (y, en el horizonte, aguardan nuevos proyectos hoy en fase de experimentación para acelerar esa conversión en androides, con todo tipo de implantes tecnológicos supuestamente
 destinados a "mejorar" la existencia). Con todo esto, podemos explicarnos perfectamente declaraciones como las que hacía el año pasado Rudi Bianco, el presidente de la empresa Viclone (una compañía española pionera en la creación de asistentes virtuales), según el cual el 80 % de las personas que llama a un servicio de atención al cliente tiene las mismas dudas..., motivo por el cual funciona bien la interacción con robots. Por ello y porque "a todo el mundo le cuesta admitir que no sabe algo, pero eso es algo que no pasa cuando sabemos que es un robot el que está atendiendo nuestras consultas o dudas". Es decir, que estamos más cómodos hablando con un robot que con otra persona. Es decir, están más cómodos. Personalmente, me desespera interactuar con una máquina y siempre que puedo lo evito. Pero la idea, en un futuro ya bastante próximo, no es que la gente se limite a hablar con el robot, sino que tenga su propio muñeco mecánico sexual, diseñado a su gusto y presto a complacer cualquier capricho, por bizarro que sea.

Así que aquí estamos: esperando a Terminator.




viernes, 13 de noviembre de 2015

Ladrones y pollos

Nicolás Maquiavelo ha pasado a la historia como el rey de los cínicos pero desde muy antiguo se sabe que el homo sapiens es capaz de vender a su propia madre y de justificar lo injustificable con tal de conseguir lo que desea, abandonando en el camino cualquier resto de honor, cordura o dignidad que pudiera quedar escondido bajo los pliegues de sus ambiciones. Lo vemos a diario en las noticias. Es más, lo vemos a diario en nuestro trato con los que nos rodean, salvo honrosísimas excepciones. La triste verdad es que tan sólo los seres humanos reales -y eso quiere decir un pequeñísimo porcentaje de la población total de lo que las estadísticas, hoy, consideran humanidad- son capaces de combinar su deseo por alcanzar un objetivo con el hecho de conseguirlo de forma honorable, caballeresca y justa.

Mi profesor de Misticismo y Paradojas, el mulá Nasrudin, nos lo explicó de manera muy gráfica hace poco en la Universidad de Dios, autocitándose como es en él costumbre. Según su relato, una noche en la que dormía plácidamente fue despertado por su mujer, que estaba muerta de miedo. Unos ladrones habían entrado en su granja y rebuscaban en el piso de abajo sin preocuparse por el ruido que empezaron a hacer los pollos, igualmente sobresaltados, que tenía la familia en su gallinero.

- Haz algo, Nasrudín -pidió ella con la voz temblorosa-. Baja y ahuyéntalos.

Pero la verdad es que el mulá se había quedado petrificado pues estaba tan aterrado como ella. O más. En las últimas semanas, se había producido una serie de crímenes en otras granjas a manos de una banda de peligrosos ladrones que podían ser los mismos que buscaban ahora saquear su casa. Entonces, las voces del piso de abajo vinieron a confirmar las sospechas. Oyeron al que parecía el jefe, con su voz gutural, mientras decía:

- No hay mucho que robar aquí, así que esto es lo que vamos a hacer... Primero subiremos a la zona de los dormitorios. Allí estrangularemos a Nasrudin y raptaremos a su mujer. Luego mataremos también a los pollos y nos los llevaremos para darnos un banquete. Será una noche redonda.

