Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 19 de febrero de 2016

Mi casa nueva

Tengo que reconocer que la casa es bonita, más de lo que podría haberme imaginado. No sólo eso, es amplia. Nunca he soportado los espacios angostos, los pisos estrechos..., esa sensación de que las paredes se te caen encima. ¡Pero si donde vivía antes subía y bajaba todos los días por las escaleras, por no meterme en esa caja traqueteante que los vecinos llamaban ascensor, y eso que era una cuarta planta! Eso sí: la casa nueva está un poco más vacía de lo que me gustaría, con un interiorismo minimalista que incluye estanterías con libros falsos, de los que hacen bonito pero que sólo son lomos. No sé hasta qué punto se puede solucionar eso. Mis actuales caseros no comparten en absoluto mis gustos domésticos. De hecho, no me han consultado para nada la decoración..., ni ningún otro detalle relacionado con la vivienda.

La gran pantalla de televisión del salón de abajo, sin ir más lejos. Es muy llamativa. Parece un cine, pero cuando la enciendes no hay manera de sintonizar ningún canal. Y mira que lo he intentado veces. Lo único que sale es una imagen estúpida repetida mil veces, como uno de esos pequeños videos de Twitter que se supone son muy graciosos pero que al final aburren porque nunca se terminan. Parece una secuencia extraída de una película del Oeste: un tipo con sombrero al que echan a puñetazos del clásico saloon, cae hacia atrás con las puertas de la entrada batiendo como locas. La primera vez que vi la escena me quedé perplejo. El vaquero, o lo que fuera, sale proyectado -se adivina el puño de su enemigo, entre las sombras del interior-, tropieza y se derrumba sobre el fango en la calle mientras un caballo atado junto a la puerta se encabrita. Entonces de repente el tipo con sombrero vuelve a aparecer cayendo, tambaleándose y de nuevo al fango. Y el caballo asustado. Y una vez más vuelve a pasar lo mismo. Y otra. Y otra más. Y no sé cuántas veces más. Y siempre pasa lo mismo.

Como nunca me ha gustado la televisión, termino por apagarla. Y disfruto de la casa en sí que, insisto, es muy grande para mí solo. En el piso de abajo, además del salón donde está el aparato y que es lo suficientemente grande como para montar una mesa de ping pong y jugar cómodamente con el público distribuido en el sofá y los sillones,  hay un amplio recibidor, un guardarropa que no uso porque tengo muy pocas prendas y un cuarto de baño. Hay otra habitación con un comedor pequeño que también podría utilizar como despacho, si tuviera ganas o necesidad de trabajar a estas alturas, pero la verdad es que en este momento no tengo ni una ni otra cosa así que prácticamente no la he pisado en el tiempo que llevo aquí.

Lo que me encanta, lo reconozco, es la escalera interior, igualita que las de las casas de las películas norteamericanas, con su barandilla trabajada y todo. Es amplia y, sobre todo, es cómoda, aunque hubiera preferido una alfombra o, mejor, la madera vista en lugar de la moqueta. Me gusta el color, pero desconfío de esos criaderos de ácaros. Y lo mejor de todo está en el piso de arriba, con un dormitorio que es espectacular, muy trabajado. Hay que ver esa maravillosa cama de matrimonio de la que por cierto me hubiera gustado disponer hace sólo un par de 
años atrás, durante los meses que estuve con Hilde, la checa que vivía dos pisos más arriba en mi antigua dirección. Esa mujer estaba como un queso y además hacía honor a la fama de volcánicas que tienen las mujeres pelirrojas. Demasiado volcánica, como supe más tarde, al sorprenderla en mi propia cama con un fulano que yo no conocía de nada un día que, estando en la oficina, me sentí indispuesto y con décimas de fiebre y decidí irme a casa a la hora de comer, en lugar de hacerlo a las ocho de la tarde, como de costumbre...

