Hay muchas historias interesantes que jamás han llegado a las
pantallas de cine o televisión y por tanto son absolutamente desconocidas para
la mayoría del público contemporáneo, que no tiene ni ganas de pensar ni, a
estas alturas, capacidad ya para ello, pese a que suelen ser bastante
instructivas. A veces tocan el argumento de forma tangencial, pero
sin profundizar demasiado en ello y uno tiene que ponerse a buscar por su
cuenta si quiere enterarse de algo más. Un ejemplo reciente es la etnia de los
miao, o hmong, que tuvieron sus cinco minutos de gloria en la película Gran
Torino de Clint Eastwood. Sí: eran esos chinos vecinos del gruñón Walt Kowalski
(entre paréntesis, ¿alguien recuerda alguna película en la que Eastwood no
aparezca permanentemente enfadado?) cuyo apellido tan característico no le
impide desconfiar e incluso maldecir por la aparición en su barrio de otros
inmigrantes, en este caso asiáticos.
Hay que aclarar que China no es, en realidad, un inmenso país
lleno de chinos, o mejor dicho de chinos de un solo tipo, de la misma forma que en Europa hay muchos tipos de europeos y un noruego de pura cepa tiene un aspecto peculiarmente diferente a un siciliano también de pura cepa, por no mencionar sus tradiciones culturales o sociales. Así que el coloso
asiático posee numerosas etnias, que estaban allí antes de que llegaran los han
y se apoderaran del país, como es el caso de los mismos hmong. Otras se
integraron en el país durante sus intentos de conquista como los mongoles, o fueron obligadas a hacerlo al ser conquistadas, cuando
originalmente se trataba de un pueblo diferente, como los tibetanos. En el caso
de los miao-hmong, fueron progresivamente empujados hacia el sur por los Han y
acabaron instalándose fuera de las fronteras propiamente chinas: en países
vecinos como Laos o Vietnam.
En busca de apoyos locales para fortalecer su presencia militar en
el sur de Asia, el ejército norteamericano reclutó a miles de hmong y les dio formación
militar además de prometerles un buen sueldo y una buena posición (en
comparación con la vida pobre pero discretamente feliz que llevaban hasta
entonces, apartados de las cosas del mundo por así decir). Durante la guerra de
Vietnam, sus servicios fueron muy apreciados en las diversas operaciones sobre la antigua Indochina
pero ya sabemos cómo terminó ese conflicto bélico (aunque como diría Mac Namara todavía está por ser contado públicamente quiénes fueron y cómo actuaron los traidores y principales responsables de la derrota norteamericana, trabajando desde dentro de la propia administración yankee), así que tras la retirada oficial de los soldados estadounidenses, los hmong quedaron abandonados a su suerte. El gobierno comunista de Vietnam atacó Laos declarándoles enemigos principales del Estado y se dedicó a cazarlos precisamente al estilo comunista: mediante la aniquilación pura y dura. Decenas de miles fueron asesinados fríamente y otros tantos que lograron huir tuvieron que agolparse en campos de refugiados en condiciones lamentables.
pero ya sabemos cómo terminó ese conflicto bélico (aunque como diría Mac Namara todavía está por ser contado públicamente quiénes fueron y cómo actuaron los traidores y principales responsables de la derrota norteamericana, trabajando desde dentro de la propia administración yankee), así que tras la retirada oficial de los soldados estadounidenses, los hmong quedaron abandonados a su suerte. El gobierno comunista de Vietnam atacó Laos declarándoles enemigos principales del Estado y se dedicó a cazarlos precisamente al estilo comunista: mediante la aniquilación pura y dura. Decenas de miles fueron asesinados fríamente y otros tantos que lograron huir tuvieron que agolparse en campos de refugiados en condiciones lamentables.
Para cuando EE.UU. decidió dar cobijo mediante el estatus de
refugiados políticos a los hmong la mayoría habían muerto. Un veterano del
Vietnam, Jack Austin Smith, calculó que, de los 3 millones que vivían en los
años 50 del siglo XX, sólo quedaban vivos, a finales de los 90, unos 200.000.
La mayoría terminaron por emigrar finalmente a América, donde algunos de ellos
aparecerían finalmente en la trama de la película de Eastwood. Sin embargo, una vez en
tierra norteamericana, los hmong fueron objeto de una epidemia misteriosa.
Muchos jóvenes de su pueblo, que no sufrían cuadros previos de enfermedad,
empezaron a enfrentar períodos de pesadillas y otros problemas nocturnos como
parálisis del sueño. Luego, las personas afectadas comenzaron a morir mientras
dormían. ¿Por qué? A día de hoy no está claro el origen del mal. Lo único que se sabe es que los
ancianos de su pueblo lo atribuían al ataque de demonios
nocturnos... Aunque formalmente cristianos desde que llegaron a EE.UU. y absorbidos por las costumbres yankees, la religión original de este pueblo
asiático es una mezcla de animismo y politeísmo, incluyendo la adoración a los
propios dioses e incluso a dragones. Y si uno cree en dioses, automáticamente
cree en demonios, sus antagonistas.
Desde el punto de vista occidental, este tipo de creencias es
fruto de mentes “supersticiosas”, aunque finalicen con resultado de muerte. Buscando una explicación a lo ocurrido en éste, y en muchos otros casos parecidos como por ejemplo los afectados por la hechicería vudú, alguien planteó un concepto que los médicos contemporáneos están
aprendiendo ahora a manejar y que promete explicar de forma racional muchos fenómenos, digamos, oscuros relacionados con la salud de los pueblos
primitivos. Ese concepto se llama nocebo y es complementario al de placebo. De hecho,
es como su cara oscura. En cualquier caso, la demostración del poder real que
nuestra mente, nuestro subconsciente, impone lo queramos o no sobre nuestra vida diaria.
Quien más, quien menos, ha oído hablar de algún experimento basado
en el efecto placebo: el que produce la ingesta de una sustancia sin efectos
reales (en teoría) sobre el cuerpo, generalmente compuesta por suero o por
azúcares, pero que se utiliza como control en un ensayo clínico y es capaz de
provocar (por el convencimiento psicológico del individuo que lo consume) efectos
positivos en pacientes que creen estar tomando una medicina de verdad. La
mejoría e incluso la curación depende de la enfermedad, de la capacidad de
sugestión que tenga el médico que facilita el placebo y, sobre todo, del poder
mental del propio enfermo. Pues bien, el nocebo es un placebo que busca el
efecto contrario: hacer enfermar o desequilibrar la salud de la persona que
cree estar siendo perjudicada por un elemento concreto aunque ese elemento
realmente no le afecte desde el punto de vista físico. Un reciente artículo en
la BBC contaba varios casos curiosos explicando cómo funciona.
Entre ellos, el de un médico de la universidad de Turín, Fabrizio
Benedetti, que decidió experimentar con un centenar de estudiantes a los que se
invitó a visitar los Alpes, con excursiones de más de 3.000 metros de altura.
Antes de partir, se entrevistó en privado con uno de los alumnos con el que
conversó sobre los problemas que generaba la falta de aire en lugares tan
elevados, incluyendo la aparición de fuertes migrañas y dolores de cabeza. El
médico exageró las posibles afecciones y el estudiante compartió la información
con otros miembros de su grupo. Al final, en torno a la cuarta parte de los
excursionistas conocía (y temía), en el momento del viaje, las severas advertencias
previas. Fueron precisamente los mismos alumnos que sufrieron
los peores dolores de cabeza y que en los exámenes de saliva que se les
practicó mostraron una proliferación especial de enzimas asociadas a las
jaquecas. La conclusión de Benedetti fue clara: los individuos que habían
resultado “afectados socialmente” cambiaron, sin desearlo, la bioquímica de su
cerebro y se hicieron daño a sí mismos. Éste doctor también ha escaneado cerebros de individuos sometidos a nocebos para comprobar que
este tipo de sugestiones activan el hipotálamo así como las áreas de las
glándulas pituitaria y suprarrenal que se encargan de hacer reaccionar el
cuerpo ante amenazas externas contra el mismo.
