Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 2 de mayo de 2014

Glozel

Mucha gente me pregunta qué se siente al ser inmortal y a menudo respondo que la sensación es como la de un actor con una larga carrera a sus espaldas (quizá por eso me gusta tanto el cine). Uno posee su identidad real, pero la oculta bajo sucesivos papeles como legionario romano, caballero medieval, pistolero del Oeste, asesino en serie, oficinista agobiado o astronauta del futuro perdido en un planeta de algún remoto lugar del Universo. Cada una de esas personalidades tiene su sentido en su entorno momentáneo pero sólo en él y únicamente la identidad original es capaz de sobrevivirlas a todas, aunque a ratos quede escondida a los ojos ajenos. Encontrar el sentido de la vida implica encontrar ese Yo verdadero y aprender a fijarlo y diferenciarlo en todo momento respecto a los yoes pasajeros y suplantadores de lo que somos. El gran problema del homo sapiens es que no sabe (y lo que es peor, no le interesa) hacer ese trabajo y prefiere seguir interpretando una ficción hasta el final de sus tristes días (los de la ficción) sobre la Tierra.

Hablando de cine, hace ya unos cuantos años tuve la oportunidad de visitar el parque temático de Universal Studios en Florida, en los Estados Unidos, y disfrutar de las atracciones que entonces estaban en boga allí: vivir un terremoto en el metro neoyorquino, acariciar al gran tiburón blanco de Jaws, ver mi tranvía zarandeado por King Kong o revivir en un escenario en directo una de las espectaculares secuencias de Indiana Jones y el Arca Perdida, entre otras cinematográficas referencias concretas en aquel momento. Pero una experiencia que me llamó la atención resultó ser sorprendentemente eficaz, a pesar de su simpleza. Consistía en un pequeño y falso horizonte de Nueva York, pintado y recortado con suma habilidad y suspendido en el aire. Si uno se hacía la fotografía en el ángulo adecuado delante de este skyline de pega, podía mostrarla después como si hubiera estado en la mismísima Gran Manzana.

Así es el mundo en el que vivimos: pura tramoya teatral. Pruebas de que las cosas no son como suelen decirnos que son existen muchas y de todo tipo, pero hay que tomarse la molestia de levantarse del sofá e ir a comprobarlo, porque el decorado es tan grande y está, en líneas generales, tan bien construido, que si uno se limita a quedarse parado admirándolo, jamás descubrirá la trampa. En las historias neotestamentarias, hay un discípulo que siempre me interesó especialmente: Santo Tomás o San Gemelo, pues ése es el significado de su 
nombre ya que, según cierta herética tradición, este hombre fue gemelo o mellizo del propio Jesús. Hay muchas historias curiosas a su alrededor. Por ejemplo, se le atribuye la autoría de uno de los evangelios apócrifos de Nag Hammadi y, además, aparece citado nada menos que en el Pistis Sophia gnóstico como uno de los tres verdaderos testigos de la enseñanza crística. Pero lo más interesante ahora es su actitud cuando le anuncian que Jesús ha resucitado. Tras mostrarse escéptico, declara que no creerá en esa resurrección si no ve él mismo las heridas de la crucifixión en su cuerpo vivo y, aún más, si no las toca personalmente: si no mete sus dedos en los agujeros de los clavos y su mano en la llaga de la lanza. De ahí viene la famosa sentencia de "si no lo veo, no lo creo". Así que ocho (¡ocho!) días después, Jesús aparece ante él y se deja ver y tocar, mientras le recrimina por su incredulidad.

