Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

lunes, 26 de marzo de 2012

Un cuento de fantasmas

No creo en ellos, pero me entretienen sobremanera los relatos de fantasmas. Sombras que susurran tu nombre a tus espaldas y, cuando te das la vuelta, no encuentras a nadie alrededor... Espectros descarnados que se reflejan sin previo aviso en el espejo y te dedican una mirada que surge del abismo...  Ánimas de aspecto triste y macilento que pasan a tu lado sin detenerse, levitando, y atraviesan la pared con inquietante facilidad...  

Deliciosos cuentos para pasar el rato.

 Todo el mundo conoce alguna historia de fantasmas, pero el que mejor las cuenta, con diferencia, es mi hermano William. En su opinión, no son más que las almas de personas muertas que no se portaron bien cuando vivían entre nosotros y cuya pena consiste en quedar encadenados entre dos planos sin poder abandonar éste ni acceder al otro hasta haber purgado sus pecados. 

El castigo, dice William, es el sufrimiento que les produce tener a su alcance todo aquello que desearon en vida pero sin llegar a poseerlo jamás. Así, el avaricioso puede penetrar en las cajas fuertes acorazadas de los bancos centrales para ver todo el oro allí acumulado, sin poder llevárselo, ni siquiera tocarlo. El lujurioso puede acceder a los cuartos privados de las mujeres más hermosas y asistir a sus momentos más íntimos, sin poder participar en ellos. El colérico puede presentarse ante aquéllos que le inspiran más ira por su comportamiento o su forma de ser en el momento justo en el que se encuentran más indefensos y le sería fácil atacarles, sin poder ponerles la mano encima. El suicida depresivo puede contemplar todas las maravillas, aventuras y placeres de la existencia a los cuales renunció de un plumazo al abandonarse en un instante a su desesperada autocompasión, pero sin llegar a disfrutarlas de ninguna forma...

Y así todo: un desgarrador quiero y no puedo.

Cada noche, William me cuenta historias verdaderamente horripilantes, desplegando tal panoplia de deslumbrantes y morbosos detalles sobre la desgraciada y desvaída existencia de los fantasmas que convierte la experiencia en una estimulante forma de recibir las primeras y oscuras horas del día siguiente, una vez finalizada la serie de doce campanadas de la medianoche en el viejo y ominoso reloj de pie en el salón del piso de abajo.

A menudo le digo que debería tomar pluma y papel del escritorio, sentarse a la mesa y escribir todos esos cuentos de fantasmas. Estoy convencido de que no tardaría en encontrar una editorial dispuesta a publicar un volumen con sus terroríficas historias. Pero cada vez que se lo comento sonríe con lánguida tristeza, se levanta y se marcha.

Pienso que su dejadez podría tener que ver con el hecho de que William murió atropellado por un coche de caballos hace ahora seis años.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario