Cuentan
las leyendas que hace mucho tiempo existieron los gigantes: seres
parecidos a los humanos pero más grandes y poderosos, tanto de
cuerpo como de mente. Eran hijos de los dioses y de sus siervas en el
mundo y cuando sus padres volvieron a los cielos de donde habían
descendido les encomendaron el dominio de todas las tierras desde un
horizonte hasta el siguiente.
Pero
los gigantes eran pocos y para garantizar su supervivencia se
sometían a sí mismos a una estricta disciplina de grupo que les
llevaba, entre otras cosas, a reunirse en asamblea anual para decidir
en común los temas más importantes y adoptar allí sus estrategias
de actuación, de obligado cumplimiento para todos. Las asambleas
solían durar varios días, pues los gigantes tenían mucho tiempo
libre para pensar y aprovechaban la cita no sólo para presentar sus
propuestas sino para expresar sus más profundas ideas y
razonamientos personales y hasta filosóficos sobre los asuntos más
peregrinos.
Kulutz
Esmendrik, uno de los viejos y más respetados gigantes del Este, aprovechó uno de
estos cónclaves para plantear el tema que venía preocupándole
desde hacía bastante tiempo, aunque gracias a la astucia que le
confería la edad supo aprovechar el mejor momento para conseguir un
resultado favorable a su iniciativa.
Después
de una reunión especialmente larga que duró casi una semana y en el
curso de la cual se habló, como suele decirse, de lo divino y de lo
humano, los gigantes estaban agotados y deseando volver a sus
respectivos hogares. El encargado de dirigir la reunión, el gigante
más viejo de todos, viendo que no había ya por fin más asuntos que
tratar, levantó su poderoso bastón de piedra para golpear con él
el suelo y declarar así el final de las deliberaciones. Pero antes
de que llegara a machacar la tierra, Kulutz Esmendrik se levantó y
advirtió con su potente vozarrón que aún quedaba una propuesta por
exponer: la suya.
-
No temáis, seré breve -dijo, antes de comenzar un lírico
discurso que duró aproximadamente tres horas y media-. Quiero
llamar la atención sobre nuestra alimentación, basada en un
canibalismo impropio de nuestra estirpe, pues nos dedicamos a matar y
devorar a nuestros hermanos animales...
La
expresión levantó un murmullo de protestas entre sus carnívoros
congéneres y la inmediata interrupción de su exposición por
diversas protestas, sintetizadas en una frase gritada desde el fondo
de la asamblea:
-
¿”Hermanos animales”? ¡Querrás decir “suculentas presas”!
Sin
inmutarse lo más mínimo, Kulutz Esmendrik continuó con su alegato
que podría resumirse básicamente en una idea: si la civilización
de los gigantes quería seguir perpetuándose en el tiempo era hora
de renunciar al consumo de carne en beneficio de una alimentación
más “sana” y “natural” basada exclusivamente en frutas y
verduras silvestres. En realidad, lo que a él le preocupaba era
perder sus prerrogativas entre los gigantes, ya que se había hecho
mayor y ya no tenía ni la fuerza ni la agilidad que otrora le
confirieron grandes cargos y prebendas. Además, sus pocos dientes
estaban podridos y casi inútiles, incapacitados de comer carne, de
manera que ya sólo se alimentaba de las papillas que él mismo se
preparaba a base de machacar vegetales. Pero eso no lo sabía nadie.
Si conseguía que todo el mundo comiera como él, quizá podría
disimular su debilidad un tiempo más y mantenerse así entre los
gigantes más respetados y apoyados.
El
final de sus palabras fue recibido con una bronca fenomenal, debido a
que los presentes se dividieron casi de inmediato en dos facciones
irreconciliables y prácticamente iguales: los que apoyaban el
novedoso planteamiento y los que estaban radicalmente en contra de lo
que calificaban como una verdadera locura. La controversia subió de
tono y pronto la apagada asamblea resucitó hasta convertirse en un
ensordecedor gallinero. Los agotados gigantes discutieron durante
toda la noche y, a la mañana siguiente, aquello había ido más allá
de la resistencia de todos ellos, si bien se mantenía el empate de
fuerzas y por tanto no se podía tomar una decisión definitiva. Y
mientras no se tomara esa decisión, no se podía poner punto final a
la asamblea. Así que la reunión se alargó otra hora. Y otra. Y
otra más. Y cuando el sol volvía a ponerse de nuevo, uno de los
gigantes jóvenes, desesperadamente aburrido y ansioso de volver a su
casa, se cambió de bando y apoyó a los partidarios de Esmendrik,
con lo que éstos contaron entonces con el apoyo mayoritario de la
asamblea para imponer la alimentación por medio de frutas y
verduras.
Los
partidarios de comer carne se retiraron enfadados y prometiéndose
entre ellos recabar los apoyos suficientes para volver a dar libertad
de alimentación a su pueblo en la siguiente asamblea, pero de
momento aceptaron disciplinadamente el período de abstinencia que se
les presentaba.
En
cuanto a Kulutz Esmendrik, convertido en el gran apóstol del
vegetarianismo, regresó también a sus tierras pensando que disponía
de un año para preparar argumentos más sólidos, incluso basados en
experimentos convenientemente dirigidos por él, no sólo para
mantener esa decisión sino para ampliarla con el tiempo.
Así,
las suculentas presas o hermanos animales, según la
definición de unos u otros, fueron por primera vez libres de vivir
su vida sin tener que estar pendientes de si tenían que salir
corriendo para salvar su vida y no acabar en el estómago de los
gigantes. De hecho, pronto se dieron cuenta de que la alimentación
vegetariana tranquilizaba y relajaba enormemente a sus antiguos
cazadores, hasta el punto no sólo de hacerlos inofensivos sino de
convertirlos, de pronto, en apetecibles piezas de caza. Los papeles se
cambiaron definitivamente el día en que un grupo de presas
animales atacó al primer gigante. Tomado por sorpresa, sucumbió sin demasiada resistencia y fue devorado sin piedad por aquéllos a los que hasta la asamblea había perseguido y comido sin problemas. Y tras este gigante fueron cayendo los demás, uno por uno, a medida que sus antiguas víctimas se tomaban cumplida venganza mientras de paso saciaban su hambre.
El último en morir fue el gigante del Este, que vivía apartado, pero no tanto como para eludir al grupo de presas animales que se presentó un día ante él y, tras propinarle una breve paliza, suficiente para quitarle la vida, se lo comieron entero. Así desaparecieron los gigantes.
Y sus antiguas víctimas, a los que hoy llamamos homo sapiens, tomaron su lugar en el destino del mundo.
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