Sin embargo, Tomás hizo lo correcto. Lo que debe hacer todo aquél que transite por el camino del conocimiento si pretende hacerse merecedor de ese tesoro. El escepticismo es la manera adecuada de reaccionar. Es decir, no negar ni descartar nada, pero tampoco creerse cualquier cosa que le digan. Comprobar por sí mismo los hechos que le están contando, sobre todo si son de importancia capital para su persona. Jamás debemos fiarnos completamente de la palabra o la experiencia de nadie, por santo que pueda llegar a ser o nos lo parezca, si nosotros personalmente no podemos experimentar lo mismo. Lo ajeno nos puede servir, y muy bien, de indicador del destino pero nunca como sustituto de ese mismo destino. De hecho, Jesús se pasa buena parte de su predicación en los Evangelios recomendando a sus discípulos que no se limiten a seguirle sino que actúen ellos mismos, que tracen su propio camino en función de lo que les está revelando...  (Por cierto que la aparición física, carnal, del Jesús crucificado habla a favor de otra de las grandes herejías que tan bien describiera Andreas Fäber Kaiser en su imprescindible Jesús vivió y murió en Cachemira)

La actitud escéptica en la vida es muy trabajosa, porque obliga a movilizarse en lugar de fiarse de las indicaciones del tipo "Hay dragones", pero rinde buenos beneficios para la salud mental personal. 

Un caso concreto de lo que nos cuentan..., y de lo que no nos cuentan, lo tenemos en el yacimiento arqueológico de Glozel, una pequeña localidad francesa ubicada en el municipio de Ferrières-sur-Sichon, muy cerca de Vichy, famosa desde antiguo por sus aguas termales. El 1 de marzo de 1924, su subsuelo reveló otra riqueza inesperada: un agricultor de sólo 17 años de edad, Emile Fradin, roturaba el terreno con sus bueyes para sembrar avena cuando uno de los animales cayó en el interior de un agujero. Tras sacarlo de allí, el campesino descubrió que era una tumba porque estaba llena de huesos 
humanos. Junto con su abuelo, escarbaron el lugar en busca de tesoros y los encontraron..., pero no como ellos pensaban. Su intención era recuperar monedas u objetos de oro o plata que alguien hubiera podido enterrar allí en épocas pasadas. Sin embargo, sólo hallaron hachas, vasos, urnas..., y unas tablillas grabadas, así que recogieron estos restos y taparon con tierra el lugar para terminar su siembra. Cuando relataron la noticia a sus vecinos, un médico de Vichy gran aficionado a la arqueología y llamado Antonin Morlet visitó a los Fradin y les pidió permiso para publicar el hallazgo. También aparecieron algunos miembros de la Sociedad del Borbonesado que obtuvieron sus propias muestras y las remitieron al doctor Louis Capitan, uno de los más importantes prebostes científicos de la época en Francia. 

Un año y pico más tarde, el propio Capitan se desplazó a Glozel donde llegó a reconocer en público que el yacimiento era "maravilloso" y pidió a Morlet un detallado informe de lo que había estado trabajando durante aquel tiempo. Todo el que conoce un poco cómo funciona el mundo de las publicaciones científicas entenderá las reticencias del médico de Vichy a pasarle su trabajo a Capitan. Éste había comprendido la importancia del descubrimiento y Morlet temía, con razón, que terminara relegándole o incluso plagiándole y arrogándose el mérito del hallazgo. En España ya sabemos, desde lo de Altamira, cómo se las gastan, en particular, los arqueólogos franceses... Así que el médico hizo oídos sordos y publicó sus resultados. Capitan montó entonces en cólera y movilizó todas sus influencias en contra del yacimiento arqueológico. Algunos de los expertos en prehistoria se pusieron, sin embargo, de parte de Morlet por lo que a partir de ese momento se desató una verdadera guerra entre los que apoyaban la veracidad del descubrimiento y los que lo consideraban un fraude.

Entre tanto, Fradin optó por sacar provecho y montó un museo con los restos exhumados: cobraba cuatro francos de entrada a cada uno de los curiosos e interesados por conocerlos de cerca, cuyo número crecía día a día. El presidente de la Sociedad Prehistórica de Francia viajó al lugar, lo visitó y luego demandó a Fradin acusándole de estafa. La policía francesa se presentó en su casa y la registró violentamente en busca del supuesto taller donde se suponía que "fabricaba" sus "falsificaciones". Tras romper parte de su mobiliario y maltratar al campesino, los agentes destruyeron parte de los hallazgos y se llevaron el resto. Fradin fue interrogado durante 63 horas con objeto de que "confesara" su "crimen" autoinculpándose, pero no pudo hacerlo, sencillamente porque era un hombre sin estudios que no tenía ni idea sobre etapas históricas y aún menos sobre las prehistóricas. Fue entonces liberado, pero durante dos años la policía local le mantuvo bajo estrecha vigilancia, interviniendo incluso su correo. Al cabo de este tiempo, su caso fue sobreseído. Le dejaron en paz y pudo seguir con su vida: se casó y tuvo familia.

