Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 12 de octubre de 2012

La sentencia de los dos leñadores

Es increíble la cara dura que tienen algunas personas a la hora de apropiarse del trabajo ajeno disfrazándolo de labor de equipo, apoyo moral o cualquiera otra expresión similar que emplean como justificante para su labor de rapiña personal.  Por desgracia, este tipo de parásitos sociales y laborales abunda más de lo que sería deseable y muchas gentes de buen corazón se sienten incapaces de hacerles frente con la justicia precisa. Comentando esta situación con nuestro profesor de Misticismo y Paradojas, el mulá Nasrudin, me contó cómo en cierta ocasión él tuvo la oportunidad de dar una soberana lección a uno de estos auténticos vampiros que no sólo viven del esfuerzo de los demás sino que lloriquean, protestan e intentan generar la compasión de todos, incluso de sus víctimas, para justificar su conducta si alguien se atreve a llamarles la atención.

Por aquél entonces Nasrudin trabajaba como ayudante del juez de Samarcanda. Un día se presentaron dos leñadores para dirimir un enfrentamiento muy particular. El primer leñador dijo:

- Acabamos de vender nuestros haces de leña en el mercado por una moneda de oro pero hemos discutido porque este inútil pretende cobrar la mitad de las ganancias. ¡Y a mí no me engaña nadie! Mucho menos semejante patán.

El juez se extrañó de que uno quisiera cobrar más que el otro y preguntó si no era justo partir los beneficios al cincuenta por ciento, pero el primer leñador insistió:

- Sería justo si este tiparraco hubiera hecho un trabajo honrado, pero es un sinvergüenza y no lo hizo. Fuimos juntos al bosque y localizamos juntos los árboles para talar pero luego el único que sudó y se esforzó en cortarlos fui yo. Además, tuve que acarrear toda la maldita leña, una vez troceada. Este fulano que se dice mi colega se limitó a sentarse en un tocón para tomar el sol y mirarme burlonamente mientras la cortaba..., y luego me acompañó de regreso pero sin llevar ni una sola ramita, Alá le condene.

- ¡Con la venia, señor juez, eso no es cierto! -intervino con aire ofendido el segundo leñador, inclinándose con una profunda y solemne reverencia- Por favor, querido amigo, cuéntalo todo sin esconder ninguna circunstancia: mientras tú utilizabas el hacha con cierta habilidad, yo estuve apoyándote todo el rato. No paré de animarte con la mejor de mis sonrisas y con ánimo entregado hacia ti diciendo: "Dale fuerte". Y mientras cargabas los haces de leña, te acompañé a casa contándote chistes picantes y chismorreos graciosos de la ciudad para que no te aburrieras...

- Señor juez -insistió el primer leñador, con tono brusco-, este estafador que se dice mi amigo me dijo "Dale fuerte" y luego me contó chistes. No le pedí ninguna de las dos cosas. La única verdad, lo juro por las barbas de todos mis antepasados y por las de los suyos de usted,  es que yo hice todo el esfuerzo duro y él pretende ahora aprovecharse de mí...

- Señor juez -dijo el segundo leñador, mucho más suave y halagador, mientras se agachaba en una segunda reverencia-, mi pobre colega está obviamente trastornado. Lo cierto es que no hubiera podido hacer ni la mitad del trabajo si yo no hubiera estado ahí para estimularle y animarle. En la vida hay tipos distintos de personas. Unos valen para trabajar sin más pero otros tenemos, gracias a Alá, el don de endulzar su trabajo con nuestra presencia, nuestra simpatía y nuestra orientación.

El juez ordenó que se retiraran de su presencia para reflexionar sobre lo sucedido. Pensó durante largo rato pero no terminaba de hallar la solución. El primer leñador parecía un hombre simple, trabajador pero un poco bruto, poco refinado: podía tener una percepción equivocada de lo ocurrido. El segundo leñador aparentaba modales más amables y gran educación, se expresaba con delicadeza y lo más probable es que su versión se aproximara a la verdad. Pero ¿podía valorarse igual el trabajo de ambos? No sabía muy bien qué veredicto dictar.

Nasrudin, que a estas alturas de su vida ya había conocido a muchos tipos como el segundo leñador, creía tener la sentencia justa y le sugirió al juez que le dejara intervenir. Éste le dio vía libre y el mulá se adelantó en la sala y exigió que los leñadores le entregaran la moneda de oro que habían obtenido en el mercado. Después pidió silencio y arrojó la moneda al aire. Cayó al suelo con un ruido característico, "clink, clink", y rodó hasta los pies del primer leñador. Entonces se dirigió al segundo leñador diciéndole:

- ¿Has escuchado bien el ruido de la moneda al caer?

- Alto y claro, excelencia -contestó, obsequioso.

- Perfecto. Pues, tú, el primer leñador: coge la moneda de oro. Es toda tuya en premio por tu esfuerzo al cortar la leña y cargarla hasta el mercado. Y tú, el segundo leñador: coge el "clink, clink". Es todo tuyo en premio por tu esfuerzo al decir "Dale fuerte". Podéis retiraros.

La sentencia de Nasrudin fue ratificada por el juez y muy celebrada en todas las tertulias de los cafés durante el resto del día.



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