Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 23 de diciembre de 2016

La sabiduría de los ancestros

Leo muchos libros al año, de todo tipo, aunque cada vez me concentro más en los textos de no ficción. Tengo el cerebro ya tan saturado de argumentos que me resulta complicado a estas alturas gozar de un relato que no ofrezca nada más que entretenimiento, por muy bien que esté escrito y por mucho entretenimiento que pueda proporcionarme. La mayor parte de mis lecturas preferidas a estas alturas son las antologías de cuentos e historias populares, de refranes, de relatos "para niños", de textos mitológicos e incluso religiosos de la antigüedad... Cuando voy de viaje a algún sitio disfruto mucho escuchando a la gente del lugar acerca de sus tradiciones, sus costumbres, sus dioses y sus santos, que se remontan en el tiempo hasta épocas indeterminadas. Y es que, aunque muchos homo sapiens desprecian este tipo de cuentos por considerarlos anticuados, ingenuos y hasta aburridos, existe una sabiduría profunda (y muy útil para la vida actual) acumulada en ellos, destilada por el paso del tiempo y embellecida por la comprensión de lo que se está contando por parte de sucesivas generaciones de narradores.

Los ancestros me han enseñado la mayor parte de las cosas importantes que hoy sé. Hablan, aunque estén muertos, porque en el peor de los casos sólo han desaparecido físicamente y la huella de su presencia puede ser percibida no sólo en las obras que dejaron escritas o esculpidas o talladas sino en el aire que respiramos hoy, que no es sino el mismo que ellos ya respiraron hace tanto tiempo. Por no citar la fuerza de la sangre. En ese debate moderno entre qué es más importante, si la herencia que a uno le confiere ciertos linajes contenidos en su líquido vital o el condicionamiento recibido por la educación y la cultura, la respuesta siempre me ha parecido evidente, por más que los adoradores del razonamiento acartonado y la ciencia robótica impongan hoy sus opiniones como supuestas verdades incontestables.

Los ancestros, digo, hablan. Sólo desean ser escuchados, que se recuerden sus glorias y que sean motivo de inspiración para animar a sus descendientes a superarlas y así enaltecer a toda la estirpe. Quieren también advertir de los errores que cometieron a quienes vienen después que ellos para evitarles ese sufrimiento, aunque temen -saben- que una de las tareas más difíciles del mundo es aprender en cabeza ajena. Hay ¡precisamente! un cuento que lo explica muy bien: aquél que habla del hombre que se marchó a meditar al desierto y tras permanecer en él en completa soledad durante cuarenta años obtuvo la iluminación. Cuando regresó a la civilización, hablaba con justicia y amor acerca de los misterios de la naturaleza y el ser humano. Muchos le pedían consejo y él les daba las mejores recomendaciones y sugerencias. Entonces un impetuoso joven logró abrirse paso entre la multitud que se agolpaba a su paso, se plantó delante de él, le aferró de los hombros y le preguntó a bocajarro: ¿Qué es la vida? Explícamelo en pocas palabras. El hombre iluminado le miró compasivo (estoy seguro de que en ese momento reflexionó acerca del enorme egocentrismo y la fenomenal ignorancia de tantos homo sapiens que imaginan que es posible reducir una vida de estudios a un titular de prensa, sobre todo cuando se trata de explicar qué estamos haciendo en este mundo) y le contestó de inmediato: La vida es una fuente. El joven, decepcionado, le preguntó entonces: ¿Una fuente? ¿Estás seguro de que es una fuente? Y el iluminado zanjó la cuestión de la única forma posible: Bueno..., si no te parece bien, entonces no es una fuente.

En esta época en apariencia tan convulsa, aunque tengo para mí que tampoco es mucho más ni mucho menos convulsa de la que vivieron estos ancestros, al pensador poco habitual siempre le termina surgiendo la misma duda: ¿por qué, si existe un Dios con mayúscula, hay tanto sufrimiento en el mundo? ¿Por qué la guerra, la tortura, la pederastia, los abusos, el crimen, la miseria, la enfermedad..., todo lo malo y lo terrible? ¿Por qué tantas pruebas y tan seguidas? Y las almas débiles acaban llegando siempre a la misma conclusión: nada tiene sentido, no existe un Dios, ni siquiera un grupo de diosecillos con ínfulas, la existencia es un absurdo..., y otras tonterías semejantes.

