Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Libros de 2017

Cuando era (más) joven que ahora -estoy hablando de esta reencarnación- y miraba hacia el año 2000 en el calendario, pensaba que ése sería un gran año porque vería cosas maravillosas, avances científicos espectaculares, un desarrollo nunca antes alcanzado por el ser humano. Me arropaba una antigua canción de Miguel Ríos en cuyo estribillo el rockero granadino berreaba: "Año 2000, llega el año 2000 y el milenio traerá/un mundo feliz, un lugar de terror o simplemente no habrá/vida en el planeta..." Nunca me creí que para ese año fuera a terminarse la vida en la Tierra. Nunca me he creído ninguno de los aproximadamente 287 apocalipsis que he oído profetizar en balde a lo largo de esta última existencia. Que si el planeta errante Hercólubus que iba a impactarnos en 1983, que si el efecto 2000 de los ordenadores que iba a crear el caos mundial, que si el 2012 maya que iba a traernos el fin del mundo..., por citar sólo los más famosos de una larga lista.

Y no me lo creí, porque por aquel entonces ya era consciente de que la vida en la Tierra no depende del ser humano, por mucho que la soberbia de nuestra especie se empeñe en otorgarnos un papel excesivo en el ecosistema. Porque no somos algo aparte de la Naturaleza, que deba ser evaluado de una manera específica y distinta respecto a una galaxia, una vaca, un ficus o una cucaracha, sino un fragmento más de esa misma Naturaleza. Y la razón por la que estamos aquí no es la de imponer nuestra "santa" voluntad con objeto de "conquistar" el planeta para explotarlo y hacernos los "dueños" definitivos del mundo (nunca lo hemos sido y nunca lo seremos, pese a los megalomaníacos de turno que hemos soportado en épocas sucesivas), antes de lanzarnos a una campaña de depredación interplanetaria. Que la vida exista o no en la Tierra no depende de nosotros, ni siquiera con las amenazas de la guerra nuclear o las grandes catástrofes de cualquier otro tipo pendientes sobre nuestras cabezas (hay que ver cómo disfrutan los sadomasoquistas de la Universidad de Chicago y sus fieles seguidores con la tontería inmensa del "reloj del juicio final" que está siempre tan cerca de su medianoche simbólica). Hay fuerzas muy poderosas, y muy desconocidas en general, por encima de la humana actuando desde antes de que apareciéramos por aquí y decidiendo qué sucederá y cuándo. Nuestro poder de influencia sobre ellas debe ser más o menos el que tenemos para exigirle al viento que deje de soplar o al océano que produzca olas de sólo medio metro...,y que nos hagan caso.

(Entre paréntesis, lo del apocalipsis es un ejemplo excepcional de cómo, quien sabe hacerlo, puede ocultar información valiosa al resto del mundo con suma facilidad: basta con cambiarle el nombre a las cosas. Apocalipsis es una palabra de origen griego que significa Revelación, no Fin del mundo o Catástrofe, como cree tanta gente. Si se disocia en el imaginario popular un término concreto de su significado real y se le relaciona con otro durante el tiempo suficiente, no pasará mucho hasta que la sociedad acepte como bueno ese reemplazo. Los Amos son expertos en este tipo de prácticas. En el caso de esta palabra, se popularizó gracias al último libro del Nuevo Testamento, o sea, el Apocalipsis de San Juan, -imagino que la mayoría de los presentes en la sala lo habrá leído y, el que no lo haya hecho, ya está tardando- que hace referencia precisamente a las revelaciones divinas que tuvo el autor a través de una serie de visiones y símbolos durante su destierro en la isla de Patmos. Por lo demás, el concepto mismo de lo apocalíptico con su juicio definitivo y su final de la existencia para siempre -palabra muy pesada, ésta- no es europeo en absoluto, sino parte del veneno oriental inoculado en su día en nuestra ingenua civilización, que desde tiempos inmemoriales conocía la ley del eterno retorno y la aventura interminable, aunque hoy casi todos sus descendientes lo hayan, tristemente, olvidado.)

