El caballero de la armadura dorada irrumpió en el sombrío pedregal a lomos de su poderoso corcel, con la espada desenvainada en una mano y las riendas de su montura en la otra, con el gesto heroico y duro, su melena bien cuidada al viento, la capa tremolando a su espalda. En verdad se mostraba brillante e imponente como un dios.
La princesa yacía en el suelo, gimoteante y semidesnuda, porque el orco le había arrancado la mayor parte de su precioso vestido azul celeste, el mismo que llevaba en el baile de palacio, de donde la había raptado hacía apenas unas horas. Las joyas de la hermosa joven, incluyendo su diadema, estaban desparramadas, rotas en mil pedazos por la furia de aquel ser, que ansiaba satisfacer su lujuria.
- ¡No la toques ni un pelo de la cabeza! -advirtió, desmontando con agilidad y acercándose a grandes zancadas.
El orco levantó la vista y le miró con intensidad. El caballero se plantó ante él, interponiéndose entre el monstruo y la chica, y sentenció, con tono viril:
- Es a mí a quien buscas...
El orco miró a la princesa, que sollozaba temblorosa, con su carne magullada y herida, el rostro descompuesto con el maquillaje estropeado y el peinado revuelto... Había perdido el aspecto angelical de primera hora. Luego volvió a mirar al caballero, fuerte, intrépido, bien musculado y mejor plantado, impecable de aspecto, francamente épico.
- Tienes toda la razón.
Y el orco y el caballero se fundieron en un beso apasionado ante el estupor de la princesa.
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