Morlet siguió de cerca los acontecimientos pero las autoridades no se atrevieron a acosarle igual que habían hecho con el pobre agricultor. El médico optó por continuar las excavaciones en la zona, pagándolas de su bolsillo y defendiendo en todos los foros posibles la autenticidad del hallazgo, durante 16 años. En ese tiempo, descubrió más de 3.000 objetos..., pero en 1941 fue obligado oficialmente a desistir de la labor de su vida tras aprobarse una ley que prohíbe desde entonces las excavaciones arqueológicas sin autorización oficial en suelo francés. Morlet murió en 1966 sin ver reconocido el hallazgo. 

Pero ¿qué contenía el yacimiento de Glozel para levantar semejante expectación? La clave estaba en sus tablillas grabadas con una escritura desconocida que vemos aquí a la derecha. Las conclusiones de Morlet apuntaban a que la antigüedad de esas letras grabadas era de entre 5.000 y 6.000 años antes de Jesucristo. Semejante afirmación resultaba sensacional, teniendo en cuenta que un epigrafista muy conocido en la época del descubrimiento, René Dussaud, acababa de publicar un estudio sobre el sarcófago del rey Ahiram de Byblos según el cual la escritura la habían inventado los fenicios 1.600 años antes de Jesucristo. Por cierto que en esos días ya se conocía también la arcaica escritura cuneiforme mesopotámica, pues el oficial británico Henry Rawlinson la había identificado en 1835 en la conocida Inscripción de Behistún (que suele compararse con la Piedra de Rosetta por cuanto la primera permitió descifrar los primeros textos cuneiformes igual que la segunda hizo lo mismo con los jeroglíficos egipcios). Aún así, los signos de las tablillas de Glozel resultaban más antiguos que los cuneiformes.

En 1972, un ingeniero de la Comisaría de la Energía Atómica llamado Henri François había tomado muestras de los huesos y de varias cerámicas y terracotas encontrados por Fradin y los remitió a tres laboratorios extranjeros independientes. Los tres laboratorios arrojaron los mismos resultados: el yacimiento de Glozel era auténtico. Los huesos tenían hasta 17.000 años de antigüedad; las cerámicas, 5.000; las tablillas grabadas, 2.500. ¿No resulta un poco extraño la presencia en el mismo sitio de restos con tanta diferencia de edad, unos junto a otros? Y eso sin contar que lo fechado fueron únicamente los fragmentos enviados a análisis. En 1975, el Estado francés reconoció oficialmente la autenticidad del hallazgo de Glozel, aunque hubo que esperar a 1983 para que el Consejo Superior de Investigación Arqueológica de Francia reiniciara los trabajos de excavación. Entre esa fecha y 1990 se trabajó en varios kilómetros de lo que hoy se conoce como "el campo de los muertos". Ahora bien, no se publicó oficialmente ningún resultado sobre estos trabajos. ¿Por qué? ¿Qué encontraron los arqueólogos en Glozel, sobre lo que no conviene hablar? ¿A qué cultura pertenece esa escritura? ¿Por qué Glozel no figura habitualmente en reportajes televisivos o libros de texto entre los grandes descubrimientos prehistóricos y apenas se habla acerca de lo que allí fue desenterrado?

Como diría el historiador y ensayista alemán recientemente fallecido Karlheinz Deschner: "Mi escepticismo me salvaguarda de volverme un fanático, algo contra lo que ninguna fe ha conseguido nunca proteger."  Ni siquiera la fe del actual dogma científico.






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