Al escuchar esta amenaza, Nasrudin no pudo soportarlo más y empezó a gimotear, suspirar y lloriquear. Tanto miedo tenía, que los sonidos que salían de su garganta eran extrañamente feos, casi antinaturales. Los ladrones, que los escucharon cuando ya estaban subiendo por la estrecha escalera, se asustaron pensando que procedían de algún gran mastín, un lobo o cualquier otro peligroso animal que hubiera sido entrenado para defender la casa. Después de todo, el mulá tenía fama de extravagante: quién sabe qué fiera sería ésa que generaba aullidos tan horribles. Los ladrones prosiguieron avanzando pero con mayor prudencia y, cuando Nasrudin y su mujer se percataron de que estaban ya al otro lado de la puerta, el mulá prorrumpió en unos quejidos horribles mientras se caía de la cama. El ruido  asustó a los ladrones, que se fueron corriendo pensando que la extraña bestia había sido liberada y en cualquier momento iba a salir tras ellos.

Tras ver desde su ventana cómo se alejaban los delincuentes, la mujer se volvió hacia su marido reprochándole:

- ¡Eres un cobarde! ¿Qué clase de hombre te crees, tú que lloriqueas durante un robo en lugar de enfrentarte a los malvados?

Aliviado por la huida de los ladrones, Nasrudin se incorporó con afectada dignidad y contestó:

Los ladrones han huido... ¿Acaso piensas que a los pollos o a mí nos importa mucho la razón? He hecho más que tú, en este caso.



viernes, 6 de noviembre de 2015

Cuando el destino nos alcance

Los Sabios de la antigüedad inventaron los mitos y los "cuentos de hadas" para transmitir valiosos conocimientos tanto a sus discípulos como a la posteridad consciente. La ventaja de estos relatos a menudo también llamados "cuentos para niños" es que, al poseer diversos niveles de significado, pueden exhibirse públicamente una y otra vez, incluso ser transmitidos por gentes ajenas a su verdadero potencial, sin importar quién los pudiera escuchar, puesto que su esencia verdadera es demasiado sutil para ser comprendida por un homo sapiens demasiado grosero y su mensaje más profundo termina llegando sólo a aquéllos "con ojos para ver y oídos para oír" como dice nuestro clásico. (Entre paréntesis, puedo atestiguar personalmente que la mejor manera de guardar un secreto hoy día es sacarlo a la luz delante de todo el mundo: el nivel de mentiras que padece nuestra sociedad es ya de tal volumen que, cuando uno explica con sinceridad algo importante concerniente a su propia persona los demás suelen dar por hecho que miente y que sólo es una tapadera para ocultar lo que realmente sucede... Por cierto que así derroté no hace tanto tiempo a un elemento altamente tóxico que pensaba tenerme contra las cuerdas y de pronto se encontró a sí mismo abrazando humo...)  Es la vieja historia, ya contada otras veces en esta bitácora, del libro de matemáticas escrito en alemán y perdido en la selva. Un solo objeto pero con muy diferentes significados para quien lo encuentre en su camino, dependiendo de si es un mono, un nativo iletrado, un hombre que sabe leer pero no conoce el idioma, un alemán que no sea matemático y, finalmente, un matemático alemán.

Los "cuentos de hadas" se mostraron especialmente útiles para burlar durante siglos la vigilancia y la coerción de los Amos, siempre empeñados en esa idiota tarea de acumular poder personal para luego dominar el mundo (creo que nunca se han parado a pensar en los dolores de cabeza que tendrían si alguna vez llegaran a conseguir de verdad hacerse con el gobierno del planeta). El sistema fue tan bien diseñado por los Sabios que, cuando los Amos acumularon el poder suficiente como para poder prohibirlos, esos cuentos se habían instalado ya muy adentro de la cultura popular y eran inextirpables. Así que los servidores del Demiurgo utilizaron la táctica favorita del Gran Imitador: no destruirlos mediante la aniquilación directa sino mediante su sustitución a través de la creación de nuevas versiones "más progresistas y adaptadas a los tiempos modernos". Así nacieron cosas tan ridículas (y tan estériles, que es lo que les interesaba a los Amos) como los vampiros dignos de compasión, los dioses nórdicos de piel negra, las diosas griegas convertidas en prostitutas, los monstruos-terribles-que-en-realidad-son-buenas-personas-acosadas-por-la-cruel-sociedad o los héroes tramposos, blandos y afeminados que tanto abundan en libros, películas, comics, videojuegos y demás formas de ocio popular contemporáneo.

Tengo la sospecha (y en esto coincido con MacNamara, con el que he hablado a menudo de estos asuntos porque él suele burlarse de mis progresos literarios) de que el género fantástico en la literatura fue una invención de un pequeño grupo de Sabios más próximo a nosotros en el tiempo con el fin de revitalizar la estrategia original e inspirar nuevas obras, nuevos mitos, que pudieran sustituir los ya enfangados grandes relatos de sus predecesores y mantener así la Llama. Un ejemplo claro de ello podría ser El señor de los anillos: una de las obras más serias de la literatura del siglo XX (oigo las carcajadas de los señores catedráticos, allí al fondo, pero las ignoro limpiamente), a la vez que una de las menos originales e imaginativas jamás escritas (oigo también las protestas de los fans, pero mi actitud continúa imperturbable). Porque lo cierto es que J.R.R. Tolkien inventó poco más que algunas lenguas imaginarias y aún éstas estaban basadas en la existencia de antiguos alfabetos e idiomas europeos. Los temas del libro, las caracterizaciones y razas de sus personajes, incluso los nombres de algunos de ellos, nunca le pertenecieron personalmente sino a lo que él mismo describió en una ocasión como "el humus de la memoria cultural" que habitaba en su interior. No hay nada nuevo en El Señor de los anillos, a no ser que uno se enfrente al libro con pocas lecturas previas en su bagaje personal, pero ése precisamente es su mayor mérito y también su virtud, además de la clave de su gran éxito, especialmente entre los europeos y sus hijos americanos.

Muchas personas que por falta de tiempo, por el bombardeo de información, por sus limitadas inquietudes internas, por su exiguo nivel cultural o por la creciente deformación de los "cuentos" clásicos jamás habrían tenido acceso a los textos necesarios para descubrir poco a poco una serie de cuestiones profundas relacionadas con el ser humano se encontraron de pronto con un hábil resumen de todo ello que les impresionó más de lo que hubieran pensado al inicio de lo que parecía una simple -aunque muy larga- novela de aventuras. El texto llegó en el momento preciso, además, cuando el homo sapiens alejado de la Naturaleza y atraído a la falsa seguridad ciudadana gracias al hechizo de las máquinas empezaba a preguntarse qué es lo que estaba fallando a su alrededor, cuáles eran y dónde estaban las piezas que echaba en falta...  Incluso los lectores que disfrutaron de El Señor de los anillos sin llegar a entender lo que estaba contando Tolkien en realidad se sintieron de alguna forma gratificados e inspirados por su mensaje que, inevitablemente, influiría en sus vidas posteriores aunque no fueran conscientes de esa circunstancia..., estoy seguro de ello.

En cierta ocasión, Mac Namara me dijo también que él creía que los Amos trataron de destruir los mensajes contenidos en la obra de Tolkien financiando con una cantidad insultante de millones una versión cinematográfica que arrinconara a la literaria para las nuevas generaciones. El proyecto le fue encargado a un entonces semidesconocido cineasta neozelandés llamado Peter Jackson cuyo mayor mérito hasta el momento había sido rodar una película tan gore como Braindead. Llama poderosamente la atención, en efecto, que una película tan importante como la ansiada adaptación al cine de la obra de Tolkien (un proyecto que quisieron afrontar,  pero no les dejaron hacerlo, otros cineastas más brillantes como John Boorman o Walt Disney y que incluso tuvo una interesante semiadaptación en dibujos animados de la mano de Ralph Bakshi) se dejara en manos de un perfil como el de Jackson. Sorprendentemente, Jackson demostró haber entendido muchas de las cosas expuestas por Tolkien y el resultado final fue, en general, felizmente fiel al libro y a sus personajes, empezando por los títulos de las películas (La comunidad del anillo, Las dos torres y El retorno del rey) y siguiendo por todo lo demás. De hecho, la trilogía resultó tan fiel que, cuando terminamos de verla, Mac Namara comentó, con divertido cinismo:

- Este tío ha firmado su sentencia. En lugar de obedecer órdenes, se ha atrevido a ir por libre. No se lo perdonarán.

