En estos tiempos en los que la corrupción se ha convertido en una palabra de moda y el mundo parece dividirse entre esos tipejos corruptos que podríamos definir como unos miserables-despreciables-y-sinvergüenzas-partidarios-de-una-ideología-contraria-a-la-mía y los seres humanos nobles-honestos-e-incluso-puros-que-piensan-como-yo, hemos conocido un estudio curioso que, como suele suceder en estos casos, ha pasado inadvertido entre la jungla de noticias clónicas que nos sepultan a diario. Lo ha publicado la revista Nature Neuroscience y demuestra que las mentirijillas no son tan "inocentes" como nos gusta pensar (porque así justificamos el hecho de decirlas todos los días). Un equipo de investigadores del University College londinense ha llegado a la conclusión de que las mentiras consideradas como de pequeña importancia y, en general, cualquier acto de deshonestidad en beneficio propio que es repetido con frecuencia acaba afectando a nuestra percepción de la moral..., y deteriorándola. Con el tiempo, los engaños en principio sin gran trascendencia acaban derivando en "actos de notable deshonestidad".
Es una conclusión lógica que no debería extrañar a nadie y a la que de hecho seguro que ya había llegado previamente cualquiera que tuviera dos dedos de frente y se hubiera parado a pensar sobre ello, puesto que sucede igual con casi cualquier comportamiento humano. Pensemos por ejemplo en un borracho. Pero uno de los de verdad, no de los que, como se dice ahora, "desfasan" en una noche puntual, porque los borrachos reales no se convierten en tales de la noche a la mañana sino que son el fruto de muchos días de alcohol con un consumo progresivo a medida que pasa el tiempo. Por desgracia, la descreída y enceguecida sociedad contemporánea está en un punto en el que necesita que aparezca un grupo de serios señores científicos para aceptar lo obvio y empezar, tal vez, a reflexionar sobre ello.
Respecto al estudio, se basa en la importancia de la amígdala, una zona del cerebro que se considera responsable de las reacciones emocionales y está relacionada con la moral y la honestidad..., o la falta de ellas. Los investigadores británicos trabajaron con un total de 80 adultos a cada uno de los cuales les plantearon un juego muy simple: tenían que decir a otras personas que colaboraban en las pruebas cuánto dinero había dentro de una jarra llena de monedas y podían decir la verdad o no. Los colaboradores no veían la cantidad de monedas que había y por tanto debían fiarse de lo que les dijeran. En función de si eran honestos o no, los sujetos del experimento podrían beneficiarse quedándose con parte o incluso con todo el dinero, o bien dejar que fueran los colaboradores quienes se lo quedaran. Resultó que cuantas más veces se repetía la prueba, más posibilidades había de que los sujetos no dijeran la verdad, para no tener que repartir tanto dinero o incluso para quedárselo todo cada vez que se sometían al experimento.
La actividad cerebral de los participantes fue examinada además con la ayuda de resonancias magnéticas, lo que sirvió para demostrar que el nivel de agilidad de sus amígdalas respectivas disminuía con la repetición de las pruebas. Es decir: en cada una de las ocasiones en que se volvieron a someter al jueguecito, la respuesta emocional en los sujetos ante sus comportamientos deshonestos fue menor. Cada vez tenían menos remordimientos a la hora de engañar a los colaboradores, hasta que a partir de cierto momento ya les daba exactamente igual.
La experiencia demostró que los pequeños actos de inmoralidad son la puerta hacia los más grandes por el sencillo motivo de que el cerebro es moldeable, existe una plasticidad neuronal que puede ser trabajada (que, de hecho, trabajamos inconscientemente a diario) de forma que cambie radicalmente nuestra percepción de cómo deben ser las cosas. Esta plasticidad es la causa de que se creen muchos mecanismos que nos controlan sin que nos demos cuenta. Por ejemplo, si nos aprendemos un camino para ir desde nuestra casa a nuestro trabajo y lo usamos un número concreto de veces tenderemos a usarlo siempre, en lugar de buscar opciones diferentes que puedan, incluso, resultar más beneficiosas. Hay una parte muy interesante en todo esto y es que igual que se puede modelar de forma inconsciente el cerebro, también podemos tomar la iniciativa y modelarlo de forma consciente..., pero casi nadie lo hace porque ello requiere sostener en el tiempo una serie de virtudes como la voluntad, la capacidad de esfuerzo y la perseverancia, de las cuales carece la gran mayoría de la población aunque se jacte de lo contrario.
Los científicos del University College han precisado que el deterioro emocional que conduce al progreso de la deshonestidad se produce sólo en el caso de que las mentirijillas tengan motivaciones egoístas como en este experimento, mientras que si guardan relación con otro tipo de causas como la compasión o el deseo de ayudar, los niveles de actividad de la amígdala se mantienen y por tanto la sensibilidad no se ve afectada. Este último detalle no termina de convencerme. Un acto deshonesto es un acto deshonesto, se justifique de una manera u otra. Por su propia naturaleza, choca contra la realidad, la niega y trata de remodelarla al gusto personal, lo cual nunca puede terminar bien. Moverse en un mundo de fantasía funciona..., si uno es un personaje fantástico. Pero si uno es real, cuanto más tiempo permanezca entre fantasías mayor número de boletos acumula para encontrarse con el desastre, con independencia de que existan buenas intenciones de partida. Seguramente muchas de las personas que ayudaron a hacer realidad la Revolución Francesa lo hicieron movidas por un teórico afán de justicia y libertad, pero este momento histórico (todavía hoy inexplicablemente asociado a algo muy positivo) degeneró casi desde el principio en violencia, venganza, hambre y caos. Lo que hoy conocemos como la época del Terror.
En todo caso, el experimento británico viene a apoyar alguna idea sobre la que hemos escrito reiteradamente por aquí, en el sentido de que la corrupción no se basa en la cantidad sino en la calidad. Por más que se escandalicen algunas personas que conozco cuando digo esto, insisto en que no hay tanta diferencia entre el político corrupto que se embolsa millones de euros que no son suyos aprovechando su situación de poder y el ciudadano anónimo que se lleva a su casa los artículos de escritorio que su empresa le facilita sólo para trabajar en su oficina. Es cierto que la gradación es muy diferente, pero la actitud de rapiña es la misma. Si una persona no tiene empacho en apoderarse de pequeñas cosas que no son suyas, con mayor razón tenderá a hacer lo mismo cuando la tentación incluya objetos de mayor valor. Ser, además, un buen mentiroso, aunque en un primer momento sólo se empleen mentirijillas, ayuda a corromperse con mayor rapidez.
Por cierto que ya en marzo de 2015 conocimos otra experiencia, esta vez desarrollada por científicos de la Universidad Jaime I de Castellón y publicada por Frontiers in behavioral neuroscience, que certificó cuál es la causa de mayor estrés cuando a alguien se le propone un soborno. Según sus conclusiones, no se trata de la ética, como en principio podría pensarse, sino de algo menos elaborado: la situación económica. Esto es, si rechazar el soborno va en contra de los intereses financieros personales, produce mayor nivel de estrés rechazarlo que, finalmente, aceptarlo.
El experimento partía de la base de una subasta ficticia de una obra en la que dos empresarios de distintas compañías tenían la posibilidad de sobornar al político encargado de la adjudicación para quedarse con ella. Los sujetos de experimentación fueron conectados a un polígrafo para medir tanto los tiempos de respuesta como los niveles de ansiedad y gracias a este aparato fue posible detectar que a muchos de ellos les generaba mayor ansiedad el no aceptar su capacidad para sobornar al político (e ir en contra de los intereses de su propia empresa) que el "untarle" y garantizarse así el trabajo. Los científicos también comprobaron qu la amenaza de un castigo, aun con pocas posibilidades de ser "pillado", frenaba la opción de la corrupción. Actuar en función de si hay o no un castigo, en lugar de hacerlo por razones puramente morales, habla bastante acerca del grado de inmadurez de alguien.
Personalmente, he tenido oportunidad de ver (e incluso padecer) de cerca el proceso de degeneración moral de varias personas de este tipo. Recuerdo a una en concreto, instalada en un puesto de poder en el trabajo, que podía considerarse una mentirosa compulsiva. Empezó poco a poco, tal como explica el experimento, con pequeños engaños destinados supuestamente a evitar conflictos laborales (en realidad, a no asumir sus propias responsabilidades). Con el tiempo, engañaba a todo el mundo en todas partes. Era más fuerte que él: podía contarte una cosa en un despacho y, diez minutos después, en medio de la redacción, contarte exactamente la contraria, empleando en ambos casos la misma cara de persona que en teoría te dice la verdad. Sin embargo, esta actitud terminó rápidamente con su prestigio personal pues todos los que le trataron descubrieron enseguida su doble, triple o cuádruple juego. La realidad es una y, si nos limitamos a contarla, siempre tendremos una sola y la misma versión de lo sucedido. Pero si empleamos varias versiones diferentes según la persona que tengamos delante o el momento de la relación con esa misma persona, inevitablemente desembocaremos en la confusión: llega un instante en el que no sabremos qué hemos contado a quién y caeremos en la contradicción. La sabiduría popular advierte de que "se pilla antes a un mentiroso que a un cojo".
No sólo eso: cuando uno vive convencido de que es de color blanco (independientemente de que lo sea en realidad), tiende a ver al que opina distinto con el color negro (aunque tampoco lo sea). O, lo que es lo mismo, un mentiroso A suele percibir a B, que dice la verdad, como si B fuera el mentiroso, ya que dice cosas distintas. Así, el engaño a uno mismo es el terrible autocastigo que se impone el deshonesto. Tal fue el caso de la persona a la que me refiero en el párrafo anterior, quien terminó amargada y con una fortísima vivencia de fracaso vital, encerrada en un "mundo paralelo" en el que nunca nada le salía bien: ni en su trabajo, ni en sus relaciones, ni en su familia ni en sus proyectos personales. Como si una "mano negra" se encargara de zancadillearle constantemente. Pero es que no podía ser de otra manera, ya que actuaba como el excursionista que, en lugar de tomar referencias reales de la senda que iba recorriendo -un río aquí, un poste indicador allá, una montaña en ese otro lado...- directamente se las inventaba -allí debería haber un río, un poste o una montaña..., pero no había nada de eso en ningún parte-, con lo que acabó por perderse en el camino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario