Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 11 de mayo de 2018

Más allá de los sueños

El neozelandés Vincent Ward rodó en 1998 una de las películas más conmovedoras que he visto sobre la existencia después de la muerte: What dreams may come (traducida al español como Más allá de los sueños), basada en la novela homónima y publicada veinte años antes por uno de los más grandes maestros del género fantástico contemporáneo: Richard Matheson. No es Ward un realizador con una filmografía muy extensa, entre otras cosas por su interés en distintas disciplinas más allá del séptimo arte, como la pintura o la fotografía. Precisamente su experiencia en estos otros ámbitos confiere a este largometraje una potencia visual desbordante añadida que, por cierto, le permitió cosechar el Óscar a los mejores efectos visuales. Por casualidad (o sea, por causalidad), veinte años después de su estreno, he vuelto a ver esta obra, que brilla por su ausencia, como prácticamente todas las películas de interés, en la programación de las parrillas televisivas. Mejor así. No es recomendable verla en prime time, acompañado por otras personas con ganas de jolgorio deglutiendo palomitas y refrescos y siendo constantemente interrumpidos por anuncios. Es preferible reunirse con uno mismo y escoger un horario extravagante y solitario para concentrarse en la trama, construida sobre el raíl de un constante flashback, e ir fijándose en los interesantes detalles que contiene, sin detenerse hasta el final.

El argumento nos presenta a una pareja exitosa que ha conseguido todo, incluso la felicidad, y que de la misma manera lo pierde también todo, empezando por esa felicidad. Christy Nielsen -interpretado por Robin Williams, siempre sonriente hasta cuando hace de muerto- y Annie -el papel de Annabella Sciorra- se encuentran en un lago (me parece que las imágenes están rodadas en el lago Constanza: yo he nadado, cerca de Friedrichshafen, en esas aguas frías, alimentadas por la nieve de las montañas que lo encierran y que podían beberse directamente como si fuera agua mineral sin envasar) y se enamoran de inmediato. Es como si se conocieran desde siempre. Se casan al poco tiempo y su convivencia armoniosa les permite desarrollar sus profesiones respectivas con fluidez: él, como médico y ella, como marchante de arte y pintora. Tienen dos hijos: Ian, un tanto frustrado por no ser tan inteligente como su padre al que tanto admira, y Marie, siempre juzgando el mundo desde la permanente insatisfacción de su adolescencia. Todos siguen la implacable norma de vida impuesta por Christy: no rendirse jamás, ante los retos profesionales, ante los exámenes en el colegio, ante los problemas de todo tipo en el día a día. Never surrender. La vida les sonríe.


Hasta que deja de hacerlo. Un accidente de tráfico termina trágicamente con la vida de los hijos -y de la cuidadora, que les llevaba en el coche- y conduce a Annie a un manicomio, víctima de la depresión y de la desesperación. El amor, los cuidados y el esfuerzo constante de su marido logran rescatarla de la institución psiquiátrica donde está ingresada tras un intento de suicidio y consiguen así recuperar parte de su vida anterior. Sin embargo, lo peor está por llegar: pocos años después, es Christy quien muere de forma un tanto absurda en otro accidente y entonces la vida de Annie se derrumba del todo. El camino del enamorado matrimonio se divide por vez primera desde que se encontraron y asistimos a partir de ese momento a sus respectivas peripecias vitales. Annie cae poco a poco en la depresión y se desliza de nuevo hacia la locura que la poseyó tras la muerte de sus hijos. Mientras tanto, Christy experimenta lo que sucede al pasar "a mejor vida". Primero, tiene que aceptar que ha muerto de verdad, lo que poco a poco termina asumiendo gracias a la ayuda de un guía, al que en principio ve borroso..., porque no quiere verlo, no quiere reconocer lo que le ha pasado. Éste es un punto interesante que se repite durante toda la película en distintas formas y que tiene bastante que ver con el mundo real: el protagonista ve personas o circunstancias concretas no cuando cree que quiere verlas sino sólo cuando él de verdad quiere verlas.


Después de las previsibles escenas en las que el recién fallecido contempla su propio funeral y la desgarradora desesperación de su viuda -que, por supuesto, no cree en la supervivencia tras la muerte-, se nos presenta lo más sugerente de toda la película: el tipo de Cielo al que llega Christy. Este momento es importante porque no se trata de cualquier lugar -y mucho menos de esas fantasiosas nubecillas llenas de gente con túnicas, halos y alas tocando el arpa- sino, específicamente, de su Cielo, creado de acuerdo con lo que él considera lo más hermoso y lo mejor. En este caso, es un paisaje similar al entorno donde conoció a Annie y en el que, al principio, flora y fauna están literalmente "pintadas" por su imaginación y su voluntad, ya que él mismo es un apasionado de la pintura y la ilustración. La Tradición cuenta exactamente eso acerca del paso al Otro Mundo: que lo que uno se encuentra en el momento de desencarnar es justo lo que ha ido creando y alimentando a lo largo de su existencia mortal: tanto lo bueno, como lo malo. Siendo así, imaginemos lo hermoso que pudo ser el Cielo personal con el que se encontraron Mozart, Bach, Leonardo Da Vinci o Miguel Ángel, por poner un ejemplo, y el Cielo tan infernal que pudo recibir a Charles Manson, John D. Rockefeller, Lavrenti Beria o Pol Pot, por poner otro ejemplo. 

La misma Tradición -lo hemos visto en innumerables pinturas y esculturas de distintas épocas históricas- advierte de que, en el momento de la muerte, los ángeles y los demonios que rodean al finado se disputan su alma para enaltecerla o envilecerla. Esta lucha es lo más habitual, a no ser que el fallecido haya sido prácticamente un santo y vaya "para arriba" sin más o se haya comportado como un completo miserable y vaya entonces directo "para abajo". Pero como la mayoría de las personas han hecho cosas buenas y malas a lo largo de su existencia, ¿cómo determinar su destino? Pues como en el boxeo o en los combates de artes marciales: a los puntos. Es decir, el que pueda poner más actos buenos, más "ángeles" en la balanza, evitará lo peor mientras que el que tenga más actos malos, más "demonios", ya sabe lo que le espera. Esto no quiere decir que el primero se "salve" para toda la eternidad y el segundo se "condene" igualmente para siempre. Toda la vida me ha sorprendido la facilidad con la que la gente se tragaba esa tontería de que 60 ó 70 años de vida -cuando no muchos menos- bastaran para determinar el destino definitivo de uno per saecula seculorum. Tiene más sentido pensar en todo esto en términos de cursos en un colegio. El alumno bueno que ha aprobado todo porque ha estudiado a lo largo de un curso concreto, tendrá unas merecidas vacaciones antes de pasar al siguiente. El alumno malo se quedará sin sus vacaciones porque tendrá que sufrir estudiando deprisa y corriendo de mala manera para intentar aprobar en septiembre. Y acaso no sea capaz siquiera de aprobar, por lo que le espera la repetición del curso. O eso dice la Tradición.


De aquí viene la obsesión de algunos personajes históricos con poder y con dinero, conseguidos gracias a sus instintos más salvajes y a todo tipo de actuaciones criminales, que en cierto momento de su vida decidieron gastar enormes fortunas en la construcción de grandes obras para beneficio de su comunidad, financiando desde hospitales hasta catedrales u orfanatos, con la idea de compensar el mal hecho a lo largo de su existencia y acumular así suficientes "ángeles" que pudieran equilibrar la balanza frente a sus legiones de "demonios". La teoría no es mala pero ¿tuvieron tiempo y mérito suficiente para lograr esa compensación real? ¿Y hasta qué punto no hace falta algo más, aparte del dinero, como por ejemplo un sincero deseo interno de enmendarse, más allá de la muestra pública de piedad? En Oriente, hay costumbres similares. En países como India o China, existía hasta hace bien poco la costumbre entre muchos hombres maduros de abandonar a su familia -una vez crecidos los hijos y asegurada la hacienda para la esposa que quedaba en el hogar- y convertirse en monjes mendicantes, pobres como ratas, con la misma idea de compensar una vida de materialismo dedicándose a las cosas del espíritu hasta la hora de la muerte. Y una historia parecida es la de muchos de los santos de la Iglesia, de pasado turbulento e incluso asesino, que de pronto descubren el camino espiritual y cambian por completo su existencia en un intento por neutralizar y contrapesar su "balance negativo" en el debe y haber de su cuenta personal. ¿Cuántos de ellos lo consiguieron, si es que lo consiguió alguno, con independencia de la legión de nombres que incluye el santoral tradicional y que, por cierto, incluye la judeocristianización de antiguos dioses y diosas cuyo culto fue absorbido con habilidad al servicio de la religión de moda en la Edad Media en Europa? Quién sabe. 

De todas formas, lo más interesante de esta advertencia de la Tradición es que uno puede ponerse las pilas en este sentido: la mayoría de las personas ha cometido muchos errores a lo largo de su existencia pero seguramente no de excesiva gravedad, por lo que una acción decidida de compensación y toma de control de uno mismo puede enmendar una vida errática o simplemente inútil por anodina.

Volviendo a la película, Christy descubre poco a poco distintos aspectos del Más Allá y también a varios de sus habitantes, empezando por su antiguo perro -es inevitable la referencia a Anubis, en forma de dálmata-, sus propios hijos, con los que se produce un emocionado reencuentro -primero con Marie y luego con Ian..., o en realidad es al revés-, y su antiguo maestro y tutor profesional Albert Lewis -interpretado por la siempre poderosa presencia de Max Von Sydow-. Entonces llega una noticia terrible: Annie no ha logrado soportar por más tiempo el dolor de haberse quedado sola en la Tierra y ha muerto. Aunque esto produce una congoja inicial en el médico, ya que es una prueba de lo mal que ha debido pasarlo su mujer para llegar hasta semejante extremo, pronto se rehace y se muestra esperanzado, ya que por fin volverá a reunirse con ella. Pero... Pero resulta que ella no ha fallecido de forma natural sino que se ha dado muerte a sí misma -el suicidio constituye uno de los mayores tabúes en todas las religiones y todas las culturas de distintas épocas y esto tampoco es una casualidad- y por eso ha ido a parar a lo más oscuro del Infierno, de donde no puede ser rescatada. Está condenada a sufrir toda la eternidad rumiando el dolor generado por el egoísmo y la autocompasión que ha sido incapaz de superar ante las tremendas pruebas con que se ha encontrado en la Tierra. Se ha encerrado a sí misma y nada ni nadie podrá liberarle de esta cárcel espantosa si no es su propio autodespertar, lo que nunca ha sucedido. Christy y Annie no volverán a verse jamás. Terrible, ¿no?


Un momento, un momento... Estamos hablando de Christy y ¿cuál es la máxima vital de nuestro protagonista? Exacto: Never surrender! El médico no está dispuesto en absoluto a aceptar lo ocurrido, monta en cólera y se rebela contra las propias reglas del Cielo. A la manera de Dante, guiado por un Albert Lewis que asume el papel de Virgilio, emprende rumbo al Infierno donde el peor de los destinos para un alma que no tiene por qué estar allí, le advierte su mentor, es el de volverse loco. Asistimos así a otra potente andanada de imágenes en el recorrido por los territorios del Averno que sería interesante comentar casi secuencia por secuencia pero eso haría interminable este ya de por sí largo artículo. El caso es que Christy/Dante y Lewis/Virgilio atraviesan diversos niveles del Infierno, personalizado igual que el Cielo de acuerdo con los pecados y las fallas de los condenados, hasta alcanzar su destino.  


(Entre paréntesis y volviendo por un instante al asunto de la lucha entre ángeles y demonios por el alma del fallecido, Cielo e Infierno en el fondo no son sino la misma cosa, vista desde ángulos diferentes. Esta idea se aprecia con más claridad en otro largometraje tan recomendable como poco conocido dirigido por Adrian Lyne en 1990, La escalera de Jacob, donde el protagonista vive una pavorosa ordalía a las puertas de la muerte. Es uno de los secundarios de esta película el que le facilita la clave de todo el argumento al relacionar sus peripecias con las visiones de Meister Eckhart, el notable místico renano que vivió entre los siglos XIII y XIV. El personaje le explica que según Eckhart "lo único que arde en el infierno es la parte de ti que no se va de tu vida..., tus vínculos y recuerdos son quemados allí pero no para castigarte sino para liberar tu alma. Si tienes miedo de morir y te resistes, verás diablos arrancándote la vida pero si estás en paz los diablos se volverán ángeles que te liberarán de la Tierra". O, como dijera el no menos renombrado francoespañol Gérard Encausse, más conocido como Papus, cuatro siglos más tarde: "el Diablo no es otra cosa que el culo de Dios". A mucha gente le reventaría la cabeza si, por un momento, se parara a pensar lo que puede significar el hecho de que ambos -en apariencia- extremos tan separados entre sí en el lance espiritual, cuyos respectivos nombres comienzan por cierto con una D mayúscula, actúen a menudo en la viejas leyendas más como socios que como enemigos.

Y bien, finalmente Christy alcanza el más oscuro de los agujeros oscuros del Infierno y allí encuentra, en efecto, a Annie, tan desposeída de sí misma que ni siquiera reconoce, cuando le ve, al querido amor por el cual se ha pasado toda la película llorando. La escena en la que él intenta desesperadamente despertarla de su ponzoñoso ensimismamiento es otro de los puntos más destacables de toda la historia. Primero, por el perfecto escenario de desvencijada decadencia que rodea a la mujer y que es un espejo físico del estado de su alma. Después, porque describe con extraordinaria nitidez el autoencarcelamiento mental al que demasiadas personas en este mundo son adictas, y sin necesidad de llegar al momento de la muerte. Y, finalmente, por la valiente resolución que toma el médico: se reconoce incapaz de salvar a su mujer -porque ella no se deja salvar, a pesar del peligroso viaje en el que él se ha embarcado con ese fin- y decide quedarse junto a Annie para acompañarla en su agónica soledad y procurarle el alivio que pueda. Lo hace, pese a que Lewis le ha advertido de que si se queda allí mucho más tiempo él también enloquecerá y entonces no será una sino dos el número de almas de aquella misma familia perdidas en el Infierno. Pero él está decidido: prefiere una eternidad horrible a su lado, aunque ambos sean incapaces de reconocerse entre sí, que otra maravillosa en soledad y sin volverla a ver nunca más.

Esta escena es mucho más profunda de lo que parece y nos está hablando de un tipo de amor que nada tiene que ver con el de las parejas corrientes. Ni siquiera con el amor supuestamente extraordinario de parejas populares en nuestro acervo cultural como Romeo y Julieta, Marco Antonio y Cleopatra o Ulises y Penélope. Por resumirlo muchísimo, estamos ante un amor que va mucho más allá de lo sensual, del afecto, del cariño profundo entre un hombre y una mujer... Que se eleva por encima de lo meramente humano y que conduce al fin al sacrificio voluntario de uno mismo, hasta la muerte si es preciso, en favor de aquello a lo que se ama y por lo que uno está dispuesto a inmolarse. Paradójicamente, es justo cuando uno asume esa renuncia suprema con gallardía y honestidad, con un corazón leal y alegre, justo cuando uno se entrega sin condiciones, el mismo momento en el que no sólo no se perderá a sí mismo sino, al contrario, alcanzará la inmortalidad al adquirir la comprensión completa de su propia existencia. Porque uno sólo puede llegar a experimentar un amor semejante si ha ido tan lejos como para superar la meta y regresar al comienzo y, así, descubrir que ni la meta ni el comienzo existen en realidad. Ha comprendido que ángeles y demonios son lo mismo y que ambos están dentro de sí. Es en este instante de la película cuando adquiere sentido el nombre del protagonista: Christy.

Así que, cuando Christy se sacrifica por Annie, su amor logra despertar por fin a la mujer y, juntos, logran salir del Infierno y reencontrarse en el Cielo, donde la dicha de ambos es total, máxime cuando se juntan también con sus hijos -y el dálmata-. Las cosas están bien cuando bien acaban y el epílogo de la película resulta simpático..., y también dice muchas más cosas de lo que parece a simple vista. Y es que Christy y Annie podrían quedarse a vivir una eternidad de felicidad pero deciden volver a la Tierra de nuevo, separarse y reencarnar en cuerpos nuevos. Volver a buscarse, volver a encontrarse, volver a enamorarse, volver a vivir la aventura de la
experiencia física que, en sí misma, no vale gran cosa ya que todo lo que está hecho de materia es perecedero pero, para el espíritu, es una oportunidad maravillosa, puesto que la única forma que tiene de aprender algo nuevo y crecer es abandonar por un instante -un instante de 70 u 80 años- su eternidad e invulnerabilidad y jugar a ser un muñeco de barro para aprender qué significa el dolor, la sorpresa, el miedo, la sensualidad, la incertidumbre..., todas esas cosas que están fuera de su alcance en su estado normal. Un viejo cuento oriental dice que los ángeles envidian a los hombres justo por esa razón, ya que ellos son más poderosos y mucho más perfectos, pero no tienen posibilidad de aprender y desarrollarse, mientras que los hombres dentro de sus miserias tienen la ocasión -otra cosa es que la aprovechen- de crecer desde el primero hasta el último de sus días en este planeta.

Ni qué decir tiene que Más allá de los sueños recibió duras críticas a ambos lados del Atlántico cuando se estrenó. La calificaron de historia prescindible, poca cosa, almibarada, indigesta, pretenciosa, hueca, galimatías metafísico y no sé cuántas tonterías más pero ¿qué podíamos esperar del entorno de Hollywood? Ya sabemos que la consigna general es ofrecer al espectador grandes raciones de sangre, violencia, sexo, espectáculo circense y embotamiento de los sentidos. Ah, y también relaciones personales frustrantes, caducas y basadas en el amor con minúscula, no en ese otro amor del que hablábamos unos párrafos más arriba. Cualquier película que se salga de eso resulta imperdonable, a no ser que al menos deje muchísimo dinero en taquilla con el cual financiar secuelas que destruyan los valores que hubiera podido tener en un primer momento. No es lícito mostrar historias de verdadero coraje, crecimiento interno y de esperanza..., a pesar de lo cual un puñado de osados cineastas, guiados tal vez por ciertas fuerzas de luz, consiguen colar de vez en cuando algún título que merece la pena, como éste.

Lo más triste de What dreams may come fue el destino final de Robin Williams, ya que se suicidó ahorcándose con su propio cinturón dieciséis años después de interpretar el papel de Christy Nielsen. El actor, como tantos otros, había practicado durante años su particular descenso a los infiernos del alcohol y las drogas, lo que seguramente contribuyó a la violencia con la que se manifestó en él la conocida como demencia de cuerpos de Lewy, con síntomas similares a la enfermedad de Parkinson y la de Alzheimer. Su viuda Susan Schneider confirmaría luego que durante sus últimos años de vida había sufrido fuertes depresiones, paranoias y ataques de ansiedad entre otros síntomas y aseguró que, dado el curso de su enfermedad, a lo sumo le quedaban tres años de vida, en condiciones deplorables víctima de la enajenación mental, cuando decidió suicidarse.


A veces me imagino a Robin Williams, al hombre real, allá abajo, entre las ruinas de una casa derruida y a oscuras en lo más profundo del Abismo, lamentándose y compadeciéndose de sí mismo, preso de su infierno suicida como la mujer a cuyo personaje salva en la película. Y quiero creer que, en algún momento, también llegará hasta allí su Annie personal, se llame como se llame, y será capaz de sacrificarse por él para rescatarle. 


A todos nos espera una Walkyria, en alguna parte.









   

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