Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 10 de octubre de 2014

Símbolos y banderas

Vivimos rodeados, presionados, condicionados por todo tipo de símbolos. Ésa es una de esas verdades que sabe cualquier homo sapiens medianamente ilustrado pero que hace todo lo posible por ignorar ya que rompe su ilusión de libre albedrío. Especialmente si el tal homo es un español de los rancios, de los que usan aquella tan vanidosa como estúpida expresión de “usted no sabe con quién está hablando”. La realidad es que los símbolos nos atrapan constantemente: nos permiten cruzar una calle o no según el semáforo nos ofrezca su cara roja o la verde, nos hablan desde el papel o desde la pantalla de nuestro dispositivo si somos capaces de decodificar los mensajes escritos con su alfabeto, nos permiten comerciar con unas monedas que sólo tienen el valor que nosotros nos empeñamos en darles, nos indican por dónde entrar y por dónde salir, nos dan ideas para ligar preguntando a cuál de los doce arquetipos cósmicos pertenecemos... No tenemos, en realidad, una mejor forma de relacionarnos con este mundo material que conocer bien el código de símbolos que lo ordena y estratifica. Sobre todo, si aspiramos a liberarnos de los grilletes con que nos aherrojaron al caer en ese escenario de tinieblas.

Como todas las cosas, los símbolos tienen diversos grados de lectura e interpretación, según el conocimiento de la persona del complejo laberinto de sus significados. Un ejemplo muy claro es el del Ojo de Horus, que los más recientes aficionados a la conspiranoia se empeñan en relacionar sistemáticamente con los “malos”, cuando en realidad en su origen tiene que ver con los “buenos” y, hoy por hoy, se usa indiscriminadamente por ambos bandos..., con un concepto muy diferente. Por resumir muy mucho, para los “buenos” este antiguo signo egipcio hace referencia al hombre despierto, al hombre que sabe y por tanto está en contacto con la sabiduría divina ya que puede ver fuera pero, más importante, también dentro de sí mismo, y eso le confiere el mayor de los poderes: el poder sobre sí mismo (un poco en la línea de todos los dioses de un solo ojo, como en el caso de Odín Wotan, que no es tuerto en realidad sino que usa un ojo para mirar el mundo exterior y otro para mirar el interior). En ese sentido es un símbolo preciosísimo y no es extraño que los supersticiosos e iletrados elaboraran réplicas suyas como objeto “atractor de buena suerte”. Sin embargo, exactamente el mismo signo para los “malos” tiene una interpretación completamente distinta ya que se refiere al ojo-que-todo-lo-ve, lo que hoy conocemos también como el Gran Hermano. Es un arma peligrosa en manos de los desaprensivos, que están aniquilando, entre otras cosas, la intimidad individual y colectiva por medio de la instalación progresiva de mecanismos de vigilancia cada vez más perfeccionados con los cuales tener controlados y a su merced al rebaño social.

Otro símbolo, relacionado a menudo con el Ojo de Horus, es la pirámide, que igualmente posee significados diferentes aunque la imagen sea, en lo gráfico similar. Para los “buenos”, es la expresión tridimensional de la divinidad que por lo común suele ser representada en forma de triángulo (las tríadas de dioses son moneda corriente en la inmensa mayoría de los sistemas religiosos y filosóficos que conocemos, desde Jesús, María y José hasta Brahma, Vishnú y Shiva pasando por Osiris, Isis y Horus y tantos otros); esto es, la materialización del principio divino en nuestro mundo de tres dimensiones. En tanto en cuanto ese mismo principio está en nuestro interior, la pirámide es también el mapa de viaje, el camino espiritual que se nos muestra claro y contundente: siempre hacia arriba, siempre esforzado, desde lo general de la base hasta la particularidad del vértice..., la pirámide es reflejo del iniciado mismo y, como ella, cuando ha logrado completarse es eterno e inmutable. No obstante, para los “malos” la pirámide (encima de la cual colocaron incluso el ojo-que-todo-lo-ve para resaltar el mensaje) supone el rotundo y colosal poder de lo material con el que aplastan cuanto cae bajo su control: ¿quién es capaz de mover un milímetro semejante mole de piedra? Y también es un mensaje de jerarquía, aunque bien diferente: aquí se promete la cumbre, pero ésta nunca será alcanzada en realidad. Sí hay una oportunidad en el camino espiritual, pues el objetivo final es que cada iniciado constituya su propia pirámide, pero en este otro caso, todos los implicados forman parte de la misma pirámide..., y los niveles superiores hace tiempo que están copados y reservados para ciertos parásitos que viven sólo para ver realizado su sueño de conquista y dominio físico del mundo.

En este mundo de símbolos, pues, aparece entre otros de especial interés, el de la bandera. Para un inmortal y estudiante de la Universidad de Dios como un servidor, sólo existe una: la negra, blanca y roja. Las tradiciones antiguas decían que estos colores imperiales se correspondían con las enseñas de la antigua Atlántida, donde Platón asegura en sus escritos que las rocas eran sólo de esos colores. Sin embargo, el mensaje alquímico es evidente y rotundo. Nigredo, el estado de oscuridad inicial del hombre corriente, sometido a las pasiones y a las circunstancias corrientes de la vida. Albedo, el estado de iluminación del que trabaja sobre sí mismo buscando la purificación y el autocontrol. Rubedo, el estado feliz de trasmutación definitiva, en el que la prueba ha sido superada y el ser ha logrado abrir la puerta hacia la inmortalidad, ha logrado derrotar al demiurgo y "exportarse" de este mundo, dotar de una cara concreta e individual a su espíritu eterno. 

Yo (como cualquier otro estudiante de la Universidad de Dios, por cierto) tengo dos banderas, no obstante. La negra, blanca y roja es la que corresponde a mi ser interior más profundo y su significado es el que es. Pero esa fuerza cósmica hoy contenida y apresada en este cuerpo físico tiene que expresarse a través de una personalidad. Y esa personalidad posee una nacionalidad con su propia bandera: la roja y amarilla de España. Un estandarte que no se remonta a la Armada de Carlos III, como dicen los liantes especializados en esconder la Historia de la humanidad. Ni siquiera a tiempos anteriores como la época medieval de la Corona de Aragón, de donde derivan hoy los estandartes valenacianos, catalanes o baleares. La bandera española es la más antigua del mundo, tan antigua que pude ver una primitiva recreación de ella hace pocas semanas en la cueva cántabra de El Castillo en Puente Viesgo, donde algún remoto antepasado había pintado con sus rudimentarias pinturas las franjas rojas y amarillas junto a unos enigmáticos puntos de colores y el contorno de sus manos abiertas (ese viejo símbolo español, el saludo del hombre libre, que se expresa extendiendo el brazo en alto con la palma de la mano abierta y vacía, y que posteriormente sería copiado por los usurpadores de la antigua Roma, a los que a su vez imitarían ya en el siglo XX algunos regímenes totalitarios). Nos contó la guía que una de aquellas manos había sido datada recientemente en 40.000 años de edad. ¡Que me hablen luego de la "antigüedad" de las civilizaciones mesopotámicas, que no pasan de los 5.000 á 7.000 años...!

Los colores rojo y amarillo que siempre han caracterizado los pendones, lábaros y banderolas españolas están ahí por una razón: porque son los colores del Sol. Cualquiera que haya tenido el privilegio de contemplar un crepúsculo sobre el Atlántico podrá dar fe de ello al contemplar los espectaculares colores que adquiere el cielo, a menudo con un fondo rojo sobre el que desfila, brillante y amarillo, el dios menor de este sistema cósmico... España era (cuando sólo Europa existía en el mundo) el finis terrae, el punto extremo de Occidente, allá donde el Astro Rey terminaba su periplo diario antes de hundirse dulcemente en las aguas oscuras del océano que equivalía al fin de todas las cosas..., antes de reencarnar y renacer mágicamente al día siguiente por el Oriente. Hay otros países europeos que se encuentran en el oeste del Viejo Continente, pero ninguno de ellos posee esa leyenda, ni esos colores, ni esas banderas. Los pueblos antiguos sabían, en verdad, bastantes más cosas que nosotros con todas nuestras redes de telecomunicaciones e internet.

Mi bandera personal es roja y amarilla, pues, y estoy contento de haber nacido bajo ella. Es la misma bandera que albergó a grandes escritores como el intocable Cervantes, el socarrón Quevedo o el divertido Jardiel Poncela y la misma que me permite comunicarme en casi todo el mundo con 400 millones de personas que hablan y escriben el mismo idioma que yo. Es la bandera que iluminó a enormes pintores desde el más grande de todos los tiempos, Velázquez, al luminoso Sorolla o el brillantísimo Murillo, y que ha creado escuelas y estilos artísticos en número no igualado por otros países. Es la bandera que vio nacer a rebeldes como Viriato, pero también a emperadores como Trajano y a filósofos como Séneca, aunque sus símbolos oficiales la ocultaran al pasar a un primer plano histórico. Es la bandera de 
conquistadores como el intrépido Hernán Cortés, el astuto Francisco Pizarro o el incansable Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que si hubieran sido británicos, franceses, alemanes o norteamericanos hoy serían considerados como grandísimos héroes y habría numerosas superproducciones cinematográficas contando su aventura pero que, al ser españoles, han sufrido el sino habitual de tantos ilustres compatriotas: la crítica despiadada, el descrédito, la minusvalía de sus hazañas..., y por supuesto la incomprensión de su vida, juzgada siglos después con los parámetros de esa época posterior. Es la bandera que permite a las mujeres de mi familia ser iguales que los hombres, vestir como quieran y llevar sus gloriosas melenas al viento, en lugar de sufrir una cárcel en vida o de ser consideradas como mera moneda de cambio. Es la bandera bajo la cual he comido y bebido como los mismos dioses (y mira que he tenido oportunidad de comer en muchos otros lugares del planeta, pero nunca he encontrado sabores ni goces similares). Es la bandera...

Basta, podría seguir llenando líneas y líneas, pero con esto es suficiente... Sé que la roja y amarilla también es la bandera de corruptos, traidores, asesinos, malas personas..., gentuza que se esconde bajo ella en lugar de lucirla como una gala. Pero, ¿acaso no sucede eso con el resto de banderas? ¿Acaso la Union Jack no protege también a furcias, comerciantes avaros y piratas? ¿Acaso la enseña francesa no sirve de escondrijo, entre otros, a usureros, cobardes y ventajistas? ¿Acaso las barras y estrellas no camuflan, igual a los "valientes" que a los miserables, los codiciosos y los despreciables?

Mi objetivo final es poder ondear ambas banderas juntas al final de esta vida. La negra, blanca y roja junto con la roja y amarilla. Si logro inmortalizar ésta última, si logro llevármela conmigo, aunque sólo sea un pedazo de ella, todo habrá tenido sentido.

























1 comentario:

  1. Emotivo y glorioso. Muchas gracias Pedro Pablo. No nos abandones y alégranos cada viernes con tus escritos.

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