No sé si mi gato conspiranoico tendrá razón pero lo cierto es que la producción posterior de Jackson deja bastante que desear y parece haberse estancado en su carrera en el séptimo arte, por mucho dinero de que disponga ahora para rodar. No hay más que echar un vistazo a la adaptación (en una aburridísima, descompensada e innecesaria trilogía) de El hobbit, la otra obra más conocida de Tolkien (aunque carece de la profundidad de El Señor de los anillos), que ha quedado completamente desfigurada.

Volviendo al asunto del fantástico, hay muchas obras de interés en cualquiera de sus vertientes: espada y brujería, ciencia ficción, terror, etc. Cuando me refiero al "interés" no hablo obviamente de que sean entretenidas o imaginativas sino del contenido de su argumento, si se trata de una novela, o de su guión, si es una película. En el caso de la ciencia ficción, creo que está reservada no tanto para conservar sabiduría sino para advertir a los homo sapiens de lo que les espera como no cambien de actitud. Es decir, de lo que les va a ocurrir, porque me temo que ese "salto cósmico evolutivo inminente de la humanidad" del que hoy hablan tantos aficionados a la New Age sólo se va a producir en sus propias mentes aturdidas. La evolución real (y esto lo enseñan precisamente los Sabios) es un fenómeno personal, individual, fuera del alcance de los pueblos, las naciones o las masas en general. Conocemos ejemplos claros de algunos de los más grandes autores de ciencia ficción (en general, buenos conocedores de los avances no sólo científicos sino políticos y sociales de su época, entre otras cosas porque no pocos de ellos estaban en contacto directo con grupos discretos de Sabios o de Amos o de ambos) que nos advirtieron hace tiempo de lo que vendría. Como es habitual en el homo sapiens, nadie les ha hecho caso. ¿No eran, después de todo, meras fantasías? Pero lo cierto es que hoy vivimos o estamos a punto de vivir algunas circunstancias dramáticas que ya fueron descritas por la "imaginación" hace decenios: desde el dominio hipnótico de las grandes pantallas planas en nuestro domicilio particular hasta la amenaza de la desaparición del dinero contante y sonante, pasando por la falsificación y reescritura sistemática de la historia, la desnaturalización de la concepción humana, la creciente robotización de la sociedad, el uso de los virus como armas letales o la inserción de los microchips en el interior de nuestro cuerpo "en nuestro propio beneficio", entre otras muchas.


Una de estas obras "proféticas" la escribió Henry Maxwell Dempsey, más conocido por su nombre de guerra Harry Harrison. Escribió varios textos interesantes aunque sin duda su obra cumbre es ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!, que se remonta a 1966 y analiza el fenómeno de la superpoblación, pero no sólo eso. En 1973 Richard Fleischer adaptó esta obra al celuloide con el título de Soylent Green, que en español se tradujo como Cuando el destino nos alcance, y logró una de esas pequeñas joyas cinematográficas (cuya influencia, por cierto, habrán descubierto los más avispados en mi novela Islas en el Cielo, donde la marca Pureza cumple una función similar) que viene muy bien revisar estos días, poco más de 40 años después de ese estreno.


El argumento nos lleva al año 2022, prácticamente medio siglo por delante del año de su estreno pero apenas a 7 años de nuestro futuro. Nueva York es un enjambre habitado por más de 40 millones de personas que malviven en un ambiente enrarecido (la estupenda fotografía de la película muestra la anómala luz del sol de la que "disfruta" la ciudad) por la contaminación y un calor constante durante todo el año. Sólo existen dos clases sociales: una minúscula fracción de poderosos que mantiene todo el control y una inmensa masa de gentes empobrecidas y carentes de futuro, sin fuerza interior suficiente ni siquiera para plantearse una rebelión. Los que están arriba disfrutan de lo que para nosotros son cosas "normales" de la vida en la ciudad pero que en esta época se han convertido en auténticos lujos, como pisos familiares, luz eléctrica a cualquier hora, agua corriente y alimentos -aunque limitados y a un precio exorbitante- frescos. Los que están abajo viven una vida miserable viviendo en las calles, en el interior de vehículos inservibles, en las iglesias o en los rellanos de los edificios. Los más afortunados -entre los que figuran los personajes protagonistas: Robert Thorn interpretado por Charlton Heston- y Sol Roth -Edward G. Robinson-, disponen de un pequeño cuchitril en el que producen energía eléctrica pedaleando sobre una bicicleta para cargar las baterías.

La clase baja se ve obligada a hacer grandes colas diarias para conseguir su ración de agua diaria o para adquirir las galletas superproteínicas de la marca Soylent, que se venden en varios colores según el origen de sus concentrados, y que es casi el único alimento al que pueden aspirar. En el momento de comenzar la película, ya están en el mercado las Red y las Yellow y la empresa acaba de lanzar las Soylent Green elaboradas con algas y plancton y que están teniendo un gran éxito como cualquier novedad que se precie. La superpoblación afecta a todas las ciudades y no se puede "escapar" al campo, porque las tierras que no están contaminadas se utilizan como granjas y han sido convertidas en auténticas fortalezas para impedir su saqueo. Thorn, que tiene la suerte de ser policía (en un momento de la acción es herido pero se niega a ir al médico para que le atienda porque le dará la baja y eso supondría ser despedido y quedarse sin empleo..., y le ha costado mucho encontrar ese trabajo) está acostumbrado a esta forma miserable de vivir pero Roth, que es un profesor anciano cuya memoria recuerda cuando el planeta era todavía un lugar habitable, reniega constantemente del día a día.


En este decorado, a Thorn le encargan la investigación del asesinato de un hombre rico, William Simonson, uno de los consejeros de la compañía Soylent, en su propio apartamento. Oficialmente, Simonson fue sorprendido por un ladrón, que le mató cuando se encontraba solo puesto que su guardaespaldas Tab Fielding (Chuck Connors) había ido a acompañar a a la compra al "mobiliario femenino" Shirl (Leigh Taylor Young), la muchacha que le "corresponde" en el edificio como usuario de este apartamento. Pero el policía sospecha del guardaespaldas. Durante su investigación, Thorn se apodera de todas las riquezas que puede en el apartamento (es el protagonista, pero no deja de ser un personaje corrupto de una sociedad corrupta, como todos los demás) incluyendo una botella de whisky, una pastilla de jabón, una toalla, una ducha caliente y la propia muchacha. Una de las secuencias más terribles, cuando se piensa en ella, es el momento en el que Thorn degusta por primera vez en su vida un estofado de ternera con verduras mientras bebe licor y remata la comida con una manzana. Roth le ha preparado este opíparo banquete y ambos lo saborean sin palabras, sólo con gestos y sonrisas. Luego el viejo profesor se echa a llorar porque esta comida, para el policía acostumbrado a deglutir Soylent en sus distintas variedades, sólo ha sido un momento de gloria y riqueza pero, para él, ha constituido la oportunidad de retornar, durante un instante, a los felices tiempos en los que el mundo todavía era..., como el nuestro.


  Otra secuencia impactante de la película, que en un primer momento puede parecer casi cómica pero que describe muy bien cómo contempla la minoría dominante, tan iluminati ella, al rebaño humano que pisotea es la de las protestas de los ciudadanos cuando se termina el suministro de las famosas galletitas. Incapaces de detener a la masa enfurecida, los policías (entre cuyo lamentable equipamiento antidisturbios figura unos cascos de fútbol americano) recaban la ayuda de unos volquetes que recogen con sus anchas palas excavadoras a los manifestantes más violentos y los depositan como escombros en la parte de atrás de los camiones.


La sociedad del futuro también tiene un sistema de suicidio asistido para aquellas personas que han decidido voluntariamente abandonar el mundo. Se llama el Hogar y ofrece los únicos veinte minutos de paz que reciben los ciudadanos en toda su vida. Uno escoge el color, la música y los temas que más le gustan y es acompañado a una confortable cama de una sala individual donde tras ingerir una sustancia tóxica se va quedando adormecido ante una gran pantalla, en un tránsito dulce hacia la muerte. Roth elige el naranja, la música clásica ("música clásica ligera", especifica él al encargado de preparar la ceremonia) y la naturaleza. Y tiene así el placer de morir entre los sones de la Pastoral de Beethoven y el Peer Gynt de Grieg, entre otras grandes melodías clásicas, mientras contempla extasiado unas hermosas imágenes de bosques, prados, montañas y océanos...


Roth se suicida porque ha descubierto el secreto del asesinato de Simonson..., y de Soylent. Y no quiere seguir viviendo después de ello: es la gota que ha colmado el vaso de su hartazgo por la decadencia humana. Lo ha hecho al investigar un par de grandes libros que Thorn saqueó en el apartamento del consejero de la compañía y que resultan ser informes sobre la evolución de la misma ¡desde el año 2015, precisamente! El policía llega a tiempo de ver los últimos instantes de vida de su amigo y éste le deja, como pista para solucionar el enigma, el recado de que rastree dónde acaba su cadáver. Así lo hace Thorn, que se sube en el vehículo sanitario (un camión de basura pintado de blanco) encargado de transportar los cuerpos de los suicidados. Varios camiones marchan en convoy hacia lo que parece una incineradora protegida por soldados pero, una vez infiltrado en el interior, el policía descubre que en realidad se trata de... ¡Una fábrica de Soylent Green! Las "algas" y el "plancton" resultan ser en realidad restos humanos convenientemente procesados y empaquetados, lo que ha convertido a los pobres de la sociedad del futuro en caníbales inconscientes de serlo. Es decir, cuando el destino, la muerte, nos alcance..., nos convertiremos en galletitas.


El final de la película es descorazonador pero realista. Thorn mata a Fielding tras enfrentarse con él en una iglesia atestada de gente, pero resulta malherido y, cuando está siendo trasladado en camilla (queda la duda de si le llevan a un hospital o van a rematarle en cinco minutos más para convertirle también en comida) grita como un loco que hay que contar la verdad a la gente y salvar a la humanidad. Es una misión ciertamente imposible. Primero, porque nadie le creería y además, en última instancia, sería silenciado para evitar que se supiera la verdad. Segundo, porque no hay salvación posible. Los productos de Soylent son la única comida de la que puede disponer la mayoría de las personas: si dejaran de distribuirse, éstas caerían en al canibalismo directo matándose unas a otras previamente.

El puñado de Amos esclavizando al mundo, la transformación de la sociedad humana en un termitero, la desaparición de las clases medias, el desastre ecológico, la escasez de recursos, la comida basura, la destrucción del sentido de lo religioso, la pérdida del contacto con la Naturaleza, la industrialización de la muerte..., son asuntos que reconocemos hoy con facilidad y que muchas personas consideran acabarán conduciendo al desmoronamiento de la actual civilización. No era así en 1973, año en el que por cierto estalló la famosa primera crisis del petróleo, pero poca gente pensaba en que la sociedad del futuro podría acaba descomponiéndose como se muestra en el film de Fleischer. Como añadido irónico, cabe decir que ésta fue la película 101 del veterano Edward G. Robinson. En un homenaje personal organizado por la productora con motivo del estreno, el actor expresó su deseo de llegar hasta las 120 pero en realidad aquél fue el último rodaje. Para entonces ya estaba roído por el cáncer y falleció pocos días más tarde.