Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 26 de octubre de 2012

Citando a Ovidio

Publio Ovidio Nasón fue uno de los grandes poetas de la antigua Roma. Como poeta, disponía de una sensibilidad especial que le permitió escribir versos tan emotivos como los del Ars Amandi (Arte de amar). Como romano de la Antigüedad con cierto nivel intelectual y capacidad de maniobra, pudo acceder a algunos conocimientos hoy denostados, sepultados y hasta prohibidos por la dictadura del racionalismo, controlada por mentes muy distintas a las que aparecen en primer plano en los medios de comunicación contemporáneos. Parte de esa sabiduría se refleja en su obra clave: Metamorphoseon  (Las metamorfosis).

En este libro se encuentra una de las más brillantes descripciones de la evolución material del mundo, posteriormente empleada como base de reflexión por diversos pensadores de interés a lo largo de los siglos. Ovidio debía conocer el llamado "mito de las edades" recogido por Hesíodo en Los trabajos y los días y, seguramente, manejó los textos de algunas otras fuentes orientales como las que a su vez empleó el griego para su propia obra. En su época, aún no se había cometido el mayor crimen contra la inteligencia (de la larga serie de crímenes que conocemos..., a la que habría que sumar los que ignoramos) en la Historia de la Humanidad: la destrucción premeditada de la Gran Biblioteca de Alejandría.

Hay ciertos textos que, es inevitable, al leerlos con atención resuenan de alguna forma en la sangre de aquéllos que aún no han perdido cierta capacidad de conexión con mundos más sutiles (ésos que, según el Materialismo y la Razón jamás han existido más que en la febril imaginación de los desequilibrados). Textos a los que, aun en apariencia fabulosos o incluso imaginados, algo dentro de nosotros nos empuja a conferir credibilidad y buscar la manera de refrendarlos. Esas palabras actúan como una canción de amor aprendida durante la infancia: una melodía que habíamos olvidado hasta el punto de ser ya completamente inconscientes de su existencia pero que, al recordarla por puro azar, nos devuelve la nostalgia por una época difusa de la que somos incapaces de recordar detalles si bien sabemos que fuimos felices. En otro tiempo, en alguna otra parte...

Cualquier lector regular de esta bitácora sabe que no creo (nadie en la Universidad de Dios lo hace) en la teoría de la evolución tal y como se enseña en la actualidad. Semejante afirmación me ha valido duros debates y crispadas declaraciones, en especial por parte de colegas del intelecto a los que lo que más les molesta es, cito el reproche más habitual, que "seas precisamente tú, un tipo con una carrera universitaria, con una profesión basada en la información y autor de tantos libros, el que te pongas al nivel de los fanáticos religiosos o de los simples ignorantes". Sin embargo, y esto es un hecho muy racional, a día de hoy nadie ha sido capaz de explicar con coherencia (ni creo que sea posible hacerlo) cómo es posible que un grupo de monos, o incluso un solo mono en última instancia, sea capaz de cambiar por sí solo y sin ayuda externa millones de años de condicionamiento genético de un día para otro. Cómo es posible que donde no hubiera, de repente empiece a haber. Que donde jamás encontramos razonamiento humano, ni lenguaje, ni aspiraciones trascendentes..., de repente todo eso aparezca como por un acto de magia. Y, además, mientras el resto de condicionamientos de otras especies sigue sin moverse ni un milímetro. Quiero recordar que la propia Ciencia hace mucho tiempo que denunció y hundió en el fango de los errores imperdonables la absurda teoría de la "generación espontánea", la creación a partir de la nada..., pero parece que hay algunos que no hacen ascos a su recuperación, convenientemente maquillada, cuando les interesa.

