Los Sabios de la antigüedad inventaron los mitos y los "cuentos de hadas" para transmitir valiosos conocimientos tanto a sus discípulos como a la posteridad consciente. La ventaja de estos relatos a menudo también llamados "cuentos para niños" es que, al poseer diversos niveles de significado, pueden exhibirse públicamente una y otra vez, incluso ser transmitidos por gentes ajenas a su verdadero potencial, sin importar quién los pudiera escuchar, puesto que su esencia verdadera es demasiado sutil para ser comprendida por un homo sapiens demasiado grosero y su mensaje más profundo termina llegando sólo a aquéllos "con ojos para ver y oídos para oír" como dice nuestro clásico. (Entre paréntesis, puedo atestiguar personalmente que la mejor manera de guardar un secreto hoy día es sacarlo a la luz delante de todo el mundo: el nivel de mentiras que padece nuestra sociedad es ya de tal volumen que, cuando uno explica con sinceridad algo importante concerniente a su propia persona los demás suelen dar por hecho que miente y que sólo es una tapadera para ocultar lo que realmente sucede... Por cierto que así derroté no hace tanto tiempo a un elemento altamente tóxico que pensaba tenerme contra las cuerdas y de pronto se encontró a sí mismo abrazando humo...) Es la vieja historia, ya contada otras veces en esta bitácora, del libro de matemáticas escrito en alemán y perdido en la selva. Un solo objeto pero con muy diferentes significados para quien lo encuentre en su camino, dependiendo de si es un mono, un nativo iletrado, un hombre que sabe leer pero no conoce el idioma, un alemán que no sea matemático y, finalmente, un matemático alemán.
Los "cuentos de hadas" se mostraron especialmente útiles para burlar durante siglos la vigilancia y la coerción de los Amos, siempre empeñados en esa idiota tarea de acumular poder personal para luego dominar el mundo (creo que nunca se han parado a pensar en los dolores de cabeza que tendrían si alguna vez llegaran a conseguir de verdad hacerse con el gobierno del planeta). El sistema fue tan bien diseñado por los Sabios que, cuando los Amos acumularon el poder suficiente como para poder prohibirlos, esos cuentos se habían instalado ya muy adentro de la cultura popular y eran inextirpables. Así que los servidores del Demiurgo utilizaron la táctica favorita del Gran Imitador: no destruirlos mediante la aniquilación directa sino mediante su sustitución a través de la creación de nuevas versiones "más progresistas y adaptadas a los tiempos modernos". Así nacieron cosas tan ridículas (y tan estériles, que es lo que les interesaba a los Amos) como los vampiros dignos de compasión, los dioses nórdicos de piel negra, las diosas griegas convertidas en prostitutas, los monstruos-terribles-que-en-realidad-son-buenas-personas-acosadas-por-la-cruel-sociedad o los héroes tramposos, blandos y afeminados que tanto abundan en libros, películas, comics, videojuegos y demás formas de ocio popular contemporáneo.
Tengo la sospecha (y en esto coincido con MacNamara, con el que he hablado a menudo de estos asuntos porque él suele burlarse de mis progresos literarios) de que el género fantástico en la literatura fue una invención de un pequeño grupo de Sabios más próximo a nosotros en el tiempo con el fin de revitalizar la estrategia original e inspirar nuevas obras, nuevos mitos, que pudieran sustituir los ya enfangados grandes relatos de sus predecesores y mantener así la Llama. Un ejemplo claro de ello podría ser El señor de los anillos: una de las obras más serias de la literatura del siglo XX (oigo las carcajadas de los señores catedráticos, allí al fondo, pero las ignoro limpiamente), a la vez que una de las menos originales e imaginativas jamás escritas (oigo también las protestas de los fans, pero mi actitud continúa imperturbable). Porque lo cierto es que J.R.R. Tolkien inventó poco más que algunas lenguas imaginarias y aún éstas estaban basadas en la existencia de antiguos alfabetos e idiomas europeos. Los temas del libro, las caracterizaciones y razas de sus personajes, incluso los nombres de algunos de ellos, nunca le pertenecieron personalmente sino a lo que él mismo describió en una ocasión como "el humus de la memoria cultural" que habitaba en su interior. No hay nada nuevo en El Señor de los anillos, a no ser que uno se enfrente al libro con pocas lecturas previas en su bagaje personal, pero ése precisamente es su mayor mérito y también su virtud, además de la clave de su gran éxito, especialmente entre los europeos y sus hijos americanos.
