Desde
que arrancó esta bitácora hará unos seis años he repetido
aproximadamente unas 10.042 veces que las dos principales armas
empleadas por los Amos para dominar al homo sapiens son la
culpa y el miedo, pero viendo cómo (no) evoluciona el mundo me temo que tendré que repetirlo otras tantas sólo en los próximos seis meses. Si nos fijamos en
las noticias de los medios de comunicación generalistas, cada vez
se publican más insensateces en este sentido (tanto por el contenido de las
informaciones -y me refiero a las reales y comprobadas, ya sin entrar
en manipulaciones- como por sus protagonistas). Del miedo, qué vamos a decir, con atentados de todos los formatos y todos los niveles de gravedad en cualquier parte del mundo en cualquier momento. Y de la culpa... Hace unos días, por
ejemplo, leí con asombro que los caraduras de Syriza (los mismos que prometieron sacar “mágicamente” a sus compatriotas griegos de
sus problemas financieros aunque a día de hoy han aceptado prácticamente
toda la deuda que durante su campaña electoral dijeron que no abonarían) habían planteado la idea de que Alemania tenía que pagar
compensaciones de guerra a Grecia por la ocupación durante la
Segunda Guerra Mundial.
He aquí una ocurrencia ciertamente estúpida,
como la que durante años han sostenido ciertos desnortados líderes
iberoamericanos exigiendo a España una indemnización por la
“invasión y colonización” desde 1492. Si nos ponemos así, ¿por
qué los países árabes no pagan compensaciones (por ejemplo en
forma de petróleo gratis) a España por la conquista musulmana? Aún
más, ¿por qué Alemania no paga indemnizaciones de conquista
también a España, pero por la invasión de visigodos, vándalos y
alanos durante la Edad Media? ¿Por qué no paga Italia por la
conquista de la península ibérica durante el imperio romano? Y
etcétera. Pues
siendo absurdo el planteamiento de Syriza, más lo es la actitud de
una pareja de alemanes supuestamente “idealistas y responsables”
(aunque viendo las imágenes
distribuidas por la televisión griega,
más bien parecen consumidores habituales de sustancias alteradoras
de la conciencia, con ganas de tener sus quince minutos de fama
reglamentaria en la dictadura de la imagen que padecemos) llamados
Ludwig Zaccaro y Nina Lange, que se han presentado en el ayuntamiento
de Nafplio, en el Peloponeso, para dar en mano la cantidad que según
ellos les correspondía pagar de esas reparaciones de guerra y que,
siguiendo también su propio criterio, ascendía a 875 euros. Tras
declararse “avergonzados” ante la prensa griega por la “arrogancia de nuestro país y
la de muchos de nuestros conciudadanos” y asegurar que “nos
encanta Grecia y su forma de vida”, insistieron en que Alemania
“debe pagar de una vez” su supuesta deuda con el país mediterráneo.
La dicha de Herr Ludwig y Frau Lange no fue completa porque, aunque el alcalde les recibió alegremente (después de todo, también quería recibir su ración de fama y aparecer en la tele) y les escuchó con una sonrisa de oreja a oreja, terminó por reconocer que el Ayuntamiento no podía recibir ese dinero directamente, así que lo mejor que podían hacer era donarlo a organizaciones de ayuda humanitaria, lo que al final hicieron... Además del ansia de protagonismo de esta pareja, se detecta en su actitud un soberano complejo de superioridad ("nosotros sí que somos buenas personas, y no los demás alemanes que no han tenido la ocurrencia de hacer esto antes") y, subrayándolo todo, ese inmenso complejo de culpa (porque ya sabemos, se lo repiten una y otra vez, que a lo largo de toda la Historia de la Humanidad sólo los alemanes han cometido graves crímenes y han sido muy malos..., qué digo malos..., han sido soberbios y sádicos miserables asesinos, como nunca antes ha habido en el mundo y nunca después los ha habido ni los habrá) que empapa hoy la sociedad alemana. O, mejor dicho, que empapa a la sociedad de los alemanes autóctonos, no a la sociedad paralela compuesta por una heterogénea y enorme masa de emigración inyectada en este país en un tiempo récord, igual que en el resto de los países históricamente importantes de la Unión Europea, a los que los Amos aspiran a terminar de destruir a base de convertir su población en una mezcla ingobernable de "multiculturalidad", similar a lo que han conseguido prácticamente ya con Estados Unidos.
Constantemente se nos presenta la culpa como si fuese algo positivo. En El Cultural, por ejemplo, una entrevista con Félix de Azúa, escritor y doctor en Filosofía (que no filósofo, porque un verdadero filósofo no diría cosas como que "el único sentido de la existencia" se encuentra hoy a su juicio en "el sexo, el turismo y el deporte") resulta un buen ejemplo. Así, el periodista le pregunta: "¿Está ese sentido de la responsabilidad y la culpa en la base del progreso de Occidente?" Y él responde afirmativamente: "Sólo hay que observar los lugares donde esa culpabilidad no existe, como en buena parte de los países árabes. Allí se dedicaron durante siglos al comercio de esclavos, a la industria del secuestro, y ahora ocurre que siguen dedicándose a todas esas actividades y no creen que estén transgrediendo nada. Sólo hacen lo que hacían sus padres, sus abuelos..." Pero éste es un argumento falaz. Lo que está en juego ahí no es la culpabilidad o no culpabilidad, sino las tradiciones culturales y sociales de cada época y cada lugar. El imperio romano, una de las construcciones más occidentales que podamos imaginarnos en un momento dado y que siempre se nos muestra como artífice del progreso y la paz en los pueblos que conquistó (aunque lo hiciera de forma salvaje, a base de destruir sus culturas autóctonas y, en algunos casos, de aniquilarlas por completo) fue lo que fue por dos motivos principales: su poderosa y bien estructurada maquinaria de guerra y la enorme fuerza de su economía basada en el esclavismo. Jamás un romano de pura cepa se avergonzó o se culpabilizó a sí mismo por tener que matar para sostener su imperio o por poseer esclavos para mantenerlo. Antes bien, eran motivos de orgullo para alimentar su curriculum vitae. Entonces, ¿de qué hablamos?
Lo repetiré una vez más, y las que haga falta: el miedo y la culpa son enfermedades ajenas al alma del verdadero ser humano. Han sido inoculadas en nuestras sociedades por los Amos, para mejor poder dominarnos. Ellos son los que, a través de sus marionetas y casi a diario, se encargan de inyectar nuevas dosis de recuerdo de estas particulares vacunas contra el desarrollo de la voluntad y la asunción de la responsabilidad sobre los hechos de la propia vida. En el caso de los viejos pueblos europeos, estos venenos han colaborado de manera muy activa a que en unas pocas decenas de años, apenas en un parpadeo histórico, sus gentes (y, en especial, sus más jóvenes generaciones) hayan decaído al nivel de homo sapiens aturdidos, débiles y llorones, incapaces de reproducir las muchas virtudes de los que nos antecedieron en el tiempo que, sí, es cierto, pudieron cometer muchos pecados y cojear de numerosos defectos, pero aún así salían ganando en comparación con lo que nosotros somos hoy.
En cierta ocasión, mi profesor de Misticismo y Paradojas, el mulá Nasrudin nos contó la siguiente experiencia a propósito del peligroso embrujo de la culpa:
"Cierta noche caminaba en solitario de vuelta a casa por una calle oscura y silenciosa, cuando de pronto vi a varios hombres a caballo que se acercaban hacia mí, mirándome torvamente. O eso me pareció intuir, porque la luna estaba en cuarto menguante y se veía poco. Pensé que podían ser bandidos que sabían que yo volvía de la ciudad vecina tras haber obtenido pingües beneficios de mis negocios y querrían robarme el oro. Luego me imaginé que tal vez fueran soldados del rey en busca de voluntarios forzosos para incluirlos en el ejército. También se me ocurrió que pudieran ser un grupo de malévolos djinns en busca de una presa humana. Me asusté mucho y, cuando casi los tenía encima, eché a correr para huir de ellos. La calle desembocaba en un cementerio, así que entré allí corriendo y para esconderme, me tumbé en una fosa que estaba abierta aunque todavía sin ocupante. Los jinetes, que me habían visto perfectamente, espolearon a sus caballos detrás de mí y me localizaron enseguida, aunque yo había cerrado los ojos como si estuviera ya muerto... Tras descabalgar, uno de ellos, que parecía su jefe, me preguntó:
- ¿Qué te pasa? ¿Por qué te has asustado tanto de repente? ¿Podemos ayudarte? Somos simples viajeros en peregrinación hacia la Ciudad Santa...
Entonces me di cuenta de que me había asustado sin necesidad, abrí los ojos y traté de justificarme:
- Creo que esta situación es un poco complicada. Pero ya que insistís en preguntarme por qué, os lo diré. Yo estoy aquí por vuestra culpa. Y vosotros estáis aquí por mi culpa."
Así de simple y así de bien lo resumió Nasrudin. La culpa, como el miedo, no son después de todo más que simples fantasmas, con un poder inusitado si tenemos en cuenta la fuerza real de la que disponen por sí mismas. Ambos, por cierto, están basados en la desubicación temporal del que vive constantemente mareado, bamboleándose entre un pasado que no existe ya y un futuro que aún no ha llegado y quizá no llegue. La buena noticia es que hay formas de derrotar a estos venenos, de expulsarlos de nosotros. La mala noticia (teniendo en cuenta el lamentable estado en el que nos encontramos hoy día, cuando nadie se compromete a nada si no es "por sexo, turismo o deporte") es que esas formas dependen de nuestra propia voluntad.
Pero si aún existe alguien que posea ese mínimo de chispa en su interior, recuerde la más básica de las enseñanzas: la vida está en el Aquí y el Ahora.
La dicha de Herr Ludwig y Frau Lange no fue completa porque, aunque el alcalde les recibió alegremente (después de todo, también quería recibir su ración de fama y aparecer en la tele) y les escuchó con una sonrisa de oreja a oreja, terminó por reconocer que el Ayuntamiento no podía recibir ese dinero directamente, así que lo mejor que podían hacer era donarlo a organizaciones de ayuda humanitaria, lo que al final hicieron... Además del ansia de protagonismo de esta pareja, se detecta en su actitud un soberano complejo de superioridad ("nosotros sí que somos buenas personas, y no los demás alemanes que no han tenido la ocurrencia de hacer esto antes") y, subrayándolo todo, ese inmenso complejo de culpa (porque ya sabemos, se lo repiten una y otra vez, que a lo largo de toda la Historia de la Humanidad sólo los alemanes han cometido graves crímenes y han sido muy malos..., qué digo malos..., han sido soberbios y sádicos miserables asesinos, como nunca antes ha habido en el mundo y nunca después los ha habido ni los habrá) que empapa hoy la sociedad alemana. O, mejor dicho, que empapa a la sociedad de los alemanes autóctonos, no a la sociedad paralela compuesta por una heterogénea y enorme masa de emigración inyectada en este país en un tiempo récord, igual que en el resto de los países históricamente importantes de la Unión Europea, a los que los Amos aspiran a terminar de destruir a base de convertir su población en una mezcla ingobernable de "multiculturalidad", similar a lo que han conseguido prácticamente ya con Estados Unidos.
Constantemente se nos presenta la culpa como si fuese algo positivo. En El Cultural, por ejemplo, una entrevista con Félix de Azúa, escritor y doctor en Filosofía (que no filósofo, porque un verdadero filósofo no diría cosas como que "el único sentido de la existencia" se encuentra hoy a su juicio en "el sexo, el turismo y el deporte") resulta un buen ejemplo. Así, el periodista le pregunta: "¿Está ese sentido de la responsabilidad y la culpa en la base del progreso de Occidente?" Y él responde afirmativamente: "Sólo hay que observar los lugares donde esa culpabilidad no existe, como en buena parte de los países árabes. Allí se dedicaron durante siglos al comercio de esclavos, a la industria del secuestro, y ahora ocurre que siguen dedicándose a todas esas actividades y no creen que estén transgrediendo nada. Sólo hacen lo que hacían sus padres, sus abuelos..." Pero éste es un argumento falaz. Lo que está en juego ahí no es la culpabilidad o no culpabilidad, sino las tradiciones culturales y sociales de cada época y cada lugar. El imperio romano, una de las construcciones más occidentales que podamos imaginarnos en un momento dado y que siempre se nos muestra como artífice del progreso y la paz en los pueblos que conquistó (aunque lo hiciera de forma salvaje, a base de destruir sus culturas autóctonas y, en algunos casos, de aniquilarlas por completo) fue lo que fue por dos motivos principales: su poderosa y bien estructurada maquinaria de guerra y la enorme fuerza de su economía basada en el esclavismo. Jamás un romano de pura cepa se avergonzó o se culpabilizó a sí mismo por tener que matar para sostener su imperio o por poseer esclavos para mantenerlo. Antes bien, eran motivos de orgullo para alimentar su curriculum vitae. Entonces, ¿de qué hablamos?
