Una de las claves principales para transitar por la vida sin volverse loco (o desquiciado, o amargado, o resentido, o aniquilado física y psicológicamente más tarde o más temprano) radica en recordar que este mundo en el que aparentamos evolucionar no existe en realidad. Sólo es el escenario de Maya o teatro de la ilusión, como decían los antiguos rishis orientales..., en el que nada es verdad ni es mentira sino todo del color del cristal con que se mira, como decían nuestros propios antepasados occidentales. Aquí los días de los homo sapiens discurren en un gigantesco y espectacular parque de atracciones. En ellas se montan, medio ciegos medio drogados, para experimentar diversas sensaciones (tanto de "subidón" como de "bajona", da igual el sentido) una y otra vez, sin detenerse nunca, con el fin específico de esconderse a sí mismos el hecho de que están perdiendo el tiempo miserablemente en lugar de dedicar tan escaso recurso a lo único a su alcance que merece la pena: la búsqueda del Graal, del Vellocino de Oro, de la Lámpara de Aladino, del Anillo Único, de la Princesa Secuestrada...
No entenderemos cómo y por qué funciona este planeta hasta que no interioricemos una serie de hechos comprensibles sólo por la combinación de cierto grado concreto de experiencia con un tiempo mínimo de profundas reflexiones. Por ejemplo, la impactante constatación de que la inmensa mayoría de los homo sapiens no son (y tardarán mucho en serlo..., algunos quizá no lleguen a serlo nunca) seres humanos reales sino simples animales que parecen seres humanos reales. El hondo significado de esta idea nos fue transmitido por sabios de la Antigüedad, bien de palabra -como Platón cuando diferenciaba a los subhumanos presos en las cavernas, de los humanos capaces de vivir a plena luz del día-, bien a través de conceptos que inocularon en la sociedad de su época y que fueron vulgarizándose y, en consecuencia, perdiendo su semántica original poco a poco, -como el hoy despreciado concepto de las castas en la India cuyo origen la (de)formación occidental nos impide comprender por completo-.
Si ahondamos lo suficiente en esta idea, comprenderemos también el porqué de ciertas doctrinas que insistían en considerar la existencia de razas "superiores" e "inferiores" y en mantener a unas separadas de las otras prácticamente desde que la humanidad (la actual) tiene conciencia de sí misma. Por ejemplo, los linajes faraónicos o monárquicos (cuando había monarquías de verdad, no pantomimas como las contemporáneas) en los que se aplicaban medidas muy detalladas, casi paranoicas, a la hora de organizar y garantizar la continuidad familiar de manera que alguien pudiera emparejarse exclusivamente con una persona de su propia "clase" o "nivel". El objetivo principal era mantener ciertos poderes de la sangre, que según la Tradición incluían la capacidad de conectarse con la divinidad de la cual descendían las gentes "superiores". De hecho, la propia etimología de las palabras empleadas para denominar a estas personas debería sugerirnos algo. Un noble, por ejemplo, es hoy un sustantivo y una categoría social pero en realidad deriva del adjetivo homónimo y de su inherente categoría humana superior descrita en sí misma. Y una familia real se refiere a los parientes del rey pero al mismo tiempo está describiendo su carácter de solidez y credibilidad frente a los hombres que no son reyes, que no son reales.
Todo esto, en su origen, por supuesto. Lo que hoy llamamos reyes o nobles poco o nada tienen que ver con lo que fueron los así llamados in illo tempore y de hecho los contemporáneos pueden ser filosóficamente considerados como usurpadores, por mucho curriculum vitae dinástico que puedan exhibir en público.
Ahí llegamos a uno de los meollos del problema. ¿En qué se diferencia un hombre de un animal que parece un hombre? Físicamente, en nada..., aunque es cierto que en ocasiones el animal disimulado de ser humano sí es reconocible con cierta facilidad gracias a sus rasgos corporales de aire bestial o a su comportamiento zafio e incluso grotesco. Pero, en líneas generales, un hombre podría disimular perfectamente su identidad como tal en una ciudad de homo sapiens, de animales que parecen hombres, y nosotros podríamos dedicar varias vidas consecutivas a buscarlo sin llegar a encontrarlo jamás. Aunque nos lo cruzáramos todos los días de esas vidas en el bar, en el autobús, en el trabajo o en cualquier otro sitio que frecuentáramos con él. La decadencia de la humanidad a lo largo de los milenios, en especial en los últimos siglos, es un hecho tal y como fue pronosticada por todos los grandes pensadores que nos precedieron cuando se lamentaban de la pérdida de la Edad de Oro. Hoy, nosotros lamentamos también la de la Edad de Plata e incluso la de la Edad de Bronce, sumidos como estamos en la pesadez entrópica de la Edad de Plomo..., y seguimos bajando.