Muchas personas que por falta de tiempo, por el bombardeo de información, por sus limitadas inquietudes internas, por su exiguo nivel cultural o por la creciente deformación de los "cuentos" clásicos jamás habrían tenido acceso a los textos necesarios para descubrir poco a poco una serie de cuestiones profundas relacionadas con el ser humano se encontraron de pronto con un hábil resumen de todo ello que les impresionó más de lo que hubieran pensado al inicio de lo que parecía una simple -aunque muy larga- novela de aventuras. El texto llegó en el momento preciso, además, cuando el homo sapiens alejado de la Naturaleza y atraído a la falsa seguridad ciudadana gracias al hechizo de las máquinas empezaba a preguntarse qué es lo que estaba fallando a su alrededor, cuáles eran y dónde estaban las piezas que echaba en falta... Incluso los lectores que disfrutaron de El Señor de los anillos sin llegar a entender lo que estaba contando Tolkien en realidad se sintieron de alguna forma gratificados e inspirados por su mensaje que, inevitablemente, influiría en sus vidas posteriores aunque no fueran conscientes de esa circunstancia..., estoy seguro de ello.
En cierta ocasión, Mac Namara me dijo también que él creía que los Amos trataron de destruir los mensajes contenidos en la obra de Tolkien financiando con una cantidad insultante de millones una versión cinematográfica que arrinconara a la literaria para las nuevas generaciones. El proyecto le fue encargado a un entonces semidesconocido cineasta neozelandés llamado Peter Jackson cuyo mayor mérito hasta el momento había sido rodar una película tan gore como Braindead. Llama poderosamente la atención, en efecto, que una película tan importante como la ansiada adaptación al cine de la obra de Tolkien (un proyecto que quisieron afrontar, pero no les dejaron hacerlo, otros cineastas más brillantes como John Boorman o Walt Disney y que incluso tuvo una interesante semiadaptación en dibujos animados de la mano de Ralph Bakshi) se dejara en manos de un perfil como el de Jackson. Sorprendentemente, Jackson demostró haber entendido muchas de las cosas expuestas por Tolkien y el resultado final fue, en general, felizmente fiel al libro y a sus personajes, empezando por los títulos de las películas (La comunidad del anillo, Las dos torres y El retorno del rey) y siguiendo por todo lo demás. De hecho, la trilogía resultó tan fiel que, cuando terminamos de verla, Mac Namara comentó, con divertido cinismo:
- Este tío ha firmado su sentencia. En lugar de obedecer órdenes, se ha atrevido a ir por libre. No se lo perdonarán.
No sé si mi gato conspiranoico tendrá razón pero lo cierto es que la producción posterior de Jackson deja bastante que desear y parece haberse estancado en su carrera en el séptimo arte, por mucho dinero de que disponga ahora para rodar. No hay más que echar un vistazo a la adaptación (en una aburridísima, descompensada e innecesaria trilogía) de El hobbit, la otra obra más conocida de Tolkien (aunque carece de la profundidad de El Señor de los anillos), que ha quedado completamente desfigurada.
Volviendo al asunto del fantástico, hay muchas obras de interés en cualquiera de sus vertientes: espada y brujería, ciencia ficción, terror, etc. Cuando me refiero al "interés" no hablo obviamente de que sean entretenidas o imaginativas sino del contenido de su argumento, si se trata de una novela, o de su guión, si es una película. En el caso de la ciencia ficción, creo que está reservada no tanto para conservar sabiduría sino para advertir a los homo sapiens de lo que les espera como no cambien de actitud. Es decir, de lo que les va a ocurrir, porque me temo que ese "salto cósmico evolutivo inminente de la humanidad" del que hoy hablan tantos aficionados a la New Age sólo se va a producir en sus propias mentes aturdidas. La evolución real (y esto lo enseñan precisamente los Sabios) es un fenómeno personal, individual, fuera del alcance de los pueblos, las naciones o las masas en general. Conocemos ejemplos claros de algunos de los más grandes autores de ciencia ficción (en general, buenos conocedores de los avances no sólo científicos sino políticos y sociales de su época, entre otras cosas porque no pocos de ellos estaban en contacto directo con grupos discretos de Sabios o de Amos o de ambos) que nos advirtieron hace tiempo de lo que vendría. Como es habitual en el homo sapiens, nadie les ha hecho caso. ¿No eran, después de todo, meras fantasías? Pero lo cierto es que hoy vivimos o estamos a punto de vivir algunas circunstancias dramáticas que ya fueron descritas por la "imaginación" hace decenios: desde el dominio hipnótico de las grandes pantallas planas en nuestro domicilio particular hasta la amenaza de la desaparición del dinero contante y sonante, pasando por la falsificación y reescritura sistemática de la historia, la desnaturalización de la concepción humana, la creciente robotización de la sociedad, el uso de los virus como armas letales o la inserción de los microchips en el interior de nuestro cuerpo "en nuestro propio beneficio", entre otras muchas.
Una de estas obras "proféticas" la escribió Henry Maxwell Dempsey, más conocido por su nombre de guerra Harry Harrison. Escribió varios textos interesantes aunque sin duda su obra cumbre es ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!, que se remonta a 1966 y analiza el fenómeno de la superpoblación, pero no sólo eso. En 1973 Richard Fleischer adaptó esta obra al celuloide con el título de Soylent Green, que en español se tradujo como Cuando el destino nos alcance, y logró una de esas pequeñas joyas cinematográficas (cuya influencia, por cierto, habrán descubierto los más avispados en mi novela Islas en el Cielo, donde la marca Pureza cumple una función similar) que viene muy bien revisar estos días, poco más de 40 años después de ese estreno.
El argumento nos lleva al año 2022, prácticamente medio siglo por delante del año de su estreno pero apenas a 7 años de nuestro futuro. Nueva York es un enjambre habitado por más de 40 millones de personas que malviven en un ambiente enrarecido (la estupenda fotografía de la película muestra la anómala luz del sol de la que "disfruta" la ciudad) por la contaminación y un calor constante durante todo el año. Sólo existen dos clases sociales: una minúscula fracción de poderosos que mantiene todo el control y una inmensa masa de gentes empobrecidas y carentes de futuro, sin fuerza interior suficiente ni siquiera para plantearse una rebelión. Los que están arriba disfrutan de lo que para nosotros son cosas "normales" de la vida en la ciudad pero que en esta época se han convertido en auténticos lujos, como pisos familiares, luz eléctrica a cualquier hora, agua corriente y alimentos -aunque limitados y a un precio exorbitante- frescos. Los que están abajo viven una vida miserable viviendo en las calles, en el interior de vehículos inservibles, en las iglesias o en los rellanos de los edificios. Los más afortunados -entre los que figuran los personajes protagonistas: Robert Thorn interpretado por Charlton Heston- y Sol Roth -Edward G. Robinson-, disponen de un pequeño cuchitril en el que producen energía eléctrica pedaleando sobre una bicicleta para cargar las baterías.
La clase baja se ve obligada a hacer grandes colas diarias para conseguir su ración de agua diaria o para adquirir las galletas superproteínicas de la marca Soylent, que se venden en varios colores según el origen de sus concentrados, y que es casi el único alimento al que pueden aspirar. En el momento de comenzar la película, ya están en el mercado las Red y las Yellow y la empresa acaba de lanzar las Soylent Green elaboradas con algas y plancton y que están teniendo un gran éxito como cualquier novedad que se precie. La superpoblación afecta a todas las ciudades y no se puede "escapar" al campo, porque las tierras que no están contaminadas se utilizan como granjas y han sido convertidas en auténticas fortalezas para impedir su saqueo. Thorn, que tiene la suerte de ser policía (en un momento de la acción es herido pero se niega a ir al médico para que le atienda porque le dará la baja y eso supondría ser despedido y quedarse sin empleo..., y le ha costado mucho encontrar ese trabajo) está acostumbrado a esta forma miserable de vivir pero Roth, que es un profesor anciano cuya memoria recuerda cuando el planeta era todavía un lugar habitable, reniega constantemente del día a día.
