Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 18 de diciembre de 2015

888 hijos

Vivimos tiempos ciertamente complicados, decadentes y con aroma a fin del mundo. Algo así debe ser a lo que los antiguos chinos se referían cuando lanzaban una maldición a sus enemigos deseándoles que vivieran “tiempos interesantes” (ya que los tiempos aburridos suelen ser, por su propia naturaleza, pacíficos en exceso), aunque para los antiguos indios era todo lo contrario: una gran oportunidad. En los libros sagrados del Hinduismo, se advertía a las generaciones futuras –entre ellas, especialmente a la actual- de que cuando llegara el Kali Yuga la vida de las gentes buenas y honorables sería poco menos que un infierno pero por ello mismo tendría mucho más mérito su trabajo espiritual y podrían avanzar en mucho menos tiempo el mismo camino que a los santos de la edad de oro les había costado siglos recorrer… En todo caso, el principal  problema radica en que la mayoría del personal sigue sin darse cuenta de que por terrible que pueda parecer la situación, en el fondo no deja de ser una impresión irreal, pasajera. El parque de atracciones por el que nos desplazamos está construido para nuestro aprendizaje, no para nuestro acongojamiento o nuestra diversión. Se pueden aprender muchas cosas tanto en una terrorífica montaña rusa como en un agradable paseo por el zoo.

Con el fin de desengrasar un poco los temores de algunos lectores hipnotizados por el mal ambiente que nos rodea (algunos de los cuales, residentes en España, incrementan aún más sus miedos e inquietudes pensando en los inciertos resultados de las elecciones del próximo domingo cuando, como bien decía un mensaje que leí hace unos días en Twitter al tratar la polémica sobre bipartidismo sí/bipartidismo no, “el aro se os había quedado pequeño y hemos optado por hacerlo más amplio para que sigáis entrando por él”), me referiré en este último artículo del año a un asunto que siempre me ha causado especial hilaridad: la creciente importancia de los Ig Nobel. Estos premios nacieron como una especie de broma, una parodia de los Nobel reales (aunque los propios Nobel se autoparodian a menudo) organizada por la revista Annals of Improbable Research que se entregan en la norteamericana Universidad de Harvard anualmente desde 1991. Su misma denominación responde a un juego de palabras entre ignoble (innoble, en español) y el mismo nombre de Nobel. La teoría es que estos reconocimientos estimulan el interés general por la ciencia y la tecnología, con humor e imaginación; además, sus creadores argumentan que algunos de los científicos homenajeados por su jurado fueron más tarde premiados también con el Nobel, como ocurrió con el físico ruso Andréi Gueim (en 2000, el premio humorístico y, en 2010, el premio serio). La práctica es que ofrecen una imagen surrealista y cuestionable de lo que dicen defender, porque todas las investigaciones premiadas son reales y la gran mayoría de ellas confirma que todos los años se tira a la basura una enorme cantidad de dinero y recursos que podrían orientarse hacia mejores fines.


Mejor que describir los Ig Nobel, es conocer directamente cuáles son sus galardones. Veamos, por ejemplo, el premio de Física de 2015, que se lo ha llevado un estudio del Instituto Tecnológico de Georgia (de la Georgia norteamericana) que ha empleado todo tipo de técnicas de análisis de videos y física de fluidos para elaborar esta reveladora conclusión: los mamíferos que pesan más de tres kilos invierten un tiempo similar cuando orinan, que es de 21 segundos. Según explicaba Patricia Yang, una de las científicas que han participado en este trabajo, “en la naturaleza, hay un solo sistema para los tamaños”, lo que parece confirmar el famoso aserto aquél sobre la limitada importancia del tamaño… ¿En cuanto a los animales de menos de 3 kilos? Pues llevan cada uno su ritmo, aseguran los firmantes del estudio. O eso parece, al menos hasta que otro equipo de esforzados investigadores llegue a otras conclusiones sobre este asunto tan trascendental…

Hay investigaciones más arriesgadas, como la de Michael L. Smith, de la Universidad de Cornell, también en Estados Unidos, que ha sido reconocido con el premio de Fisiología y Entomología por descubrir cuáles son los lugares del cuerpo humano donde más duele una picadura de abeja. Y, sí, aunque parezca increíble, el hombre se dejó picar por este tipo de insectos en 25 puntos diferentes de su propio cuerpo para poder decir luego que los mayores sufrimientos son en las fosas nasales, el labio superior y…, el pene. ¿También se dejó picar ahí? Como diría el doctor Frankenstein, la ciencia exige ciertos sacrificios… Ahora, que debió ser una decepción para él conocer que después de tanto sufrimiento debía compartir su premio con Justin Schmidt, del Instituto Biológico del Suroeste, quien elaboró un índice precisamente para medir el dolor que sienten las personas en función de las picaduras de los insectos. Y sin dejarse torturar. El caso es que ni los investigadores ni el jurado han tenido en cuenta que la percepción del dolor es muy subjetiva y que aunque a Smith le duela mucho la picadura en el pene, a lo mejor a su vecino de urbanización le hubiera dolido más una picadura en un pezón.

El de Biología resulta especialmente esclarecedor de lo que pueden dar de sí estos galardones. Lo ganó Bruno Grossi, de la Universidad de Chile, después de ocurrírsele una gran idea: atar un palo a la zona trasera de un pollo, como si fuera una larga cola, para observar a continuación cómo se desplazaba el ave. ¿Por qué? Pues porque se supone que de esta manera el pollo empieza a caminar como se supone que caminaban los dinosaurios hace millones de años. Este sucedido lo veo en una película, digamos, de aventuras y ambientada en el siglo XIX y me parecería muy simpático; pero saber que es algo real y que ha ocurrido este mismo año en una universidad y que encima le han dado un premio me deja ojiplático… Uno de los investigadores que participó en él explicaba que “no podemos comprobar cómo caminaba un tiranosaurio rex o cualquier otro terápodo, pero sí podemos hacerlo con un pollo”. Exactamente, hombre, exactamente.

La lista continúa. El premio de Química fue para Callum Ormonde, de la Universidad australiana del Oeste, por su receta para revertir el proceso químico que transforma un huevo líquido en un huevo hervido y por tanto sólido (todavía me pregunto quién y para qué querría volver a hacer líquido un huevo ya sólido). El de Medicina, para Hajime Kimata, de la clínica japonesa que lleva su nombre, y Jaroslava Durdiakova, de la Universidad Comenius de Eslovaquia que llegaron a la conclusión de que los besos apasionados y otras “actividades interpersonales e íntimas” eran beneficiosas para el ser humano (qué sorpresa, quién lo iba a decir…). El de Medicina diagnóstica, para unos investigadores británicos del Hospital Stoke Mandevile, que descubrieron una forma extravagante de diagnosticar apendicitis: las molestias de los pacientes cuando los vehículos en los que viajan marchan sobre los badenes de las calles (ni amortiguadores, ni nada). El de Economía fue para la policía metropolitana de Bangkok, la capital tailandesa, por ofrecer remuneraciones extraordinarias a los agentes que se negaran a aceptar sobornos (habría que saber cuántos agentes lo hicieron realmente). El de Dirección de empresas fue para Gennaro Bernile, de la Universidad de Singapur, por llegar a la conclusión de que “gran parte” de los líderes empresariales analizados que, de pequeños, tuvieron la posibilidad de experimentar personalmente algún tipo de desastre natural, luego de adultos son capaces de asumir más riesgos (pero de todas formas esto no es una regla porque la “pequeña parte” de los líderes empresariales, aunque fuera más pequeña, no reaccionó igual, así que ¿quién asegura que esa experiencia fue verdaderamente determinante?).

El premio de Literatura es, sencillamente, genial. Aunque todavía no he sabido discernir si es genial porque supone un descubrimiento ciertamente importante o porque resulta una maravillosa tomadura de pelo. Atención a la cuestión, planteada en un estudio dirigido por Mark Dingemanse, del Instituto Max Plank de Psicolingüística de Holanda: la palabra (o quizá deberían decir, mejor, la expresión) ¿eh?, que en inglés sería huh?, existe en todas las lenguas humanas. Fascinante y homérica conclusión, sin lugar a dudas.

Pero el que más me gusta de todos los galardones es, sin duda, el de Matemáticas. Para un incapaz declarado en el mundo matemático como es un servidor, resulta apabullante e incluso esperanzador que un jurado haya encontrado digno de premio… ¡el diseño de técnicas matemáticas que permitan explicar cómo un sultán marroquí llamado Mulay Ismail que vivió entre los siglos XVII y XVIII
 pudo ser padre en sólo 30 años (entre 1697 y 1727, para ser exactos) de 888 hijos! Elisabeth Oberzaucher y Karl Grammer, de la Universidad austríaca de Viena, son los avispados ganadores en esta ocasión. Sin embargo, empiezo a pensar que podría haberlo ganado yo porque, con una simple calculadora y un par de operaciones (30 años por 365 días que tiene cada año –sin contar los bisiestos- dividido entre 888 hijos) descubrí que al hombre le bastó con “dar en la diana” una vez cada poco más de 12 días, lo que parece un período de tiempo razonable para recuperarse entre una noche de pasión y otra noche de pasión (y eso considerando que el sultán no repitiera coito con cada una de las futuras madres de sus centenares de hijos).

Lo grande del caso es que los Ig Nobel son una breve muestra de una enorme cantidad de experimentos que todos los años se llevan a cabo en numerosos laboratorios de todo el mundo. Una indeterminada pero ciertamente numerosísima comunidad de científicos dedican su tiempo y sus asignaciones en todo el mundo a investigaciones que no llevan a ninguna parte, cuando existen problemas urgentes que requerirían sus cualidades para ser resueltos. Por ejemplo, no estaría mal que se elaboraran estudios históricos y estadísticos serios y en profundidad sobre quiénes (con nombre y apellidos) controlan y siempre han controlado los bancos y el sistema financiero y, a través de ellos, todos los demás poderes: políticos, económicos, sociales, religiosos... O para diseñar y aplicar unas finanzas que, precisamente, no estuvieran regidas por el principio de la usura, como padecemos hoy día. O para el desarrollo de un sistema de alerta y despertar destinado a esa mayoritaria parte de la población que se deja entontecer con facilidad por la telebasura. O para la implantación de métodos de enseñanza verdaderamente humana en los sistemas educativos, que no se basen en la rígida memorización robótica pero tampoco en el destructivo nihilismo “progresista”. O para desarrollar una organización de control armamentístico que evite las guerras por el simple expediente de cortar el suministro de munición y repuestos. O… Hay tantas cosas para investigar…


Veremos lo que nos trae 2016 aunque, mirando la evolución de los últimos años, no parece que vaya a ser algo muy diferente…, ni en la ciencia, ni en ningún otro campo de la experiencia material. Y, ojo, que es año bisiesto. Los bisiestos suelen tener mala fama, por alguna razón. En cuanto a mí, aprovecharé los próximos días para ir a descansar a Walhalla. Pero dejo como de costumbre mi vela roja para ayudar al Sol en estas noches de tinieblas que prefiguran el nuevo y cíclico nacimiento del dios.


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