Además del dormitorio principal, arriba hay otro secundario, un cuarto de baño más grande que el de abajo con su jacuzzi y todo y un acceso a una magnífica terraza donde no me importaría tomar el sol si aquí no estuviera siempre nublado. Ah, se me olvidaba: también dispongo de un sótano, un poco espartano, pero que convenientemente amueblado y aprovisionado podría muy bien servir como una bodeguita particular a la que invitar a un grupo de amiguetes para pasarlo bien.

Sí, a mí también me llamó la atención al principio la ausencia de cocina... Pero teniendo en cuenta que todos los días me traen desayuno, comida, merienda y cena hechas, no es algo por lo que me preocupe demasiado. Aunque la alimentación es tal vez lo peor en mi casa nueva, porque los manjares que me sirven a diario son ficticios. Quiero decir: todo tiene un aspecto delicioso pero a la hora de la verdad la comida es siempre la misma presentada de distintas maneras. Por ejemplo, un pollo asado. Huele que alimenta, presentado con su guarnición de patatas fritas y de verduritas. Pero en cuanto trato de cortarlo con cuchillo y tenedor, desaparece la ilusión: el pollo no es tal, sino una carcasa gelatinosa rellena de una especie de puré blanquecino y muy soso que al final acabo comiéndome con cuchara. Espera, que en lugar de pollo me han puesto un plato de salmón ahumado con su toquecito de eneldo y las correspondientes rebanadas de mantequilla... Pues lo mismo, cuando voy a catarlo es la misma gelatina rellena de puré aunque esté presentada como si fuera salmón. Todo es igual, da lo mismo que se trate de una merluza al horno, un steak tartar, una ensalada de endibias o una macedonia. ¡Si hasta las lentejas son pequeños glóbulos gelatinosos rellenos del mismo puré! Y con las bebidas pasa algo parecido. Vino, cerveza, refrescos, licores..., parecen eso cuando los veo y cuando me sirvo en mi vaso pero en el momento de beberlo, todo es agua. No bebo más que agua.


La casa está rodeada de un jardín no demasiado extenso pero lleno de flores, bien cuidado. En el porche hay una tumbona que es uno de mis sitios preferidos: me regalo unas siestas inenarrables allí después de comer. En la parte de atrás hay un patio con una canasta colgada en la pared y de vez en cuando encesto unas bolas jugando conmigo mismo pero me canso enseguida, me aburre jugar solo.


Creo que mis caseros detectaron eso y por eso me procuraron compañía, aunque no estuvieron muy acertados. Aún no me conocen lo suficiente como para adaptarse a mis gustos, si bien hay que reconocer que dedican bastante tiempo y esfuerzo a estudiarme para conseguirlo. El caso es 
que un día me trajeron a una señora mayor. 

Debía tener unos ochenta años y, aunque parecía en buena forma para su edad, estaba aterrorizada. Me la encontré en el dormitorio, después de una siesta. La habían dejado allí vestida apenas con un camisón sexy, lleno de transparencias, que le confería un aspecto grotesco. Debió pensar que yo era un perturbado, el jefe de una banda de violadores de ancianas o algo así. La pobre temblaba, por el miedo y por el frío. Traté de tranquilizarla pero cuando me acerqué a ella se desmayó. En realidad le dio un ataque al corazón y allí se quedó la pobrecita, mientras yo la miraba sin saber qué hacer. Desapareció poco después, mientras yo vomitaba en el cuarto de baño.

Me gustaría poder comunicarme con mis caseros para explicarles lo que necesito exactamente. No me importa haber sido abducido por una raza extraterrestre, ni que me expongan en este zoológico de animales cósmicos montado en un planeta que no sé ni cómo se llama, encerrado como estoy en esta réplica de una vivienda real de la Tierra. Ya ni siquiera me fijo en los extraños y babosos seres que me observan desde el otro lado de las planchas de cristal y que comentan asombrados mis diferencias físicas en relación consigo mismos. Ésta es una vida cómoda y estoy dispuesto a servirles de entretenimiento durante el resto de mi vida pero, ¡madre de Dios!, que me traigan una chica joven y guapa al menos para pasar el rato. Podrían abducir a una como Hilde, por ejemplo. O que me instalen una consola de videojuegos, al menos, para matar el tiempo en mi casa nueva.







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