Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 21 de noviembre de 2014

El río como testigo

Tendemos a pensar que no hay justicia en el mundo y probablemente sea así, puesto que el homo sapiens es fundamentalmente un homínido en general bastante alejado de esa imagen de ser humano con la que le gusta disfrazarse a menudo. Pero lo que sí existe es la Justicia, la que se escribe con mayúsculas porque no depende del entorno común y corriente. La he visto actuar tantas veces a lo largo de los años que no tengo absolutamente ninguna duda de que tarde o temprano los responsables de los impuestos cósmicos cuadran sus cuentas con todos y cada uno de los habitantes de este planeta, pagando lo que se debe en algunos casos y cobrando también lo que se debe en otros. Claro, eso dejando aparte el pequeño detalle de que esta especie de funcionarios estelares quitan y reparten de acuerdo con sus propios horarios e intereses, que nada tienen que ver en general con los nuestros. Por eso, a menudo no se entiende, ni siquiera se advierte (y en consecuencia no se agradece), su forma de intervenir en los distintos casos pendientes del planeta con el objetivo de mantener el orden y el equilibrio. 

En algunas ocasiones, no obstante, actúan de manera casi automática, si bien su forma de hacerlo siempre es peculiar y llamativa. Hablábamos sobre ello el otro día en la Universidad de Dios con nuestro brillante y divertido profesor de Misticismo y Paradojas, el mulá Nasrudin, quien aprovechó para ilustrarnos sobre la administración de Justicia relatándonos un sucedido al que se enfrentó hace bastantes años...

"Cierto hombre pobre paseaba junto al río lamentando la mala fortuna con la que la vida le había tratado porque, a pesar de ser honrado, trabajador y amable con sus vecinos, vivía solitario y con necesidades. En su deambular había llegado muy lejos del pueblo, junto hasta la única zona de la orilla donde crecían cañas. Entonces, se fijó  en que había algo medio enterrado en el fango. Se acercó y descubrió que era un cofre de buen tamaño repleto de monedas de oro. Sorprendido y desbordado por la alegría, empezó a dar gracias a la Providencia y a echarse en cara a sí mismo el haberse atrevido a dudar de que el Cielo cuidaría de él y terminaría recompensándole por sus desvelos. Mientras admiraba una y otra vez las monedas y pensaba en la mejor manera de invertirlas preparándose para decir adiós a la pobreza, un banquero pasó por allí subido cómodamente en su burro. Al ver el cofre con el oro en manos del pobre, se acercó enseguida y le preguntó con aire de preocupación:

- ¿Dónde has encontrado ese oro?

- En la orilla del río, junto a las cañas -contestó el otro, ingenuo.

- Enhorabuena, se ve que eres un hombre afortunado. Pero no conviene abusar de la suerte. Te advierto de que esta zona es muy  frecuentada por ladrones y delincuentes. Y muy solitaria, es difícil que alguien te ayudara si te encontraras con dificultades... Ten en cuenta que es muy probable que lo que hayas desenterrado sea parte de un antiguo botín y, si los malvados que lo sepultaron descubren que te lo has llevado, te cortarán la cabeza como castigo. También es posible que se encuentren contigo en el camino desde aquí a tu casa y al ver tu tesoro traten de robarte y, en ese caso, igualmente te decapitarán durante el asalto...

El pobre se puso entonces muy nervioso y el banquero aprovechó para tentarle:

- Yo viajo en burro y, si lo pongo al trote, puedo llegar rápidamente al pueblo sin que nadie pueda detenerme. Ni siquiera los ladrones. Si quieres, dame el cofre y me adelanto, lo llevo a tu casa y, una vez allí, espero a que llegues para devolvértelo. Ni siquiera tendrás que esforzarte en transportarlo.

Aliviado, el pobre fue tan inocente que le entregó el cofre y animó al banquero a que se marchara cuanto antes, sin preocuparse de la hora a la que él podría llegar de regreso.

Cuando al fin volvió a su pueblo, se encontró con que nadie le esperaba en su humilde choza, así que se encaminó hacia el palacio donde vivía el banquero pero cuando le exigió la devolución del cofre con las monedas de oro éste le contestó que no sabía de qué le estaba hablando.

- La verdad es que hace dos o tres semanas que no te veía -argumentó con gran desfachatez el banquero delante de otros visitantes de su casa, antes de amenazar al pobre con echarle a patadas si no se iba él de buen grado.

Quizás en otra ocasión, el pobre se hubiera ido a llorar la injusticia que había sufrido, sin más, pero no sucedió así en ésta. De pronto, era muy consciente de que debía luchar por su tesoro, ya que la Providencia había decidido rescatarle de su vida anterior y sabía que aquella oportunidad era única: no volvería a haber otra semejante.

En consecuencia, el pobre se presentó ante el juez del pueblo que, por aquella época, era el cargo que me tocaba desempeñar. Yo conocía bien a ambos hombres y, cuando me contaron sus respectivas historias (el pobre denunciando el robo del banquero y el banquero negando haberse encontrado siquiera con el pobre) no tuve duda de a quién creer..., pero necesitaba pruebas para dictar justicia, así que pregunté:

- ¿No hay testigos de los hechos?

- No hay ninguno, para mi desgracia -se quejó el pobre-. Encontré el tesoro junto al río, en una zona única, donde no había un solo testigo.

- Pues ve al río, háblale como si fuera un hombre y pídele que comparezca ante este tribunal -ordené al pobre, quien me obedeció, sorprendido. 

Durante un rato muy largo la corte judicial aguardó constituida el regreso del pobre. Todos esperábamos: los abogados, el tribunal, el público asistente... El banquero estaba, como todos, deseando irse a su casa, así que iba de un lado para otro quejándose y haciendo aspavientos. Cuando le vi al borde del hartazgo, le pregunté:

- ¿Crees que todavía tardará mucho más?

Y el respondió:

- La verdad es que sí, porque ese tramo del río, el de las cañas, está realmente lejos...

Tras semejante confesión de un hombre cansado y aburrido que no había medido sus palabras, mandé detener al banquero. 

Cuando regresó el pobre, enfadado y cansado, se lamentó:

- Le pedí al río que viniera, le rogué, le ordené, le supliqué..., hasta que me cansé de repetirlo. Pero no se movió de allí.

- Sí lo hizo -contesté yo mostrándole al banquero ya en prisión-. Entró un momento mientras tú ibas y volvías y atestiguó que este hombre es, en efecto, un verdadero ladrón."






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