Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 6 de marzo de 2015

Así desaparecieron los gigantes

Cuentan las leyendas que hace mucho tiempo existieron los gigantes: seres parecidos a los humanos pero más grandes y poderosos, tanto de cuerpo como de mente. Eran hijos de los dioses y de sus siervas en el mundo y cuando sus padres volvieron a los cielos de donde habían descendido les encomendaron el dominio de todas las tierras desde un horizonte hasta el siguiente.

Pero los gigantes eran pocos y para garantizar su supervivencia se sometían a sí mismos a una estricta disciplina de grupo que les llevaba, entre otras cosas, a reunirse en asamblea anual para decidir en común los temas más importantes y adoptar allí sus estrategias de actuación, de obligado cumplimiento para todos. Las asambleas solían durar varios días, pues los gigantes tenían mucho tiempo libre para pensar y aprovechaban la cita no sólo para presentar sus propuestas sino para expresar sus más profundas ideas y razonamientos personales y hasta filosóficos sobre los asuntos más peregrinos.

Kulutz Esmendrik, uno de los viejos y más respetados gigantes del Este, aprovechó uno de estos cónclaves para plantear el tema que venía preocupándole desde hacía bastante tiempo, aunque gracias a la astucia que le confería la edad supo aprovechar el mejor momento para conseguir un resultado favorable a su iniciativa.

Después de una reunión especialmente larga que duró casi una semana y en el curso de la cual se habló, como suele decirse, de lo divino y de lo humano, los gigantes estaban agotados y deseando volver a sus respectivos hogares. El encargado de dirigir la reunión, el gigante más viejo de todos, viendo que no había ya por fin más asuntos que tratar, levantó su poderoso bastón de piedra para golpear con él el suelo y declarar así el final de las deliberaciones. Pero antes de que llegara a machacar la tierra, Kulutz Esmendrik se levantó y advirtió con su potente vozarrón que aún quedaba una propuesta por exponer: la suya.

- No temáis, seré breve -dijo, antes de comenzar un lírico discurso que duró aproximadamente tres horas y media-. Quiero llamar la atención sobre nuestra alimentación, basada en un canibalismo impropio de nuestra estirpe, pues nos dedicamos a matar y devorar a nuestros hermanos animales...

La expresión levantó un murmullo de protestas entre sus carnívoros congéneres y la inmediata interrupción de su exposición por diversas protestas, sintetizadas en una frase gritada desde el fondo de la asamblea:

- ¿”Hermanos animales”? ¡Querrás decir “suculentas presas”!

Sin inmutarse lo más mínimo, Kulutz Esmendrik continuó con su alegato que podría resumirse básicamente en una idea: si la civilización de los gigantes quería seguir perpetuándose en el tiempo era hora de renunciar al consumo de carne en beneficio de una alimentación más “sana” y “natural” basada exclusivamente en frutas y verduras silvestres. En realidad, lo que a él le preocupaba era perder sus prerrogativas entre los gigantes, ya que se había hecho mayor y ya no tenía ni la fuerza ni la agilidad que otrora le confirieron grandes cargos y prebendas. Además, sus pocos dientes estaban podridos y casi inútiles, incapacitados de comer carne, de manera que ya sólo se alimentaba de las papillas que él mismo se preparaba a base de machacar vegetales. Pero eso no lo sabía nadie. Si conseguía que todo el mundo comiera como él, quizá podría disimular su debilidad un tiempo más y mantenerse así entre los gigantes más respetados y apoyados.

El final de sus palabras fue recibido con una bronca fenomenal, debido a que los presentes se dividieron casi de inmediato en dos facciones irreconciliables y prácticamente iguales: los que apoyaban el novedoso planteamiento y los que estaban radicalmente en contra de lo que calificaban como una verdadera locura. La controversia subió de tono y pronto la apagada asamblea resucitó hasta convertirse en un ensordecedor gallinero. Los agotados gigantes discutieron durante toda la noche y, a la mañana siguiente, aquello había ido más allá de la resistencia de todos ellos, si bien se mantenía el empate de fuerzas y por tanto no se podía tomar una decisión definitiva. Y mientras no se tomara esa decisión, no se podía poner punto final a la asamblea. Así que la reunión se alargó otra hora. Y otra. Y otra más. Y cuando el sol volvía a ponerse de nuevo, uno de los gigantes jóvenes, desesperadamente aburrido y ansioso de volver a su casa, se cambió de bando y apoyó a los partidarios de Esmendrik, con lo que éstos contaron entonces con el apoyo mayoritario de la asamblea para imponer la alimentación por medio de frutas y verduras.

Los partidarios de comer carne se retiraron enfadados y prometiéndose entre ellos recabar los apoyos suficientes para volver a dar libertad de alimentación a su pueblo en la siguiente asamblea, pero de momento aceptaron disciplinadamente el período de abstinencia que se les presentaba.

En cuanto a Kulutz Esmendrik, convertido en el gran apóstol del vegetarianismo, regresó también a sus tierras pensando que disponía de un año para preparar argumentos más sólidos, incluso basados en experimentos convenientemente dirigidos por él, no sólo para mantener esa decisión sino para ampliarla con el tiempo.

Así, las suculentas presas o hermanos animales, según la definición de unos u otros, fueron por primera vez libres de vivir su vida sin tener que estar pendientes de si tenían que salir corriendo para salvar su vida y no acabar en el estómago de los gigantes. De hecho, pronto se dieron cuenta de que la alimentación vegetariana tranquilizaba y relajaba enormemente a sus antiguos cazadores, hasta el punto no sólo de hacerlos inofensivos sino de convertirlos, de pronto, en apetecibles piezas de caza. Los papeles se cambiaron definitivamente el día en que un grupo de presas animales atacó al primer gigante. Tomado por sorpresa, sucumbió sin demasiada resistencia y fue devorado sin piedad por aquéllos a los que hasta la asamblea había perseguido y comido sin problemas. Y tras este gigante fueron cayendo los demás, uno por uno, a medida que sus antiguas víctimas se tomaban cumplida venganza mientras de paso saciaban su hambre.

El último en morir fue el gigante del Este, que vivía apartado, pero no tanto como para eludir al grupo de presas animales que se presentó un día ante él y, tras propinarle una breve paliza, suficiente para quitarle la vida, se lo comieron entero. Así desaparecieron los gigantes. 

Y sus antiguas víctimas, a los que hoy llamamos homo sapiens, tomaron su lugar en el destino del mundo.






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