Volviendo a la canción de Miguel Ríos, tampoco me creí nunca lo de que el mundo del futuro pudiera llegar a ser un lugar feliz. Cualquiera que tenga dos dedos de frente podría llegar enseguida a la misma conclusión. Además, gracias a los dioses, tuve la oportunidad de leer pronto la novela homónima de Aldous Huxley (Un mundo feliz: eso sí que es una profecía..., autocumplida) y su perfecto complemento, 1984, de George Orwell, que describen lo que para ellos era entonces el mundo futuro y para nosotros viene siendo, cada vez más, el día a día. Así pues, no es felicidad lo que hallarán los homo sapiens atados al mundo material, aunque es verdad que un ser humano puede llegar a disfrutar de cierta cantidad de ese néctar en momentos puntuales. Eso sí, siempre que no confunda felicidad con placer o con prosperidad, entre otras ideas. 

En cuanto a la tercera opción, la de "un lugar de terror", la rechacé también en cuanto empecé a formarme para afrontar la selectividad especial que da acceso a la Universidad de Dios. Es verdad que en esta vida hay muchos personajes y muchas situaciones que, no es que metan miedo, sino que generan auténtico pavor a cualquiera que ande por ahí un poco despistado o que no haya crecido lo suficiente en como persona. Los homo sapiens son, en general, como los niños que tratan de entender el mundo de los adultos: esos gigantes de fuerza descomunal y voz tronante que no suelen tener tiempo para jugar y que van todo el rato corriendo de un lado para otro hacia lugares aparentemente importantes, excepto cuando se dejan hipnotizar delante de una pantalla y entonces es mejor no molestarles. El niño es incapaz de comprender por qué el adulto actúa como lo hace y nunca lo hará, hasta que crezca y él mismo se convierta en uno de ellos... En el caso que nos ocupa, el mundo proyecta sombras enormes que pueden atemorizar mucho, hasta que uno descubre que, para que se genere cada una de esas sombras, hace falta una luz equivalente que la proyecte previamente.

No, tampoco vivimos en un mundo terrorífico, como no lo es feliz, por más que tanta gente intente asustarnos diariamente diciéndonos que sí y mostrándonos imágenes tremendas. Por más también que a veces la vida nos sorprenda con situaciones tan impactantes como la enfermedad, el dolor o la muerte, de manera que uno puede caer en la tentación de pensar que realmente carecen de sentido. Oh, si hay algo que he aprendido en esta vida es que TODO, absolutamente todo, tiene sentido. Nada sucede al azar, todo tiene un porqué, incluso el dato más en apariencia fuera de lugar. Sólo hace falta elevarse sobre la situación (desgraciadamente, no todo el mundo sabe elevarse) para poder ver el cuadro general o, en el peor de los casos, dejar pasar el tiempo suficiente y de pronto las cosas adquieren una claridad absoluta y uno se explica por qué ocurrió esto o lo otro. Pero lo que nos descuadra y nos irrita es que, teniendo la Vida cientos de miles de palabras en su vocabulario, apenas conocemos el significado de unas decenas y, como carecemos de paciencia, pretendemos usar su alfabeto como si fuéramos oradores expertos, siendo así que apenas hemos aprendido a balbucear su idioma.

Lo que uno termina descubriendo es que vivimos en un auténtico parque de atracciones y que podemos aprender muchísimo en cada una de ellas, si logramos controlarnos a nosotros mismos lo bastante como para no dejarnos impresionar por su movimiento ni por sus decorados. Hay que reconocer que no es fácil mantener el recuerdo de uno mismo mientras uno está sometido al traqueteo de los vagones de una montaña rusa, camina confundido en el interior de un laberinto de espejos o se deja arrastrar medio mareado por un carrusel de figuras, luces y musiquita estridente.

Vivimos en un mundo lleno de aventuras fabulosas, que nos parece horrible porque no sabemos descifrar pero que, si aprendemos a leer, se transforma en un lugar precioso, prácticamente perfecto hasta en sus detalles en apariencia más sórdidos o peligrosos. Para entender esto, nada mejor que ponerse frente a una tablilla sumeria, grabada con la incómoda escritura cuneiforme. ¿Hay algo más feo y aburrido, a primera vista? Los jeroglíficos egipcios tienen un aire divertido y hasta familiar, las letras medievales están "iluminadas" con pequeñas ilustraciones..., pero ¿el alfabeto cuneiforme, con sus triangulitos y sus rayitas indescifrables? Y, sin embargo, si conociéramos sus signos, si estudiáramos su alfabeto y pudiéramos leer los textos de la tablilla y descubriéramos allí, por ejemplo, la asombrosa epopeya de Gilgamesh, ¿acaso no se transformaría ese pedazo de arcilla pintarrajeado en un mapa maravilloso hacia otra parte?

Leo siempre por estas fechas que éste es el momento de hacer el balance del año: qué tal nos ha ido, qué hemos hecho mal, qué queremos hacer mejor para el año próximo... Ay, el perezoso, el holgazán y remolón homo sapiens... ¡Eso no hay que hacerlo a final de año, sino al final de cada uno de nuestros días, justo antes de dormir, para mejor guiarnos a nosotros mismos!

Sin embargo, por seguir la tradición anual, formularé un brevísimo balance de 2017. Y diré que este año que termina me ha sido en general bastante propicio. En realidad, como todos los años anteriores, si lo pienso bien. Me trajo amor, alegría y -sí, también- algún pedazo de felicidad. También me regaló problemas, dolores y algunas penurias y, por esto último, me dio la oportunidad de hacerme más fuerte puesto que uno nunca crece si no es ante la adversidad. Ya he citado otras veces aquí a Hölderlin, ese bardo maravilloso, cuando decía que allí donde está el peligro, crece también lo que nos salva. Este Friedrich, casi tan grande como otro Friedrich -mi viejo amigo: el Gran Fritz, conocido entre los hombres con el apellido de Nietzsche-, supo muchas cosas y por eso pudo dejar por escrito que "sí, es verdad que nací mortal, pero mi alma se ha prometido a sí misma la inmortalidad".

Desde el punto de vista literario, 2017 ha sido especialmente fecundo. Aparte de las decenas de artículos escritos para éste y otros foros, he visto tres libros publicados. El primero fue Errores militares de la Segunda Guerra Mundial (Redbook ediciones), mi tercer ensayo sobre esta época histórica con el que completo una trilogía (tras Lucharon en batallas decisivas y Fugas y evasiones de la Segunda Guerra Mundial). Es un momento que me interesa particularmente por muchos motivos y no es el menor de ellos el hecho de que lo ocurrido haya condicionado, y sigue haciéndolo mucho más de lo que podríamos imaginar, el mundo contemporáneo. El conflicto que arrasó al mundo durante la primera mitad de los años 40 es, probablemente, uno de los momentos cumbre de la Historia universal (la que conocemos al menos, la que todavía no hemos olvidado) debido a las fuerzas que entraron en juego y a la apuesta sobre la mesa. A menudo, tengo la sensación de que la SGM no terminó después de todo, aunque lo parezca: tantas cosas parecen ser de una forma y luego son de otra... Por ello, no descarto volver al tema con algún nuevo texto en el futuro. Desde luego, estoy convencido de que la SGM no es, en el fondo, más que una de las muchas batallas que viene librándose desde que el mundo es mundo en una guerra de dimensiones mucho mayores, en múltiples planos a nuestro alrededor. 

En todo caso, los futuros lectores de este texto pueden estar tranquilos, porque Errores militares de la SGM no es un libro para místicos, sino para aficionados al género bélico y, por qué no, al estudio del ser humano en sí mismo. Recoge historias curiosas de equivocaciones y pifias de todos los colores. Algunas son ya conocidas pero de obligado recuerdo. Otras, son auténticas rarezas para los que se acerquen al asunto como neófitos. Recojo allí desde pequeños errores sin importancia más allá de para las personas directamente implicadas hasta grandes decisiones que influyeron en la marcha general de la guerra.

El segundo libro que vio la luz en 2017 es uno de mis proyectos más queridos de los últimos años. Se trata de una novela de lo que ahora se llama Dark Fantasy (Fantasía oscura) que se titula Tuerto y constituye la primera parte de las Crónicas del dios demente (Alberto Santos Editor). Estoy trabajando ahora en la segunda parte, que se llamará Muerto, y puedo adelantar ya que el nombre de la tercera será Eterno. Creo que es la primera vez en mi vida que pongo título no ya a un texto, sino a tres al mismo tiempo y, además, antes de terminar de escribirlos (Tuerto se llamó así desde el principio). Por lo general, actúo exactamente al revés, aunque esté trabajando con un micorrelato. Sin embargo, en este caso he tenido la idea muy clara desde el primer momento, conozco cómo se desarrollará todo el arco argumental y cómo terminará la historia. Si me alargué varios años escribiendo la primera obra de esta trilogía fue por la necesidad de definir previamente hasta el más pequeño detalle posible el mundo que serviría de escenario a las aventuras de los personajes. Y, por supuesto, por la falta de tiempo para sentarme a redactar. Puede parecer paradójico que un inmortal diga esto pero me falta tiempo, me falta mucho tiempo para hacer todo lo que quiero hacer y, desde luego, todo lo que quiero escribir. Ésa es, de hecho, la gran amenaza que siempre ha pendido sobre Fácil para nosotros: aunque esta bitácora publique una entrada semanal, que en principio no parece demasiado, le dedico mucho a cada una de ellas. Y toda esa dedicación podría estar invirtiéndola en mis libros. Por eso he pensado más de una vez cerrar el blog.

El tercer libro de 2017 fue el Diccionario del Universo Fantástico (Kokapeli Ediciones) que, en realidad es una nueva versión (corregida, ampliada y mejorada, eso sí) del texto del mismo nombre que publiqué en 2002 con Acento Editorial, hoy ya desaparecida. Un buen repaso a los términos más importantes del género fantástico, que a la fuerza bebe de la mitología y la leyenda, parajes siempre estupendos y de mis favoritos. Está publicado en formato de libro electrónico aunque también se puede pedir impreso bajo demanda. Ha sido muy grato ver la resurrección de este texto que era inencontrable desde hace bastantes años, como el resto de títulos de mitología que publiqué en la misma editorial y que se cotizan a precios elevadísimos en el mercado de segunda mano. He llegado a ver algunos de ellos a 300 y a 400 euros el ejemplar, cuando en su día salieron a la venta por unos 6 euros. Quién lo diría...

Finalmente, este año he descubierto que tengo dos hijos literarios que no conocía, dos auténticos bastardos. El primero es As chaves de O Simbolo Perdido, versión 
 brasileña de claves de El símbolo Perdido, un ensayo que me pidió en su día Planeta y en el que analicé la novela de ese mismo nombre de Dan Brown. El segundo título, más exótico, es Wielcy zdrajcy w dziejach swiata, la versión ¡¡¡polaca!!! de Las traiciones que hicieron historia que había publicado con RobinBook y que esta editorial publicó sin avisarme (y por supuesto sin abonar un duro por la venta de derechos para el mercado de Polonia). No es extraño que quebrara en su día por mala gestión. Un grupo de trabajadores de esa empresa mantiene hoy RedBook, precisamente donde he publicado los libros sobre la SGM.




En fin, hemos llegado no ya al año 2000 de Miguel Ríos, sino más allá: al 2017 y, dentro de poco, al 2018. Por estas fechas recojo mi petate y me vuelvo a Walhalla para pasar allí los días más alegres del año, que corresponden con la celebración de las festividades del Sol Nuevo. Es lo que voy a hacer también ahora. Lamentablemente, los homo sapiens han bastardizado estos días de diversas formas (y no lo digo por el nombre; cada cual que los llame como le dé la gana: Navidad, Yule, Solsticio, etc.) sino porque los han convertido en una orgía de fanatismos y de consumo, privándoles de su sentido original de fiesta solar, de comunión con el espíritu del Sol. Así que, también como de costumbre, dejo aquí mi vela roja y me retiro discretamente por el momento. Hasta el año que viene.





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