En este decorado, a Thorn le encargan la investigación del asesinato de un hombre rico, William Simonson, uno de los consejeros de la compañía Soylent, en su propio apartamento. Oficialmente, Simonson fue sorprendido por un ladrón, que le mató cuando se encontraba solo puesto que su guardaespaldas Tab Fielding (Chuck Connors) había ido a acompañar a a la compra al "mobiliario femenino" Shirl (Leigh Taylor Young), la muchacha que le "corresponde" en el edificio como usuario de este apartamento. Pero el policía sospecha del guardaespaldas. Durante su investigación, Thorn se apodera de todas las riquezas que puede en el apartamento (es el protagonista, pero no deja de ser un personaje corrupto de una sociedad corrupta, como todos los demás) incluyendo una botella de whisky, una pastilla de jabón, una toalla, una ducha caliente y la propia muchacha. Una de las secuencias más terribles, cuando se piensa en ella, es el momento en el que Thorn degusta por primera vez en su vida un estofado de ternera con verduras mientras bebe licor y remata la comida con una manzana. Roth le ha preparado este opíparo banquete y ambos lo saborean sin palabras, sólo con gestos y sonrisas. Luego el viejo profesor se echa a llorar porque esta comida, para el policía acostumbrado a deglutir Soylent en sus distintas variedades, sólo ha sido un momento de gloria y riqueza pero, para él, ha constituido la oportunidad de retornar, durante un instante, a los felices tiempos en los que el mundo todavía era..., como el nuestro.
Otra secuencia impactante de la película, que en un primer momento puede parecer casi cómica pero que describe muy bien cómo contempla la minoría dominante, tan iluminati ella, al rebaño humano que pisotea es la de las protestas de los ciudadanos cuando se termina el suministro de las famosas galletitas. Incapaces de detener a la masa enfurecida, los policías (entre cuyo lamentable equipamiento antidisturbios figura unos cascos de fútbol americano) recaban la ayuda de unos volquetes que recogen con sus anchas palas excavadoras a los manifestantes más violentos y los depositan como escombros en la parte de atrás de los camiones.
La sociedad del futuro también tiene un sistema de suicidio asistido para aquellas personas que han decidido voluntariamente abandonar el mundo. Se llama el Hogar y ofrece los únicos veinte minutos de paz que reciben los ciudadanos en toda su vida. Uno escoge el color, la música y los temas que más le gustan y es acompañado a una confortable cama de una sala individual donde tras ingerir una sustancia tóxica se va quedando adormecido ante una gran pantalla, en un tránsito dulce hacia la muerte. Roth elige el naranja, la música clásica ("música clásica ligera", especifica él al encargado de preparar la ceremonia) y la naturaleza. Y tiene así el placer de morir entre los sones de la Pastoral de Beethoven y el Peer Gynt de Grieg, entre otras grandes melodías clásicas, mientras contempla extasiado unas hermosas imágenes de bosques, prados, montañas y océanos...
Roth se suicida porque ha descubierto el secreto del asesinato de Simonson..., y de Soylent. Y no quiere seguir viviendo después de ello: es la gota que ha colmado el vaso de su hartazgo por la decadencia humana. Lo ha hecho al investigar un par de grandes libros que Thorn saqueó en el apartamento del consejero de la compañía y que resultan ser informes sobre la evolución de la misma ¡desde el año 2015, precisamente! El policía llega a tiempo de ver los últimos instantes de vida de su amigo y éste le deja, como pista para solucionar el enigma, el recado de que rastree dónde acaba su cadáver. Así lo hace Thorn, que se sube en el vehículo sanitario (un camión de basura pintado de blanco) encargado de transportar los cuerpos de los suicidados. Varios camiones marchan en convoy hacia lo que parece una incineradora protegida por soldados pero, una vez infiltrado en el interior, el policía descubre que en realidad se trata de... ¡Una fábrica de Soylent Green! Las "algas" y el "plancton" resultan ser en realidad restos humanos convenientemente procesados y empaquetados, lo que ha convertido a los pobres de la sociedad del futuro en caníbales inconscientes de serlo. Es decir, cuando el destino, la muerte, nos alcance..., nos convertiremos en galletitas.
El final de la película es descorazonador pero realista. Thorn mata a Fielding tras enfrentarse con él en una iglesia atestada de gente, pero resulta malherido y, cuando está siendo trasladado en camilla (queda la duda de si le llevan a un hospital o van a rematarle en cinco minutos más para convertirle también en comida) grita como un loco que hay que contar la verdad a la gente y salvar a la humanidad. Es una misión ciertamente imposible. Primero, porque nadie le creería y además, en última instancia, sería silenciado para evitar que se supiera la verdad. Segundo, porque no hay salvación posible. Los productos de Soylent son la única comida de la que puede disponer la mayoría de las personas: si dejaran de distribuirse, éstas caerían en al canibalismo directo matándose unas a otras previamente.
El puñado de Amos esclavizando al mundo, la transformación de la sociedad humana en un termitero, la desaparición de las clases medias, el desastre ecológico, la escasez de recursos, la comida basura, la destrucción del sentido de lo religioso, la pérdida del contacto con la Naturaleza, la industrialización de la muerte..., son asuntos que reconocemos hoy con facilidad y que muchas personas consideran acabarán conduciendo al desmoronamiento de la actual civilización. No era así en 1973, año en el que por cierto estalló la famosa primera crisis del petróleo, pero poca gente pensaba en que la sociedad del futuro podría acaba descomponiéndose como se muestra en el film de Fleischer. Como añadido irónico, cabe decir que ésta fue la película 101 del veterano Edward G. Robinson. En un homenaje personal organizado por la productora con motivo del estreno, el actor expresó su deseo de llegar hasta las 120 pero en realidad aquél fue el último rodaje. Para entonces ya estaba roído por el cáncer y falleció pocos días más tarde.
Una de estas obras "proféticas" la escribió Henry Maxwell Dempsey, más conocido por su nombre de guerra Harry Harrison. Escribió varios textos interesantes aunque sin duda su obra cumbre es ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!, que se remonta a 1966 y analiza el fenómeno de la superpoblación, pero no sólo eso. En 1973 Richard Fleischer adaptó esta obra al celuloide con el título de Soylent Green, que en español se tradujo como Cuando el destino nos alcance, y logró una de esas pequeñas joyas cinematográficas (cuya influencia, por cierto, habrán descubierto los más avispados en mi novela Islas en el Cielo, donde la marca Pureza cumple una función similar) que viene muy bien revisar estos días, poco más de 40 años después de ese estreno.
La clase baja se ve obligada a hacer grandes colas diarias para conseguir su ración de agua diaria o para adquirir las galletas superproteínicas de la marca Soylent, que se venden en varios colores según el origen de sus concentrados, y que es casi el único alimento al que pueden aspirar. En el momento de comenzar la película, ya están en el mercado las Red y las Yellow y la empresa acaba de lanzar las Soylent Green elaboradas con algas y plancton y que están teniendo un gran éxito como cualquier novedad que se precie. La superpoblación afecta a todas las ciudades y no se puede "escapar" al campo, porque las tierras que no están contaminadas se utilizan como granjas y han sido convertidas en auténticas fortalezas para impedir su saqueo. Thorn, que tiene la suerte de ser policía (en un momento de la acción es herido pero se niega a ir al médico para que le atienda porque le dará la baja y eso supondría ser despedido y quedarse sin empleo..., y le ha costado mucho encontrar ese trabajo) está acostumbrado a esta forma miserable de vivir pero Roth, que es un profesor anciano cuya memoria recuerda cuando el planeta era todavía un lugar habitable, reniega constantemente del día a día.
En este decorado, a Thorn le encargan la investigación del asesinato de un hombre rico, William Simonson, uno de los consejeros de la compañía Soylent, en su propio apartamento. Oficialmente, Simonson fue sorprendido por un ladrón, que le mató cuando se encontraba solo puesto que su guardaespaldas Tab Fielding (Chuck Connors) había ido a acompañar a a la compra al "mobiliario femenino" Shirl (Leigh Taylor Young), la muchacha que le "corresponde" en el edificio como usuario de este apartamento. Pero el policía sospecha del guardaespaldas. Durante su investigación, Thorn se apodera de todas las riquezas que puede en el apartamento (es el protagonista, pero no deja de ser un personaje corrupto de una sociedad corrupta, como todos los demás) incluyendo una botella de whisky, una pastilla de jabón, una toalla, una ducha caliente y la propia muchacha. Una de las secuencias más terribles, cuando se piensa en ella, es el momento en el que Thorn degusta por primera vez en su vida un estofado de ternera con verduras mientras bebe licor y remata la comida con una manzana. Roth le ha preparado este opíparo banquete y ambos lo saborean sin palabras, sólo con gestos y sonrisas. Luego el viejo profesor se echa a llorar porque esta comida, para el policía acostumbrado a deglutir Soylent en sus distintas variedades, sólo ha sido un momento de gloria y riqueza pero, para él, ha constituido la oportunidad de retornar, durante un instante, a los felices tiempos en los que el mundo todavía era..., como el nuestro.