Esa decadencia se produjo, entre otras cosas, por la pérdida del antiguo orden natural, tan diferente al "nuevo orden" anunciado públicamente en los años 90 del siglo pasado por George Bush senior. El orden natural no estaba basado en que los hombres "superiores" aniquilaran o esclavizaran gratuitamente a los hombres "inferiores" sólo por ser mejores, como cuentan algunas fábulas. Reyes y nobles estaban en la cúspide y dirigían y organizaban la vida de los plebeyos, pero lo hacían protegiéndolos, educándolos y cuidando de su bienestar (que no nos engañen las palabras ni los burdos conocimientos históricos que nos han hecho deglutir como a pavos en la época escolar: me refiero a tiempos muy anteriores). De la misma forma que unos padres adultos y responsables dominan su familia ya que, por muchos hijos que tengan, ningún niño está capacitado para sustituirlos y erigirse en líderes de la misma para organizarla a su gusto.
Hoy sin embargo vivimos tiempos de caos y destrucción. El mundo entero a nuestro alrededor se está desmoronando, en los estertores finales de esta Edad de Plomo, en un derrumbe a cámara lenta que aún ha de ir a peor y durará un tiempo antes de que Shiva dé por terminado su trabajo y ceda el trono temporal a Brahma para volver a empezar el Gran Ciclo. En la actualidad, ya no hay clases "superiores" ni "inferiores" sino una inmensa masa de gentes desorientadas, bastardizadas física y mentalmente, engrilletadas a lo material y clamando por una libertad a la que en realidad temen y no desean pues saben en su fuero interno que si dispusieran de ella serían incapaces de sobrellevarla ni un solo día. Las sucesivas mezclas han ido degradando el producto final, de la misma manera que un vino aguado una y otra vez acaba convertido en agua de color rojo. No vino real, sino vino en apariencia.
A pesar de todo...
A pesar de todo, hay una esperanza, naturalmente. ¿No dijimos al principio que es todo ilusorio? Pero hay que tener clara otra cosa: el camino para dar sentido a cuanto nos rodea es en nuestros días, más que nunca, absolutamente individual. Hay, sí, pistas, maestros, escuelas... Siempre las hubo, las de verdad. Pero cualquier persona con dos dedos de frente hará bien en desterrar lejos de sí los cuentos infantiles de supuestos mesías, salvadores, entidades extraterrestres o extradimensionales, semidioses y otras zarandajas que supuestamente podrían "descender" a "salvar" a los "buenos", a los "elegidos". Bueno, pues..., malas noticias para los ingenuos: no va a venir nadie, nunca. Y buenas noticias para los valientes: la salvación depende sólo de uno mismo así que sólo es cuestión de trabajar duro.
Recientemente he visto una película que habla en parte de estas cosas, si bien de una manera oculta, camuflada..., porque es la única forma de hacerlo para que no te tomen por un enajenado, como lo hacen seguramente tantos lectores que recalan en esta bitácora por azar y sin saber de lo que solemos tratar por aquí. Se titula The Adjustment Bureau (La oficina de ajustes), aunque en español se estrenó en 2011 con el título de Destino Oculto. Está basada, muy libremente, en un relato homónimo de Philip K. Dick, quien pasó penalidades económicas durante toda su vida pese a su enorme talento como escritor del género fantástico (o quizá precisamente por eso) y cuya obra irónicamente alimenta desde hace más de 30 años, justo desde que se murió, los guiones de tantas producciones cinematográficas..., gracias a cuyos derechos hubiera podido vivir hoy como un rajá.
George Nolfi, el director y guionista de Destino oculto, soportó críticas severas por esta película que, según los connoisseurs, sólo tenía de bueno la "química" desarrollada por la pareja protagonista: Matt Damon, en el papel del joven y prometedor político neoyorquino David Norris (aunque por momentos parece que está representando otra vez el papel de Jason Bourne) y Emily Blunt, que hace de Elise Sellas, una bailarina de danza contemporánea un tanto ingenua. Y, si bien es cierto que la cinta tiene algunos aspectos francamente mejorables, lo interesante de ella no está en lo bien o mal que los actores ejecuten sus respectivos papeles o en los planos más o menos bonitos de la Gran Manzana que nos muestre el director sino, como siempre en estos casos, en el propio argumento, en lo que les sucede. Aunque lo que ocurra se diferencie bastante del relato original de Dick, para exasperación de sus más fanáticos seguidores, incapaces de dar una por sí mismos en cuanto se les suelta de la mano.
David y Elise se encuentran "casualmente" en la noche de la derrota electoral en la candidatura a senador del primero. Se produce un enamoramiento inmediato (de ésos que sólo se dan en las películas, aunque en este caso tiene su justificación, que se explica a posteriori) gracias al cual el político puede remontar su carrera. David está interesado en progresar en su relación con Elise, pero es interceptado y conminado a dejar de hacerlo por unos hombres misteriosos, los agentes de campo de la oficina que da título a la película, que resultan ser unas entidades con apariencia humana pero sin serlo ellos mismos, según reconocen en más de una ocasión y que están al servicio de un no menos misterioso Director. Su misión es verificar que se cumple el Plan Maestro diseñado y escrito por este Director y, cuando algún humano tiene la ocurrencia de desviarse por algún motivo, intervienen directamente en su vida "ajustando" todo aquello que haga falta cambiar..., las veces que sea necesario. Y resulta que en el Plan Maestro no se contempla que David y Elise terminen juntos, sino todo lo contrario, a fin de que cada uno de ellos pueda cumplir con el destino que se les ha asignado previamente.
A partir de ese momento, la película se resume en el pulso que mantiene David con los agentes "ajustadores" para mantener contra viento y marea la relación con Elise, que no sabe lo que está ocurriendo y sólo ve el comportamiento incongruente y para ella incomprensible de David... Y con algunos detalles muy interesantes, como el hecho de que los "ajustadores" vayan siempre con la cabeza cubierta por un sombrero o, en su defecto, distintos tipos de gorro, sin el cual no pueden usar su talento para moverse rápidamente por la ciudad a base de atravesar puertas que anulan las distancias entre un punto y otro. En un momento dado, uno de ellos pierde su sombrero por ir descontrolado y demasiado deprisa y debe recogerlo para poder seguir saltando. Es un claro simbolismo en referencia a los poderes mentales que sólo pueden desarrollarse y mantenerse bajo autocontrol estricto. Otro punto interesante es que los agentes no pueden actuar cuando llueve o están rodeados de agua, la representación de los estados emocionales del individuo, que el Director les obliga a respetar.
No hay mucha más complicación. Al final, tras recuperar a Elise y ser perseguido por ello, David acaba en la propia oficina buscando al Director para exigirle que cambie el Plan, lo que al final consigue de forma inesperada y, en un primer momento, casi forzada. Sin embargo, es el final lógico para lo que nos quiere contar esta película. Uno de los jefes de los "ajustadores" explica claramente a David que la humanidad (los homo sapiens) carecen por completo de libre albedrío, sólo tienen su apariencia, porque en las épocas históricas en las que se les concedió, estuvieron a punto de conducir al mundo al desastre. Son seres inferiores que necesitan una guía para sobrevivir como especie y, aún más, para que sobreviva el mismo planeta. No obstante, algunos humanos pueden alcanzar ese libre albedrío de verdad, de hecho es lo que el Director de la oficina desea en el fondo: que todos y cada uno "crezcan" como personas y asuman la responsabilidad sobre su propio destino, para que su oficina deje de ser necesaria. Y la única manera de tener esa libertad es ejerciéndola, aceptando lo que pueda llegar como consecuencia directa. David ha demostrado que es capaz de luchar y gracias a su actitud ha recibido el premio... Cumplirá el destino que tenía previsto, y Elise también, pero podrán hacerlo juntos. Se convierte así en un ser "superior", se ha "salvado" a sí mismo. Si no hubiera arriesgado, si no hubiera guerreado por ello, si se hubiera dejado llevar "como todos", habría sido un hombre exitoso como estaba previsto inicialmente, pero su valor se hubiera reducido al de un simple tornillo más en la maquinaria general y, a la postre, su vida habría sido tan poco valiosa como la de cualquier otro ser "inferior".
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