Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 18 de octubre de 2013

Por los pelos

El nivel imperante de entontecimiento ilustrado que reina en el mundo está llegando a extremos verdaderamente asombrosos. Ya lo he dejado dicho multitud de veces (me preocupa empezar a repetirme tanto como un guiso saturado de ajo y cebolla) pero es que, a pesar de que nunca como hoy un ciudadano medio ha tenido mayores oportunidades de estar informado y de reaccionar e influir sobre su entorno, prácticamente a diario tengo la ocasión de quedarme de piedra ante la ausencia de formación (lo que es grave) y de empuje (lo que es peor) o de punch, que dicen en América, de ese mismo ciudadano. Y lo peor es que cuanto más joven es el individuo en cuestión, menos formación y menos empuje suele tener (por no hablar, entre otras minucias, del alarmante crecimiento del conformismo y su primo hermano el nihilismo, la clara ausencia de creatividad o la espantosa desaparición del compromiso, no ya con la sociedad o siquiera con la familia, sino con uno mismo, que en el fondo es lo más importante...). Sí, ya sé que la historia de la humanidad no ofrece, en general, períodos mucho mejores que el actual pero da la sensación de que estamos peor que nunca en el sentido de la vida interior, o la ausencia de ésta...

Y es que la estrategia diseñada y puesta en marcha por los Amos hace tantos años, lenta pero poderosa, se desarrolla de manera implacable, gota a gota, pasito a pasito, infectando en silencio a un homo sapiens tras otro sin llamar la atención de los demás . El sueño se extiende a cámara lenta en nuestra sociedad, sí, pero cuando aferra a alguien entre sus garras es muy difícil que esa persona llegue a soltarse, llegue a despertar, hasta que no alcanza sus últimos días en este planeta..., y posiblemente ni siquiera entonces. Cada vez son más los que caen en este adormecimiento vital que transforma a los aspirantes a seres humanos en perfectas ovejas del rebaño, tambaleantes por la eficacia del veneno que confunde el alma. Se trata de un fenómeno de zombificación social perfectamente elaborado y promocionado a todos los niveles que explica tal vez en parte el éxito actual de los libros y películas sobre muertos vivientes (en el fondo, tan aburridos y previsibles como las producciones pornográficas), en los que tanta gente se reconoce inconscientemente que hasta disfrutan vistiéndose, maquillándose y moviéndose como zombies. La agobiante sensación final que resulta de todo esto es la empatía absoluta con Robert Neville, el protagonista de la fabulosa Soy Leyenda del grandísimo, inmenso, Richard Matheson (quien por desgracia nos dejó a finales del pasado mes de junio): uno de esos escritores que merecieron el Premio Nobel de Literatura mucho más que la mayoría de los homenajeados con este hoy devaluado galardón y que por supuesto nunca llegó a recibirlo por haber cometido el pecado de dedicarse al género fantástico.

En los mentideros conspiranoicos hay muchos argumentos y teorías sobre el método empleado por los Amos para potenciar el atolondramiento generalizado. Desde el uso masivo e hipnótico de las pantallas (cuando uno se para a pensarlo, resulta que nos pasamos cada vez más tiempo delante de una de ellas, ya sea la de la tele, la del ordenador o la del teléfono móvil o, más corrientemente, las de todos estos objetos uno tras otro), hasta el bombardeo de tranquilizantes y otras sustancias extrañas a través de los chemtrails (cada vez más evidentes en el cielo y, al mismo tiempo, más negados por los creyentes de la fe laica del Todo-está-bien-amigos-y-no-hay-nada-fuera-de-lo-corriente-sobre-lo-que-preocuparse), pasando por el consumo masivo de alcohol (entendido como insustituible arma social para la relación con los demás) y los medicamentos (veo a gente más joven que yo ingerirlos por sistema, casi como si fueran gominolas, en busca de un rápido alivio para cualquier mínima molestia física) o el envenamiento progresivo de alimentos (destrozando los cultivos tradicionales, potenciando la transgenia, introduciendo azúcar en la composición de todos los productos elaborados -¡hasta en el pan integral! ¡recomiendo hacer el ejercicio de mirar las etiquetas de los productos que compramos en el supermercado: nos llevaremos más de una sorpresa!-, etc.) y agua (cada vez más fluorizada en nuestros grifos..., y resulta bastante iluminador leer algo sobre las consecuencias del flúor). Pero en los últimos días se ha planteado una nueva idea para explicar el porqué de esa extensión del control que, en realidad, no es tan nueva pues la encontramos en viejas leyendas bastante conocidas. O, mejor dicho, que eran bastante conocidas hasta no hace mucho, porque nuestro fabuloso sistema educativo ya no suele enseñarlas ni hablar acerca de ellas.


Se trata del cabello..., y sobre todo de la ausencia del mismo. Diversas culturas nos muestran las proezas y aventuras de dioses y héroes que a menudo son descritos, entre otras características, con un pelo largo y fuerte. En el caso europeo ese pelo, cuando es rubio o pelirrojo (lo que en la antigüedad parece que era mucho más común que hoy día, cuando estamos todos mucho más mezclados racial y genéticamente, dentro de una de las estrategias destinadas a desembocar en el gobierno mundial) adquiere una identificación claramente solar y los largos mechones se identifican con los rayos del Sol, por lo que su portador pasa a convertirse en un descendiente aun simbólico del mismísimo astro rey que dispone de capacidades especiales. Desde el Cuchulainn irlandés hasta los más feroces caudillos celtíberos en la guerra contra el invasor romano pasando por el exageradamente barbudo Merlín, las doncellas feéricas aficionadas a peinarse sus melenas rubias en los ríos centroeuropeos, los espartanos que antes de desafiar a la misma muerte emplean su tiempo en peinarse y adornarse sus largos cabellos, los intrépidos navegantes vikingos ("en mi pueblo tenemos una palabra para describir al hombre sin barba: le llamamos 'mujer'...") o los fascinantes reyes merovingios dotados de poderes sobrenaturales, la cabellera larga y brillante, junto con la barba y el bigote, se encuentran a menudo asociados con el valor y el poderío del ser humano libre y fuerte, capaz de ejercer su voluntad en el mundo y decidir así su destino. 

Por contra, ¿dónde hallaremos a los hombres sin pelo o con poca cantidad de él? En las instituciones religiosas y/o más o menos civilizadas, donde la individualidad ha de someterse a la comunidad, disolverse en la Gestalt de la organización que pasa a apoderarse de cada uno de sus miembros, disponiendo de él según las necesidades del grupo, convirtiéndoles en meras piezas desechables de un diseño general, tentáculos de un ordenador central que les controla y sacrifica a placer. Sacerdotes de numerosas religiones en diversos puntos del mundo han sido identificados desde muy lejanas épocas con una calvicie forzada, basada en tonsuras específicas o en cráneos completamente rasurados. No creo que sea una casualidad que, en el Viejo y Salvaje Oeste, se convirtiera en tan bárbara como habitual costumbre el hecho de arrancar la cabellera del enemigo vencido (una iniciativa original de algunas tribus indias en el noreste de Norteamérica que los colonos holandeses, ingleses y franceses copiaron y popularizaron después por todo el continente pagando a sus aliados indios a tanto por cabellera, e incluso practicando esta costumbre ellos mismos).
Uno de los cuentos más populares de la cultura occidental, en lo que al poder del cabello se refiere, la protagoniza Sansón. Se supone que éste es un personaje judío, perteneciente a la tradición bíblica. Sin embargo, como sabe bien cualquiera que se haya tomado la molestia de examinar el Antiguo Testamento a fondo, la mayoría de los relatos incluidos en este llamado libro sagrado que no es sino una colección de aventuras criminales (donde proliferan las traiciones, los asesinatos, los incestos, los latrocinios, la violencia, la intolerancia y hasta los genocidios divinos) no son de origen realmente judío, sino más bien adaptaciones judías de cuentos y leyendas previos, originales de otras tradiciones como la mesopotámica y la egipcia. En el caso de Sansón, se nos presenta como un hercúleo líder israelita capaz de enfrentarse con un león con sus manos desnudas y destinado por el dios de Israel desde su mismo nacimiento a liberar a su pueblo de "la opresión de los filisteos", a mil de los cuales mata él solo con la simple ayuda de una quijada de burro. El nombre por el que le conocemos hoy deriva, según los expertos, de la palabra hebrea Shemesh. Pero ésta no es más que una copia de Shamash: el conocido dios del Sol en Sumeria, la más antigua civilización registrada hoy en Mesopotamia...  Para consevar su fuerza sobrehumana, Sansón sólo debe cumplir una condición: no cortarse jamás el cabello. Tras muchas aventuras (de las cuales, pocas son edificantes pues él mismo protagoniza diversos asesinatos, hurtos y relaciones con prostitutas, pese a mantener la dignidad de juez de Israel durante veinte años) acaba enamorándose de Dalila, una mujer filistea, que consigue tras varias intentonas averiguar el secreto de su poderío. Aprovechando que está dormido, un sirviente de la casa le rapa la cabeza.

Sin pelo, Sansón es fácilmente reducido por un grupo de filisteos que, en venganza por las tropelías que ha cometido contra ellos, le dan una paliza, le sacan los ojos y le convierten en esclavo obligándole a moler grano como si fuera un animal. Así transcurren sus días más amargos a partir de entonces..., pero los filisteos cometen un grave error y es el de no acordarse de rasurarle regularmente. De hecho, no vuelven a hacerlo desde la primera vez, cuando cayó en sus manos. En consecuencia, a medida que vuelve a crecer el cabello Sansón recupera progresivamente la fuerza, pero lo oculta cuidadosamente esperando la ocasión de vengarse. Y ésta termina llegando cuando los filisteos deciden incluir a su prisionero en el programa de festejos ceremoniales en el templo de Dagón. En cierto momento, Sansón se encuentra entre las dos columnas sobre las que descansa todo el edificio, repleto de oficiantes y fieles. Echando mano de su poder, casi enteramente recuperado a estas alturas, empuja ambas columnas a la vez hasta desestabilizarlas y provocar el desmoronamiento del templo entero. El redactor veterotestamentario concluye alegremente reseñando el mérito del héroe que se inmola a sí mismo y gracias a ello mata a más filisteos de los que había asesinado a lo largo de toda su vida (que eran unos cuantos).

  Con estos precedentes, llegamos a la historia que está circulando en estos momentos por Internet y que nos sitúa a comienzos de los años noventa del siglo XX. Según la misma, una mujer llamada Sally (no es su nombre real, por su propia seguridad) estaba casada con un psicólogo que trabajaba con veteranos de guerra con problemas de estrés post traumático. Muchos de estos ex soldados habían servido durante la guerra del Vietnam, el trauma por excelencia del ejército norteamericano contemporáneo. La mujer contaba que su marido regresó un día a casa con una importante documentación procedente de una serie de investigaciones desarrolladas por el gobierno de EE.UU. que le puso, nunca mejor dicho, los pelos de punta. Según estos informes, durante el conflicto vietnamita y precisamente por la naturaleza del mismo, responsables de las fuerzas especiales del Ejército fueron a las reservas indias a seleccionar para sus unidades de rastreo y exploración a hombres especializados en capacidades como la supervivencia y la adaptación a parajes naturales salvajes. Pero algo raro sucedía con ellos cuando llegaban al teatro de operaciones: por buenos que fueran durante las pruebas de selección, al desplegarse sobre el terreno en Asia sus habilidades desaparecían como por arte de magia.

Como esta situación se repetía una y otra vez, los directores del programa ordenaron una serie de pruebas complementarias para tratar de descubrir qué estaba fallando. También se les preguntó a los propios indios. Algunos de ellos contestaron que los cortes de pelo de estilo militar, que dejaban sus cráneos casi pelados, eran la razón de su fracaso ya que al ser privados de sus tradicionales y largas cabelleras perdían su intuición y su habilidad para captar e interpretar las señales sutiles que estaban acostumbrados a aprehender. Con cierto escepticismo, los seleccionadores escogieron a un grupo de nuevos reclutas y les sometieron a diversas actividades sin cortarles el pelo. Los resultados fueron sorprendentes: aquéllos que mantenían su larga cabellera intacta culminaban con éxito los objetivos, aquéllos a los que se seguía cortando el pelo los rebajaban de inmediato incluso aunque durante los tests preliminares (antes de raparse) hubieran obtenido idéntica puntuación. Una de las pruebas consistía en que, durante su entrenamiento de supervivencia, los seleccionados serían atacados una noche concreta en el bosque cuando estuvieran durmiendo. Invariablemente, los indios con el pelo largo presentían la llegada del "agresor" que simulaba ser un soldado enemigo dispuesto a estrangularles y reaccionaban de dos maneras: o bien se despertaban y se alejaban del lugar antes de que llegara su atacante o bien se despertaban pero se hacían los dormidos y se lanzaban por sorpresa contra el "enemigo" antes de que éste culminara su acción. Invariablemente, los indios con el pelo cortado se dejaban sorprender en su sueño.
 

Como es lógico, una de las recomendaciones finales de los seleccionadores en el documento resumen que facilitaron al Ejército, según contó Sally, fue que a partir de ese momento cualquier futuro miembro del equipo de rastreadores y exploradores en Vietnam conservara toda su cabellera si se quería aprovechar su potencial. La mujer también contó que su marido, el psicólogo, era una persona tradicional y conservadora pero que, a raíz del estudio de aquellos documentos, decidió no volver a cortarse nunca más ni el pelo ni la barba... La explicación que se ofrece a este relato es que los cabellos podrían ser considerados como una especie de "red exterior" del sistema nervioso, unas verdaderas antenas capaces de adquirir información del entorno y de transmitírsela al cerebro de manera inconsciente. De esta forma, de repente sentiríamos unos "impulsos" o "ganas" de hacer una cosa u otra, de manera en apariencia aleatoria pero en realidad secretamente aconsejados por los datos captados a través de nuestra cabellera...

Como suele suceder con este tipo de historias, no hay manera de contrastar la fuente. Ni siquiera Mac Namara me ha podido decir nada al respecto. Pero el relato es ciertamente sugerente, sea o no cierto. De pronto he caído en la cuenta de que hoy día hay multitud de personas aún jóvenes, digamos del entorno de los treinta años, cuyo pelo es ralo y quebradizo o que directamente han perdido buena parte, si no todo. Las excusas son variadas: están sometidas a demasiado estrés y ello influye en la caída de los cabellos, lo han quemado a base de teñírselo o engominarlo desde la adolescencia en repetidas ocasiones, su alimentación a base de comida basura les ha afectado físicamente en varios aspectos incluyendo éste, la moda de la depilación a ser posible integral está cada vez más extendida...  

No quiero decir, obviamente, que los calvos sean personas inferiores o menos completas pero lo cierto es que el número de occidentales con pelo bueno y abundante se ha reducido drásticamente en las últimas generaciones..., coincidiendo con el progresivo naufragio intelectual, moral e instintivo de nuestra sociedad.







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