Lo repetiré una vez más, y las que haga falta: el miedo y la culpa son enfermedades ajenas al alma del verdadero ser humano. Han sido inoculadas en nuestras sociedades por los Amos, para mejor poder dominarnos. Ellos son los que, a través de sus marionetas y casi a diario, se encargan de inyectar nuevas dosis de recuerdo de estas particulares vacunas contra el desarrollo de la voluntad y la asunción de la responsabilidad sobre los hechos de la propia vida. En el caso de los viejos pueblos europeos, estos venenos han colaborado de manera muy activa a que en unas pocas decenas de años, apenas en un parpadeo histórico, sus gentes (y, en especial, sus más jóvenes generaciones) hayan decaído al nivel de homo sapiens aturdidos, débiles y llorones, incapaces de reproducir las muchas virtudes de los que nos antecedieron en el tiempo que, sí, es cierto, pudieron cometer muchos pecados y cojear de numerosos defectos, pero aún así salían ganando en comparación con lo que nosotros somos hoy.
En cierta ocasión, mi profesor de Misticismo y Paradojas, el mulá Nasrudin nos contó la siguiente experiencia a propósito del peligroso embrujo de la culpa:
"Cierta noche caminaba en solitario de vuelta a casa por una calle oscura y silenciosa, cuando de pronto vi a varios hombres a caballo que se acercaban hacia mí, mirándome torvamente. O eso me pareció intuir, porque la luna estaba en cuarto menguante y se veía poco. Pensé que podían ser bandidos que sabían que yo volvía de la ciudad vecina tras haber obtenido pingües beneficios de mis negocios y querrían robarme el oro. Luego me imaginé que tal vez fueran soldados del rey en busca de voluntarios forzosos para incluirlos en el ejército. También se me ocurrió que pudieran ser un grupo de malévolos djinns en busca de una presa humana. Me asusté mucho y, cuando casi los tenía encima, eché a correr para huir de ellos. La calle desembocaba en un cementerio, así que entré allí corriendo y para esconderme, me tumbé en una fosa que estaba abierta aunque todavía sin ocupante. Los jinetes, que me habían visto perfectamente, espolearon a sus caballos detrás de mí y me localizaron enseguida, aunque yo había cerrado los ojos como si estuviera ya muerto... Tras descabalgar, uno de ellos, que parecía su jefe, me preguntó:
- ¿Qué te pasa? ¿Por qué te has asustado tanto de repente? ¿Podemos ayudarte? Somos simples viajeros en peregrinación hacia la Ciudad Santa...
Entonces me di cuenta de que me había asustado sin necesidad, abrí los ojos y traté de justificarme:
- Creo que esta situación es un poco complicada. Pero ya que insistís en preguntarme por qué, os lo diré. Yo estoy aquí por vuestra culpa. Y vosotros estáis aquí por mi culpa."
Así de simple y así de bien lo resumió Nasrudin. La culpa, como el miedo, no son después de todo más que simples fantasmas, con un poder inusitado si tenemos en cuenta la fuerza real de la que disponen por sí mismas. Ambos, por cierto, están basados en la desubicación temporal del que vive constantemente mareado, bamboleándose entre un pasado que no existe ya y un futuro que aún no ha llegado y quizá no llegue. La buena noticia es que hay formas de derrotar a estos venenos, de expulsarlos de nosotros. La mala noticia (teniendo en cuenta el lamentable estado en el que nos encontramos hoy día, cuando nadie se compromete a nada si no es "por sexo, turismo o deporte") es que esas formas dependen de nuestra propia voluntad.
Pero si aún existe alguien que posea ese mínimo de chispa en su interior, recuerde la más básica de las enseñanzas: la vida está en el Aquí y el Ahora.
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