Otra secuencia impactante de la película, que en un primer momento puede parecer casi cómica pero que describe muy bien cómo contempla la minoría dominante, tan iluminati ella, al rebaño humano que pisotea es la de las protestas de los ciudadanos cuando se termina el suministro de las famosas galletitas. Incapaces de detener a la masa enfurecida, los policías (entre cuyo lamentable equipamiento antidisturbios figura unos cascos de fútbol americano) recaban la ayuda de unos volquetes que recogen con sus anchas palas excavadoras a los manifestantes más violentos y los depositan como escombros en la parte de atrás de los camiones.
La sociedad del futuro también tiene un sistema de suicidio asistido para aquellas personas que han decidido voluntariamente abandonar el mundo. Se llama el Hogar y ofrece los únicos veinte minutos de paz que reciben los ciudadanos en toda su vida. Uno escoge el color, la música y los temas que más le gustan y es acompañado a una confortable cama de una sala individual donde tras ingerir una sustancia tóxica se va quedando adormecido ante una gran pantalla, en un tránsito dulce hacia la muerte. Roth elige el naranja, la música clásica ("música clásica ligera", especifica él al encargado de preparar la ceremonia) y la naturaleza. Y tiene así el placer de morir entre los sones de la Pastoral de Beethoven y el Peer Gynt de Grieg, entre otras grandes melodías clásicas, mientras contempla extasiado unas hermosas imágenes de bosques, prados, montañas y océanos...
Roth se suicida porque ha descubierto el secreto del asesinato de Simonson..., y de Soylent. Y no quiere seguir viviendo después de ello: es la gota que ha colmado el vaso de su hartazgo por la decadencia humana. Lo ha hecho al investigar un par de grandes libros que Thorn saqueó en el apartamento del consejero de la compañía y que resultan ser informes sobre la evolución de la misma ¡desde el año 2015, precisamente! El policía llega a tiempo de ver los últimos instantes de vida de su amigo y éste le deja, como pista para solucionar el enigma, el recado de que rastree dónde acaba su cadáver. Así lo hace Thorn, que se sube en el vehículo sanitario (un camión de basura pintado de blanco) encargado de transportar los cuerpos de los suicidados. Varios camiones marchan en convoy hacia lo que parece una incineradora protegida por soldados pero, una vez infiltrado en el interior, el policía descubre que en realidad se trata de... ¡Una fábrica de Soylent Green! Las "algas" y el "plancton" resultan ser en realidad restos humanos convenientemente procesados y empaquetados, lo que ha convertido a los pobres de la sociedad del futuro en caníbales inconscientes de serlo. Es decir, cuando el destino, la muerte, nos alcance..., nos convertiremos en galletitas.
El final de la película es descorazonador pero realista. Thorn mata a Fielding tras enfrentarse con él en una iglesia atestada de gente, pero resulta malherido y, cuando está siendo trasladado en camilla (queda la duda de si le llevan a un hospital o van a rematarle en cinco minutos más para convertirle también en comida) grita como un loco que hay que contar la verdad a la gente y salvar a la humanidad. Es una misión ciertamente imposible. Primero, porque nadie le creería y además, en última instancia, sería silenciado para evitar que se supiera la verdad. Segundo, porque no hay salvación posible. Los productos de Soylent son la única comida de la que puede disponer la mayoría de las personas: si dejaran de distribuirse, éstas caerían en al canibalismo directo matándose unas a otras previamente.
El puñado de Amos esclavizando al mundo, la transformación de la sociedad humana en un termitero, la desaparición de las clases medias, el desastre ecológico, la escasez de recursos, la comida basura, la destrucción del sentido de lo religioso, la pérdida del contacto con la Naturaleza, la industrialización de la muerte..., son asuntos que reconocemos hoy con facilidad y que muchas personas consideran acabarán conduciendo al desmoronamiento de la actual civilización. No era así en 1973, año en el que por cierto estalló la famosa primera crisis del petróleo, pero poca gente pensaba en que la sociedad del futuro podría acaba descomponiéndose como se muestra en el film de Fleischer. Como añadido irónico, cabe decir que ésta fue la película 101 del veterano Edward G. Robinson. En un homenaje personal organizado por la productora con motivo del estreno, el actor expresó su deseo de llegar hasta las 120 pero en realidad aquél fue el último rodaje. Para entonces ya estaba roído por el cáncer y falleció pocos días más tarde.
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