Hay otras leyes científicas bien asentadas, que el mundo "culto" de hoy se salta a la torera de manera sistemática cuando surge un debate sobre un asunto tabú de este porte. Por ejemplo, los mismos que condenan las creencias espirituales aduciendo que no existe prueba alguna de la supervivencia del ser humano tras la muerte del cuerpo físico son los que luego defienden a capa y espada leyes tan científicas como aquélla según la cual la materia es equivalente a la energía (de hecho, la manifestación más densa de la energía) o aquélla otra según la cual la propia energía ni se crea ni se destruye sino que sólo se transforma (¿Qué son, sino formas de energía, todas las experiencias, los anhelos, la memoria, los vicios, las reflexiones, las ideas, las virtudes, los deseos..., vividos por cada uno de los seres humanos? ¿Y a dónde van, quién se queda con ellos, tras el fallecimiento de la persona que los generó?)

De la misma manera, conocemos el más que científico concepto de entropía: esa magnitud física que determina el porcentaje de energía que no puede emplearse para producir un trabajo. Es decir, la parte de energía que ya se ha gastado y por tanto no puede ser vuelta a utilizar en un sistema cerrado. El segundo principio de la termodinámica deja bastante claro que el equilibro de ese sistema varía progresivamente gracias al incremento, también progresivo, de la entropía: poco a poco, la energía disponible irá disminuyendo su porcentaje, hasta que llegue un momento en el que no quede energía disponible de ningún tipo. ¿Y entonces? 

Aplicando este principio a la Historia de la Humanidad, comprobamos su completa contradicción con el presunto desarrollo de la civilización. Se supone que empezamos siendo simios primitivos que (insisto por enésima vez) nadie sabe por qué ni por qué no un día nos dio por bajarnos del árbol y ponernos a pensar. Y que desde entonces no hemos parado de mejorar hasta alcanzar en este momento un nivel de desarrollo y comodidades nunca antes visto durante el fugaz paso de nuestra especie por este planeta. Pero, según la ley de la entropía, en realidad debería haber sucedido al contrario. Deberíamos haber comenzado siendo una poderosísima y desarrolladísima civilización (Salida ¿de dónde? Ésa es otra espinosa cuestión..., aunque hay que ser, en efecto, un poco corto de mente para imaginar como responsable de la misma a un demiurgo malencarado jugando con arcilla, como es el judeocristiano) que a lo largo de los siglos, los milenios, incluso los millones de años, habría yendo cada vez a peor por culpa de la decadencia de todo lo material. Sí, hasta el punto de que algunas familias humanas habrían degenerado al estado simiesco, mientras el resto de los homo sapiens se empeña en seguir el mismo camino gracias a su estúpida costumbre de poner apabullantes creaciones tecnológicas a disposición de unas gentes en las que priman (echemos un vistazo alrededor) cada vez más los instintos depredadores y de rapiña. 

Es posible, aunque tampoco pondría la mano en el fuego, que jamás el homo sapiens haya disfrutado de tantas comodidades generales y personales como en la actualidad (desde la calefacción y el aire acondicionado hasta el transporte supersónico, pasando por la comida congelada o la posibilidad de disfrutar de un concierto en el salón de la propia casa) mas ¿acaso eso le ha hecho mejor, como ser humano? Todo lo contrario. ¿Dónde están, hoy, los grandes filósofos, los grandes humanistas, los grandes artistas, los grandes aventureros incluso..., que proliferaron en la antigüedad? ¿Dónde están, siquiera, las personas buenas? No hace tantos años, la gente llegaba a un acuerdo y bastaba con un apretón de manos para cumplirlo, porque nuestros antepasados, incluso los más recientes, conocieron lo que era el honor. Hoy día, un porcentaje apabullante de acuerdos jamás se cumplen, ni aunque exista un contrato con penalizaciones de por medio... Y así todo.

Volviendo al debate evolución versus involución, resulta que los mitos, todos los grandes mitos de las viejas culturas, explican el desarrollo del mundo exactamente como lo hace la ley científica de la entropía y no según las fantasías y especulaciones (hoy convertidas en verdaderos dogmas de fe) de un inglés amargado del siglo XIX. Todas esas explicaciones  parten de lo que popularmente se conoce como la Edad de Oro, donde todo era perfecto, y que fue progresivamente degenerando hasta nuestros tiempos.

