Pocas cosas hay que me fastidien más en la vida corriente que relacionarme con máquinas. Todavía recuerdo el tiempo en el que iba a la gasolinera a llenar el depósito de combustible del coche y había un señor encargado de ello (que de paso te limpiaba el parabrisas o te inflaba una rueda si iba baja de aire) en lugar de tener que lidiar uno con el fría y desagradable dispensador de gasolina. O cuando llamaba por teléfono a una oficina cualquiera y me respondía una voz humana al otro lado, no una grabación como las actuales, con la misión de "orientar" a quien llama (incluso me acuerdo de cuando atendía una llamada y me encontraba con un vendedor que trataba de aturdirme con su palabrería para que acabara dando el visto bueno a sus productos, no como en la actualidad cuando suena el teléfono, lo descuelgas y al otro lado te encuentras una grabación contándote las excelencias de tal o cual basura de producto). O cuando iba a un banco y me atendía una persona a la hora de revisar mis cuentas y aceptar mis ingresos o pagar mis requerimientos de efectivo, en vez de enfrentarme a una pantalla con la que me relaciono tocando teclas y cuyo programa está preparado para despedirse, al terminar la transacción, con un saludo pretendidamente cariñoso.
A tenor de lo que veo a mi alrededor, debo ser de las pocas personas que quedan por aquí que odian (cordialmente, eso sí) relacionarse con las máquinas y prefieren hacerlo con seres humanos, porque a la inmensa mayoría de gentes que conozco les fascina, incluso les apasiona, estar todo el día enganchadas con alguna de ellas. Es muy difícil escapar a su influjo. Los teléfonos son "inteligentes", los coches son "inteligentes", las ciudades son "inteligentes"... Todo es inteligente salvo, según parece, el homo sapiens que deposita cada vez más alegremente su destino en manos de circuitos integrados y chips miniaturizados y que está empeñado en crear lo que pomposamente ha bautizado como Inteligencia Artificial, a pesar de que pensadores y creadores vienen advirtiéndole desde hace ya mucho tiempo de lo que sucederá el día en el que las máquinas aprendan a pensar por sí mismas. Lo hemos visto en tantas películas de Ciencia Ficción, en las que un puñado de desesperados seres humanos tratan de luchar contra el creciente y prácticamente indestructible imperio de lo mecánico. Y lo que sucederá, por muchas leyes robóticas asimovianas que se les inserte a las futuras máquinas androides en cuyos proyectos se derrocha hoy tanto dinero y tanto talento, es que las máquinas destruirán al hombre. No por maldad, ni por envidia, ni por ambición..., ni siquiera por error. Lo destruirán porque no es rentable.
Un aperitivo claro de lo que nos espera si seguimos por el mismo camino es lo que de hecho está sucediendo ya en los mercados bursátiles de todo el mundo, donde las máquinas mandan. No entraremos ahora a considerar el hecho de que la Bolsa fue uno de los grandes inventos modernos de los Amos para controlar y deteriorar a placer la economía real a través de la finanza. Sólo quiero recordar que la imagen clásica de los inversores con chistera o con manguitos pujando todos juntos por comprar o vender determinadas acciones antes que sus colegas para conseguir un buen negocio hace tiempo que pasó a la Historia. Sigue habiendo agentes de Bolsa, brokers (entre paréntesis, ¿no resulta particularmente gracioso que la forma de denominar a estos manipuladores de dinero irreal en inglés sea tan similar a diversos tiempos verbales relacionados con el verbo to break, que en español se traduce por romper, destrozar o hacer pedazos?), pero las grandes operaciones financieras, las que arrojan muchos millones de beneficios, las manejan unos programas específicos de ordenador muy sensibles a los altibajos del mercado. Estos programas están diseñados precisamente para detectar las tendencias de fondo y reaccionar en milésimas de segundo comprando o vendiendo en un instante, empleando para ello exclusivamente criterios de rentabilidad. De esta forma, antes de que un corredor de bolsa humano se dé cuenta de la oportunidad que ofrece tal o cual valor y decida invertir en él una cantidad concreta, la máquina ya habrá hecho y deshecho a su antojo.
Pensemos lo que eso significa dentro del perverso modo de actuar de la Bolsa, donde a menudo se compra o se vende no en función del valor o la productividad reales de la empresa cuyas acciones se manejan, sino de lo que los compradores y venderos esperan que pueda suceder con ella según las creencias o rumores del momento, de forma que una compañía puede trabajar de manera normal con un futuro razonablemente asegurado e incluso con previsión de exitoso y aún así ser hundida por completo en cuestión de horas si se produce una crisis de credibilidad respecto a su evolución. Aún más, pensemos en el valor de los bonos expedidos por compañías o incluso países en apuros, que están intentando resolver una mala racha y podrían contar con la esperanza de no ser masacrados por los inversores bursátiles humanos (esperanza corta de todas formas..., no en vano uno de los calificativos más utilizados para brokers es el de tiburones). Éstos podrían llegar a considerar otros aspectos más allá de la simple pérdida o ganancia del dinero, pero las máquinas no. Para ellas, es una fría cuestión de más o menos. Pueden hundir cualquier institución sin importarles lo más mínimo las consecuencias, sólo por ganar un puñado de dólares.
Un ejemplo de ficción, pero muy gráfico igualmente, de los riesgos de entregarse a las máquinas por su "perfección superior al hombre" lo tenemos en la película Robocop, dirigida en 1987 por Paul Verhoeven y cuyo éxito generó varias secuelas cinematográficas, televisivas y de historietas. Los robots policiales, como bien se muestra aquí, son incapaces de diferenciar entre el cumplimiento de la ley y su infracción en un sinnúmero de situaciones que no son blanco ni negro, sino que se pierden en el inmenso campo del gris. Por ejemplo, un niño de tres años pisa la hierba de un parque en un sitio donde hay un cartel bien grande indicando que no se puede pisar. Un policía humano entenderá que es un niño sin entendimiento suficiente y lo que hará a lo sumo es llamar la atención a sus padres para que estén más pendientes de él. Un policía robot podría detener al niño, porque sólo ve a alguien que no está cumpliendo con la normativa vigente.
Retomando la idea antes planteada, el día en el que las máquinas tengan poder suficiente como para reconocerse a sí mismas, repararse y antoconstruirse y en general funcionar por sí mismas sin necesidad de supervisión humana, ese día, será el definitivo principio del fin. Porque ya no será más que cuestión de (poco) tiempo que la inteligencia robótica analice, compare y resuma la actividad humana para llegar a la conclusión de que no es una especie digna de conservar. ¿Para qué, si las máquinas pueden hacer mucho mejor y más rápido que ella las actividades de la civilización?
A pesar de ello, periódicamente recibimos informaciones acerca de los últimos adelantos en robótica o en el diseño de androides cada vez más parecidos a los humanos. Por ejemplo, hace unos días, unos grandes almacenes de Tokyo, la capital japonesa, presentaban a Aiko Chihira, una dependiente robot de aspecto humanoide desarrollada por Toshiba, encargada de trabajar como recepcionista con su kimono y todo saludando a los clientes a su llegada. Habla japonés, verbalmente y por signos, pero puede ser preparada para expresarse en otros idiomas. La idea es que vaya asumiendo poco a poco nuevas responsabilidades y seguramente acabará sustituyendo a los vendedores. El público que ha tenido oportunidad de interactuar con esta máquina se declara "asombrado", "emocionado" y "deseoso de conocer lo que vendrá después de esto" sin percatarse de lo espantoso de esta noticia. ¿De verdad es tan deseable sustituir a los seres humanos por máquinas? Los nipones parecen víctimas propiciatorias para introducir este tipo de máquinas en nuestra sociedad. El año pasado, Nestlé también anunció que introduciría a su propio robot humanoide diseñado por Softbank, Pepper, en las tiendas de menaje de este país para que ayudara a vender cafeteras...
Aún más terrible que someternos al imperio de las máquinas, es destruirnos a nosotros mismos hibridándonos con ellas. Sin embargo, la mayoría de la gente ve esta posibilidad como algo útil o incluso divertido y por supuesto recomendable. Uno de los últimos desnortados que va por ahí haciendo publicidad de qué-guay-es-ser-un-androide es un tipo llamado Seth Wahle, ingeniero de APA Wireless y experto en seguridad, que se ha implantado un chip NFC entre el pulgar y el índice de su mano izquierda. El chip tiene la particularidad de poder conectarse con teléfonos móviles que lleven un sistema Android. Si el usuario de uno de ellos acepta su petición de conexión, el chip le instala un fichero que permite a Whale acceder a las opciones del teléfono "inteligente" desde su propio ordenador; es decir, le permite hackearlo. Es más, el chip es indetectable por todos los sistemas de seguridad que existen hoy por hoy y sólo se puede confirmar su existencia mediante una radiografía de la mano de Whale. Pero hay muchos más "visionarios" deseando experimentar consigo mismos mientras preparan el terreno hacia la posibilidad de la perfecta dictadura mundial que supondría la obligación futura de que todos nos insertáramos chips similares bajo nuestra piel con la eterna excusa de la seguridad y la eficacia. Algunos son tan indefinibles, como el "artista" Anthony Antonellis que se implantó un chip RFID en la mano para mostrar la posibilidad de los "tatuajes digitales". Su implante contiene sólo una imagen en formato GIF, que se puede ver únicamente cuando se le acerca un "smartphone".
Y ya puestos a mecanizarnos por completo, qué decir del proyecto SenseX, anunciado en un reciente congreso de Corea por un equipo de la Universidad británica de Sussex, según el cual las emociones humanas pueden ser ¡transferidas! por medio de una tecnología ultraháptica, sin necesidad de contacto físico. Se trata de unos dispositivos que estimula zonas concretas de la mano a través de la proyección de ráfagas de aire, con lo que se consigue transmitir sentimientos como la felicidad, el miedo o la tristeza. Por ejemplo, la estimulación moderada de la parte externa de la palma y la zona alrededor del dedo meñique genera pena y pesar. Tan bien funciona que la responsable del equipo, Marianna Obrist, ha recibido un millón de libras esterlinas del Consejo Europeo de Investigación para ampliar sus trabajos a los sentidos del gusto y el olfato, además del tacto, durante los próximos cinco años. Según Obrist, a no mucho tardar será posible diseñar experiencias "verdaderamente atractivas y multifacéticas" a través de medios tecnológicos que evocarán sensaciones a través de los sentidos.
¿Por qué al homo sapiens le gusta tanto las máquinas?
Acaso (como bien explicara hace tiempo en la Universidad de Dios mi tutor el Gran Thoth) porque después de todo no es más que una máquina él mismo. Un robot de carbono, dentro del cual el ser humano real se adormece y sólo despierta poco antes de que aparezca en su pantalla el cartelito de Game Over.
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