Bien, pues hay otra historia popular (hay una para cada cuestión, me parece) que ilustra lo que sucede. Está basada en un relato previo de amor místico, de origen sufí, muy popular en la antigüedad en varios países de Oriente Medio. En su origen, la leyenda habla del amor desesperado de un joven poeta árabe llamado Qais por la hermosa Leila, que pertenece a una familia rival y con la cual no puede desposarse pese a la mutua pasión que se profesan. Una especie de Romeo y Julieta, pero con vestimentas beduinas. Las peripecias de la pareja, que nunca logra consumar su ansia de unión, enloquecen a Qais, quien acaba siendo apodado Majnun (en árabe, significa loco o poseído) y termina sus días perdido y errante, desequilibrado por su afecto no consumado.

La historia popular a la que aludía retoma el tema cuando un poderoso califa, seducido por la penosa relación de Leila y Qais, manda buscar a la mujer y que se la lleven a su palacio de Bagdad para ver si realmente posee una belleza tan perturbadora. Cuando se la presentan, la hace sentarse ante él y después permanece durante mucho tiempo observándola con detenimiento. Tras estudiarla obsesivamente hasta el punto de que si cierra los ojos llega a ser capaz de recordar cada rasgo de su cara y de su cuerpo, dice al fin:

- Estoy muy sorprendido, yo diría que asombrado, pues había oído contar muchas maravillas sobre tu hermosura, tu delicadeza, tus encantos... Pero por más que te miro, no entiendo cómo alguien puede llegar a considerarte la mujer más bella del mundo.

La mujer esboza una sonrisa cansada y comprensiva. Y responde:

- Soy la misma Leila que enamoró a Qais y le convirtió en Majnun. Pero tú no tienes sus ojos.

Y así sucede que tantas personas escrutan, analizan, este mundo y sus aparentes injusticias y su supuestamente absurda evolución..., pero lo hacen con ojos corrientes y sin perspectiva. Ojos legañosos, velados, casi ciegos, pues no han enloquecido previamente de amor místico, no se han convertido en Majnun (y quizá nunca puedan hacerlo) y por tanto carecen de la mirada interior que permite ir más allá de las apariencias y comprender la verdad oculta detrás de los deslumbrantes pero vacuos ropajes con que cada día a todas horas nos distrae la existencia.

Nada es lo que parece. Pocas actitudes hay más necias que creer sin más en lo que nuestros sentidos nos muestran en primera instancia, en lo que ¿nuestro? cerebro nos dicta que es lo lógico y que debe ser, porque salirse del camino trazado nos conduciría al caos y la destrucción. Pero la sabiduría y, con ella, el sentido de la vida, no se alcanzan permaneciendo cómodamente sentado en el sofá ni con un horario "conciliador con la vida familiar".  Joseph Campbell, que habló de estas cosas desde un punto de vista racional, casi científico, dijo en cierta ocasión que "la imagen interior del hombre no debe confundirse con su atuendo" y que, desde luego, "nadie puede ser creativo a menos que deje atrás lo limitado, lo fijado, todas las reglas".

Sí, hay una Razón. No estamos en medio de la nada. Todo lo que sucede en el mundo es por algo. Absolutamente todo. El azar es una denominación que usamos para un concepto que en realidad no existe, con el cual justificamos nuestra ignorancia. Y la aventura para desvelar a Isis es lo más bonito (y lo más productivo) a que se puede dedicar un ser humano en este parque de atracciones llamado planeta Tierra.


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Un año más, hemos llegado a Yule, al solsticio invernal, y marcho gozoso unos días de vuelta a Walhalla. Volveré a este plano, y a esta bitácora, el próximo mes de enero...














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