Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 13 de octubre de 2017

Arcontes


En su lecho de muerte, el hombre contemplaba angustiado a su esposa, mientras ella trataba de contener las lágrimas, sin saber cómo aliviarle. Él ya no sentía dolor en la herida. O no sólo allí. La infección, y con ella el dolor agudo, se había extendido tanto que le oprimía casi en cualquier otra parte de su cuerpo mucho más que en el muñón. Cerró los ojos, como si al dejar de contemplar el mundo éste pudiera desaparecer y él lograra adquirir por fin un poco de paz. No le quedaba mucho. No le gustaba la idea de morir, pero su vida no había sido ningún camino de rosas y pensaba que, si existía un Dios al que dirigirse, pronto podría echarle en cara que le hubiera hecho sufrir tanto. Podría preguntarle qué sentido había tenido todo aquello: tanta hambre, tantos golpes, tantas humillaciones, tanto miedo, tanta incertidumbre, tantos esfuerzos vanos, tanta falta de amor. 

¿Qué se llevaría él de todo eso? ¿Para qué había servido la experiencia de su vida?

Había nacido y crecido pobre, en una familia de escasos recursos que vivía en una población olvidada de todos y donde podía disfrutar de pocas alegrías. Durante muchos años, su único horizonte había sido la labor en el campo. Siempre a rebufo de lo que el tiempo, caprichoso, quisiera hacer con los que se dejaban los lomos en la labranza. Incluso en los mejores años de cosecha, todo el trabajo de la temporada podía perderse de un día para otro por culpa de una inesperada visita del granizo o las lluvias torrenciales. A veces tenía que encargarse de los animales. No podía encariñarse con ninguno de ellos. Incluso en los años buenos para el ganado era bastante común que apareciera una partida de bandoleros o un recaudador de impuestos agobiado por sus superiores ante las necesidades siempre inagotables de la administración y dispuesto a requisar los animales que hiciera falta para cuadrar sus cuentas.

Mucho trabajo, poca comida, demasiados accidentes y enfermedades, nulas perspectivas de que el día a día cambiara en la comunidad...

Hasta que un día un hermano de su padre llegó de visita, con su uniforme colorido, sus armas impresionantes, su bolsa medio llena de dinero y sus palabras repletas de viajes y aventuras. Quiso irse con él casi de inmediato. Si alguien de la familia había logrado escapar de aquel pozo en el que llevaba toda la vida encerrado, él también podía hacerlo. Cuando le expresó su deseo a su padre, éste se negó en rotundo a quedarse sin dos brazos más en los trabajos de la granja y le dio una paliza. Por eso se escapó, siguiendo a su tío sin que éste se diera cuenta, cuando éste terminó su permiso y regresó con su ejército.

Se enroló sin pedir permiso a nadie y sin que tampoco le hicieran demasiadas preguntas: el imperio era grande y todos los hombres eran bienvenidos. Fue trasladado lejos de su tierra. En las filas militares encontró mejor atención y alimentación, además de formación, pero también aprendió lecciones duras acerca del rango y las exigencias para los soldados. Entró en guerra no mucho después y su bautismo de fuego fue muy común: terminó bañado en sangre ajena y orina propia, con los nervios destrozados, temblores en las manos, un horror inmenso en el alma y un enorme sentimiento de culpabilidad.

A partir de ahí, su vida no mejoró mucho más. De país en país, de guerra en guerra, de saqueo en saqueo. Mejoró como soldado y aprendió a matar cada vez más, cada vez mejor, hasta que llegó a ejercer su profesión sin sentir culpabilidad por ella, como si fuera el matarife que en su pueblo se dedicaba a degollar los cochinos. Aunque dejaron de impresionarle los muertos, el pozo que se abrió en su propio interior nunca volvió a cerrarse y por eso no le gustaba quedarse solo pues inevitablemente miraba hacia el agujero y contemplaba con espanto la posibilidad de caer en su interior. 

Tuvo amigos o, mejor dicho, camaradas. Al final, en una guerra terminas luchando no por tu bandera ni por tu rey, sino por los que están contigo, codo con codo, frente al enemigo. Por los que están empapados de barro y muertos de miedo como tú, aguardando la carga de los que están en frente. Por los que te echarán una mano si resbalas o te hieren, como tú harías con ellos. Por los que comparten tus raciones, tu munición, tu gloria y tu derrota.

Conoció a muchas mujeres, algunas apenas durante unas horas y contra su voluntad durante los permisos de saqueo de las ciudades enemigas, pero jamás encontró el amor con ninguna. Terminó por casarse con una de las barraganas que seguían al ejército. No era especialmente hermosa, ni por fuera ni por dentro, pero decidieron unirse en matrimonio porque congeniaban bien, tenían el mismo sentido del humor pleno de escepticismo y sarcasmos y se hacían mutua compañía especialmente en los días más duros de las campañas. 

Y su vida fue la del cereal, triturado una y otra vez por el molino de la existencia.

Hasta que aquella bala de cañón le arrancó la mayor parte de su pierna izquierda. Permaneció en el suelo lo que le pareció un tiempo muy largo, un período indefinido durante la mayor parte del cual perdió la conciencia, aunque no debió de estar mucho rato porque se habría desangrado y lograron rescatarle de primera línea. Le habría dolido menos si hubiera muerto entonces. La herida se le infectó y los días siguientes fueron terribles.

Con la frente brillante por el sudor y presa de fuertes temblores, abrió los ojos y miró a su esposa una última vez. "Qué vida más absurda, nada tiene sentido", pensó para sí una vez más, antes de maldecir a Dios. Cuando estuviera delante de Él, si es que realmente existía, le iba a decir cuatro cosas, hasta quedarse a gusto. De todas formas, con todos los crímenes que había cometido en las guerras del imperio ya estaba más que condenado al infierno, así que no temía contrariarle.

Finalmente expiró.




.......



- ¿Qué tal la experiencia? -preguntó el arconte manipulador, mientras terminaba de reanimar al arconte viajero de almas.

- ¡Fabuloso! ¡Me ha encantado! -contestó el viajero, todavía aturdido, luchando por recuperar su conciencia completa.

- ¿Es la primera vez que viaja a la Tierra? -se interesó el manipulador, masajeando al viajero tras ayudarle a incorporarse y quedar sentado.

- Sí, me habían hablado muy bien de esta experiencia pero no estaba muy convencido..., hasta ahora. No tiene nada que ver con los plácidos recorridos por mundos más desarrollados que llevo probando toda la vida. Se me hacían muy aburridos ya.

- Aquí es todo mucho más material.

- ¡Sí, deliciosamente primitivo! He experimentado un montón de cosas: el dolor, el sexo, el odio, la amistad, la rabia..., todo tipo de apetitos. ¡Hasta he tenido miedo! ¿Se da cuenta? ¡Miedo! Me siento completamente revitalizado.

- Los homo sapiens son muy animalescos todavía, muy poco desarrollados. Siempre se nos escapan algunos, es inevitable, pero en general se puede trabajar con casi todos. Y se les puede extraer casi el 100 por 100 del jugo de su experiencia. Si le gusta el miedo en especial, puedo recomendarle varios viajes concretos a otras épocas y lugares de la Tierra.

- Sí, por favor. 

- Bien -dijo el manipulador dando por terminado el masaje-, pues vístase y, cuando termine, venga a verme y reservamos una fecha para insertarle de nuevo. 










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