Citando a Ovidio:

"La Edad de Oro fue la primera de todas y en ella se manifestaban sin coacción alguna la fidelidad y la justicia, sin necesidad de leyes ni jueces para cuidar de ellas. No se conocía el miedo ni el castigo, ni hacía falta grabar en bronce para
que fueran leídas  las leyes, ni nadie se sentaba temblando ante un magistrado, ni había necesidad de defensor. No había sido cortado árbol alguno de los montes ni había entrado en los mares para viajar y descubrir tierras extrañas, ni el hombre conocía más país que aquél en el que había nacido. No rodeaban las ciudades fosos ni murallas, no había clarines marciales, ni trompas, ni cascos, ni espadas, pues los hombres vivían sin ejércitos, tranquilos y disfrutando de su ocio. La tierra misma, libre de toda carga, no hendida por azadones ni arados, producía todo género de frutos y los hombres, contentos por los alimentos generados de manera natural, recogían los madroños, las fresas silvestres, las moras de la zarzas, las bellotas que desprendía la copa del árbol de Júpiter. La primavera era eterna y los céfiros apacibles acariciaban con su soplo agradable las flores, que nacían sin necesidad de ser plantadas. También la tierra, sin haber sido labrada, producía la mies y el campo, sin cultivo, se cubría de espigas granadas. Manaban ríos de leche, ríos de néctar y la verde encina destilaba menudas gotas de miel dorada."

Ovidio contempla y describe en Las metamorfosis las dos edades siguientes. La de Plata, "inferior a la de Oro pero superior a la del pálido Bronce", se caracterizó por la irrupción de Júpiter como nuevo dueño del cortijo. Lo primero que hizo el dios tronante fue imponer las cuatro estaciones del año: "el invierno, el estío, el inconstante otoño y la corta primavera". Por ello los hombres se vieron obligados a buscar un lugar donde mejor guarecerse. Otra de las novedades de este tiempo fue la aparición de la agricultura, "cuando las semillas de Ceres se introdujeron en los largos surcos y los bueyes gimieron bajo el peso del yugo". A continuación llegó la de Bronce, "más feroz en sus condiciones naturales por la crueldad de los seres vivientes y más pronta a los combates terribles aunque no fue, sin embargo, del todo viciada".

Y llegamos así a la cuarta edad, la del Hierro, protagonizada por "un metal tan vil que propició la aparición de todo tipo de crímenes. Desaparecieron el pudor, la verdad y la lealtad y su lugar fue ocupado por el fraude, la traición, el engaño, la violencia y la codicia. El marino entrega sus velas a los vientos sin conocerlos y las maderas de los barcos que durante tanto tiempo habían estado en las alturas de los montes fueron lanzadas a la furia de las olas desconocidas. El diestro agrimensor señaló límites a la tierra, antes común para todos como lo eran la luz y el aire y, no contentos con las fecundas cosechas obtenidas, se penetró en las entrañas de la tierra para arrancarle las riquezas que escondía, depositadas en los infiernos por ser el origen de innumerables males. Ya estaba descubierto el dañino hierro y el oro, aún más perjudicial, porque la guerra usa ambos para luchar y hacer resonar por todas partes el estruendo de las armas manejadas por manos sanguinarias. Se vive del robo y el huésped arriesga su seguridad igual que el suegro ya tampoco está seguro del yerno, la concordia entre hermanos es rara. El esposo planea quitar la vida a su mujer y ésta, al marido. Las madrastras despiadadas hacen uso del veneno. Los hijos, antes de tiempo, averiguan los años que aún les queda por vivir a sus padres. La piedad yace derrotada en el suelo y la doncella Astrea, la última de los dioses, abandona la tierra empapada con la sangre de la maldad".
 
Me da la impresión de que la Edad de Hierro se adapta mejor que la de Oro, como descripción de una época, a los tiempos que vivimos.


  






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