Benedetti no es una rara avis. Dimos Mitsikostas, del Hospital
Naval de Atenas, en Grecia, explicaba también en el mismo artículo cómo las
respuestas psicológicas al nocebo producen erupciones en la piel o alteraciones
en los exámenes fisiológicos, por ejemplo disparando los niveles de las enzimas
del hígado, aunque la persona estudiada no haya tomado nada extraño. Simplemente,
basta con que ella crea que lo ha tomado, para que el cuerpo reaccione. Aparece también un caso planteado por un
médico llamado Roy Reeves que, estando en urgencias, se enfrentó al problema de un
hombre que, en plena depresión, se había tomado un frasco completo de pastillas
con la intención de suicidarse. En lugar de morir de inmediato (o caer en un
sopor previo a la muerte), el tipo se arrepintió de lo que había hecho y se fue
corriendo al hospital para ser sometido a un lavado de estómago. Llegó en
condiciones en apariencia realmente graves y Reeves pudo temer por su vida…,
pero los análisis de droga que le hicieron con urgencia no mostraban ni rastro
de la droga. ¿Dónde había ido a parar? Mientras estaba en observación, apareció
otro médico, quien informó a Reeves de que el hombre estaba participando en el
ensayo de un medicamento y que el frasco de pastillas que se había tomado en
realidad no era de tales sino de inofensivas tabletas de azúcar. Cuando ambos
médicos fueron a ver al paciente y se lo comunicaron, éste se recuperó con suma
rapidez.
Casos como éstos vienen a probar lo que los practicantes de la
hipnosis (por no hablar de brujos y hechiceros) conocen desde hace siglos,
probablemente milenios: basta con creer que algo es posible, para que ese algo
se manifieste ante nosotros de alguna forma en cuanto tenga oportunidad, aunque
sólo exista en nuestra imaginación. Desde ese punto de vista, las alertas sanitarias funcionan por sí
mismas como un peligro para la sociedad. Si los medios de comunicación empiezan
a repetir una y otra vez (con la ayuda de expertos muy serios que desgranan
los riesgos y problemas de cada enfermedad) que vamos a sufrir tal o cual
epidemia (desde la gripe A, hasta el ébola) con tales o cuales síntomas,
automáticamente se multiplican las posibilidades de que de verdad podamos ser
víctimas de ésa u otra dolencia, pues el miedo hará que nuestra principal
defensa sanitaria, es decir nuestro sistema inmunológico, caiga en picado.
Cualquier virus maligno que nos ronde en ese momento, y que en circunstancias
normales no hubiera tenido oportunidad de infectarnos por la fortaleza de
nuestras defensas naturales, tendrá la puerta abierta para entrar hasta el
fondo.
Ahora, sólo falta dar un paso más allá y comprobar que el miedo no
es la única forma de desestabilizarnos y autosabotear nuestro sistema
inmunológico. Otras emociones negativas como la culpa, la ira, la envidia o el
odio actúan de la misma manera. Es muy fácil establecer la relación entre ambos
sucesos si somos lo suficientemente observadores. Todos los grandes líderes
espirituales de la Historia han insistido siempre en la necesidad de practicar
el autocontrol y el dominio sobre uno mismo, así como en fomentar virtudes como
la bondad, la alegría o el sentido del humor. No es un asunto de “ser buenos”
para “entrar en el cielo” sino de saber situarse a uno mismo en la posición
correcta para no ser golpeado por la enfermedad y otros peligros del gran campo
de juegos en el que correteamos a diario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario