Hace pocas semanas se publicó un libro de Susana Frochtmann titulado El hombre de las checas (editorial Espasa) que relata los recuerdos de esta mujer respecto a uno de los muchos miserables que pulularon por la piel de toro durante la última de la larga serie de guerras civiles -la de 1936/1939, en concreto- sobre las que se ha construido la Historia de España. El tipo en cuestión se llamaba Alfonso Laurencic, nacido en Francia de padres austríacos y con una trayectoria personal aventurera y un tanto errática, si bien digna de un auténtico superviviente. Sin embargo, no fue un héroe: su mayor aportación conocida fue para el Museo del Mal y consistió en el diseño de algunas de las más siniestras checas impulsadas por los líderes republicanos de izquierdas del Frente Popular.
(Entre paréntesis, creo que ya iría siendo hora de despejar de una vez por todas las telarañas de tantos cerebros, especialmente los de muchos jóvenes que han sido gratuitamente educados con la idea de que la II República Española fue algo así como la actual democracia, pero sin rey: un período de prosperidad, paz y derechos ciudadanos que fue aniquilado de un guantazo por Franco, el Supervillano Local del siglo XX. Ya he comentado en alguna ocasión lo que me parece esto que hoy llamamos régimen democrático, pero la II República no tuvo nada que ver: fue todavía peor. Exceptuando varias leyes puntuales, como las que reconocieron algunos derechos a las mujeres, y mucha palabrería bonita -pero palabrería al fin y al cabo- como la de Azaña, hablamos de una época de disturbios, violencia, desórdenes y corrupción que desembocó en una guerra civil casi a la fuerza. La mejor prueba de que el régimen republicano no era en absoluto querido por la mayor parte de los españoles fue el hecho de que tanta gente se sumara a la causa de los sublevados desde el primer momento, a pesar de que contaban con menos tropas y peor armadas -pero mejor organizadas-. La historia del XIX y los primeros años del XX en España nos muestra una asonada tras otra que, en su gran mayoría, no llegaron a ninguna parte porque muy pocos apoyaron a los sucesivos grupos de militares golpistas. Pero el levantamiento de 1936 sí recibió ese apoyo generalizado. Por algo sería.)
La historia relatada por Frochtmann tiene su miga, porque su encuentro con el Laurencic personaje -con el cual se topó cuando se estaba documentando para escribir un libro sobre las mujeres de Barcelona en la época de la guerra civil- le trajo a la memoria el Laurencic real que ella había conocido. Descubrió que aquel tipo sórdido era el mismo marido de la institutriz que había cuidado de ella y de sus tres hermanas durante muchos años. Un hombre de buen aspecto, bien vestido, seductor, capaz de hacerse entender en varios idiomas, viajero, músico, editor..., que, según descubrió la autora, actuó como doble agente de los dos bandos en guerra, robó fondos del Servicio de Investigación Militar de la República, vendió pasaportes falsos... Y construyó las checas de peor fama de Barcelona: las de las calles Vallmajor y Zaragoza.
Una de sus "mejoras de construcción" fue la creación de "celdas psicotécnicas", que también fueron conocidas como "neveras", "campanillas" o "de inútil reposo". Un ejemplo de su diseño aparece en los dibujos y planos adjuntos. El avance que suponían estas celdas respecto a las normales es que estaban especialmente pensadas para romper no ya el cuerpo sino el alma de los cientos -¿miles?- de personas torturadas en ellas. Eran unos zulos de dos metros de altura por metro y medio de ancho, a menudo alquitranados para convertirlos en auténticos hornos gracias al calor solar. El cajón que el recluso podía intentar utilizar para dormir tenía una inclinación de unos 20 centímetros para que se resbalara por él y le resultara complicado, cuando no imposible, descansar. Si caía al suelo, podía hacerse daño porque allí habían colocado ladrillos de canto que, junto con el suelo ondulado, dificultaba caminar o moverse dentro del siniestro cuartucho. Pero lo más interesante de todo esto es cómo decoró "artísticamente" estas celdas: con formas geométricas y obras abstractas que en Centroeuropea estaban muy de moda con movimientos como la Bauhaus y cuyo objetivo era marear y descentrar visual y mentalmente a los presos. Algunos motivos estaban dibujados, otros eran proyectados. Una de las proyecciones empleada era la más demencial escena de la más demencial película (por llamar de alguna manera a esa sucesión de delirios) de Buñuel, Un perro andaluz, en la que el mismo cineasta interpreta a un personaje que le raja el ojo a una mujer con una navaja de afeitar. Francamente, nunca he entendido cómo puede considerarse una obra de arte esta película...
Miento, ahora sí sé por qué y precisamente ésa es la razón de este artículo, como explicaré enseguida.
Laurencic no escapó con bien de sus crímenes. Fue detenido en febrero de 1939, juzgado, sentenciado a muerte y ejecutado. A decir verdad, el libro de Frochtmann no es el primero que cuenta su historia pero este tipo de temas no son muy populares entre los lectores actuales. Algunos investigadores han apuntado que los republicanos utilizaron celdas como las de este perverso individuo en otros puntos de España, como Valencia o Murcia, aunque no está claro si se construyeron con los mismos planos. En todo caso, parece probado que estos cuartos de tortura entraron en funcionamiento al menos a partir de la primavera de 1938 y, como es obvio, jamás fueron mostrados a los periodistas extranjeros. A éstos, sólo se les invitaba a conocer celdas normales en prisiones normales y con reos sin importancia a los que, por tanto, no hacía falta torturar.
Pero volviendo al tema del arte, el caso es que esta información ha coincidido en el tiempo -aaay, las serendipias..., troleándome desde mi más tierna infancia- con la lectura de un libro que me llegó muy recomendado de parte de Mac Namara. Firmado por la profesora de Historia del Arte y de Historia del Traje Pilar Baselga, lleva el sugerente título de Arte, profanación y magia negra.
- No llega a las 200 páginas, pero creo que te interesará echarle un vistazo porque merece la pena leerlas y estudiarlas una por una, a ver si empiezas a centrarte de una vez -me dijo mi gato conspiranoico, con sus característicos aires de suficiencia.
- ¿Te parece que no estoy centrado? -le pregunté, un poco sorprendido.
- Tocas demasiados palos al mismo tiempo. Deberías quedarte con lo importante.
Es su opinión, por supuesto. Pero, ¿qué va a saber un gato, por mucho que hable, por muchos conocimientos que atesore y por muy brujo que sea, acerca del ansia inagotable de conocimiento de los seres humanos? Nosotros pasamos la vida buscando, explorando, yendo siempre más allá y si es posible colonizando..., nos volvemos locos por saber qué habrá detrás del próximo horizonte. Y la máxima aspiración de Mac Namara es tumbarse encima del radiador, desperezarse y saltar al radiador de enfrente para tumbarse encima.
En cualquier caso la contraportada del libro de Baselga me pareció muy sugerente y me interesó automáticamente: "¿Por qué una cama deshecha, un pene de látex colgado de un alambre o una cabeza de ternera putrefacta llena de moscas se exponen como obras de arte? ¿Por qué la obra señera del siglo XX es un urinario atribuido a Marcel Duchamp? ¿Quién lo decide? ¿Y por qué el público espera horas para ver todas esas porquerías?" Exactamente, yo me había preguntado lo mismo durante mucho tiempo y me había dado algunas respuestas creativas a mí mismo, muchas de las cuales me ha sorprendido gratamente ver escritas por la autora con otras palabras pero con el mismo sentido y con mayor autoridad, porque para eso es experta en arte. No sólo eso, sino que además defiende una visión holística del mundo, no compartimentada ni fragmentaria como se empeña en orientarnos la (mala) educación contemporánea, que le permite comprender el mundo como lo hacían nuestros ancestros. Esto es, de una forma global, más próxima a la verdad.
Es difícil explicar el contenido del texto sin destriparlo, pero digamos que es un brutal encontronazo con la realidad para todos aquellos ingenuos que creen en la "pureza" del arte o, mejor dicho, del negocio artístico, implicado en realidad con distintas tramas de poder político y económico, corrupción, manipulación social y especulación financiera -por no citar crímenes más sórdidos como la pedofilia- de los Amos, hasta límites inimaginables para los neófitos.
Por citar una de las partes más "amables" del texto, la autora denuncia la existencia de miles de falsificaciones recientes de "obras de arte" hoy colgadas en museos públicos y colecciones privadas ante la ignorancia de propios y extraños. Explica que "durante un paseo por las salas de un importante museo madrileño, un marchante de arte alemán me comentó alegremente: 'este cuadro es falso, aquél también...' Ante mi sorpresa, el marchante me explicó: 'lo sé porque conozco al falsificador'." Y recuerda los casos de algunos de los más famosos falsificadores conocidos, aunque el gran público no suela prestar mucha atención a este tema, como Wolfgang Beltracchi que fue condenado en 2011 a seis años de prisión por falsificar al menos 300 obras de distintos autores, por ejemplo del Expresionismo alemán. El propio Beltracchi declaró en una entrevista que "siento cierta excitación cuando visito museos, incluso el MoMA y puedo contemplar en ellos mis propios cuadros".
Elmyr de Hory reconoció haber vendido más de 1.000 falsificaciones y Tom Keating, más de 2.000. Han Van Meegeren llegó a vender un falso Vermeer (por cierto, uno de mis pintores favoritos) a los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Eli Sakhai era un marchante de falsificaciones en serie producidas en un taller ilegal de inmigrantes chinos. John Myatt, Tony Tetro Eric Hebborn y Mark Landis también colocaron miles de falsificaciones de gran calidad. Así las cosas, hay que hacerse esta pregunta: "¿alguien recuerda algún museo que haya retirado públicamente alguna obra falsa de sus salas?" Y ello a pesar de que todos en el mundo del arte saben que se han vendido miles de falsificaciones...
Un ejemplo concreto de todo esto mencionado en el libro es el supuesto Picasso incautado por la Policía española en 2015 en el yate de Jaime Botín, hermano del banquero Emilio, cuando se lo llevaba a Londres. Fue calificado por los expertos del Museo Reina Sofía, nada más verlo, como una obra "única" para el patrimonio Histórico y de "excepcional importancia" para la colección de esta institución. Sin embargo, Baselga la analiza con detenimiento -es un retrato de mujer- y la compara con otros cuadros de Picasso de la misma época para llegar a la conclusión de que el cuadro tiene toda la pinta de ser más falso que un billete de tres euros. Hay diferencias en el tipo de cejas, de frente y de nariz que el pintor malagueño ejecutaba en aquella época, en las pinceladas, en la composición... El cuadro no viajaba guardado en el fondo de una maleta sino en su bastidor, como llamando la atención a propósito. Su precio era de 25 millones de euros cuando un lienzo similar de Picasso en esa época no bajaría de los 80 millones... Y todo esto por no mencionar que no figuraba en ningún libro, registro, ni catálogo previo antes de la adquisición por parte de su propietario. La conclusión de Baselga: "si yo hubiera querido convertir en auténtico un cuadro falso para multiplicar su precio estratosféricamente hubiera hecho exactamente lo que hizo Botín: montar un escándalo".
Pero, insisto, ésta es sólo la parte más digerible de un texto muy valiente en el que se habla, entre otras cosas, de la institución del arte como nueva religión laica, la poderosa influencia de los símbolos y el uso malvado que pueden tener -y que tienen de hecho- ciertas obras, en manos de los Amos. Y no sólo ahora, sino desde hace tiempo. No me resisto a comentar uno de los cuadros más terribles -al menos, a mí siempre me ha impresionado mucho- en este sentido: el Saturno devorando a su hijo de Rubens. Aunque suele comparársele con la obra del mismo título de Goya, en realidad no tienen mucho que ver. Digamos que tratan el mismo tema, pero de una forma muy diferente: lo que en uno es una denuncia, en el otro es regodeo. Y es que la versión del sordo de Fuendetodos formaba parte de sus Pinturas Negras, en las que recopiló, por voluntad propia y con una alta dosis de pesimismo -y cierta desesperación-, un catálogo de los horrores de los que son capaces los seres "humanos", de muchos de los cuales, si no de todos, fue seguramente testigo. La de mi homónimo flamenco, sin embargo, fue encargada por el rey Felipe IV para su uso y disfrute personal en la Torre de la Parada, un pabellón de caza ubicado en el Monte del Pardo, a las afueras de Madrid. Pero, sinceramente, ¿quién puede disfrutar contemplando un cuadro semejante? El lienzo de Goya muestra un Saturno pesadillesco e irreal, con el rostro de la locura y con el niño ya despedazado de forma que casi es indistinguible de cualquier animal. En el de Rubens, sin embargo, Saturno es muy verídico, expresa una maldad espantosa y se aprecia perfectamente el mordisco sobre la carne del pequeño, también muy realista, cuyo rostro es una poderosa mezcla de horror y dolor. Es toda una experiencia comparar con tranquilidad y con detalle ambos cuadros, en lugar de pasar por encima de ellos, en brazos del rutinario "qué grandes pintores eran Goya y Rubens". Aquí no entraré en otros detalles curiosos, como la vara o las tres estrellas de la pintura de Rubens.
Gran aficionado a la caza -¿sólo a la de animales?-, Felipe IV mandó construir la Torre de la Parada para descansar en sus correrías de diversión. El principal atractivo de este palacete siempre residió en las pinturas encargadas a Rubens en 1636 con escenas expresamente solicitadas, que el pintor holandés no reproduciría en el resto de su obra. Es muy aleccionador echar un vistazo al catálogo de lienzos sobre temas oficialmente basados en la mitología que adornaron este "lugar de solaz privado" para el monarca, porque recogen escenas de canibalismo (como El banquete de Tereo), violaciones en grupo (como Ninfas sorprendidas por los faunos) o sodomía (como El rapto de Ganímedes; por cierto que Rubens pintaría otro cuadro con este mismo título pero de muy diferente composición, como también apreciará el lector atento que compare ambos). ¿Qué clase de persona se relaja con estas imágenes? La estrategia de colocar a estos cuadros el adjetivo de "mitológicos" ha ayudado durante mucho tiempo, y sigue haciéndolo, a desviar la atención sobre las intenciones ocultas detrás de ellos. La Torre de la Parada fue destruida por un incendio -muy adecuado para un lugar con este regusto infernal- durante la Guerra de Sucesión Española en 1714 y hoy sólo quedan ruinas, pero en el Museo del Prado podemos admirar estas peculiares obras de arte.
Tanto por lo que cuenta como también por lo que no cuenta pero deja entrever, el libro de Baselga merece estar en la biblioteca de la Universidad de Dios (donde creo que Mac Namara ya se ha encargado de llevar un ejemplar; o eso dice él, al menos).
Gran aficionado a la caza -¿sólo a la de animales?-, Felipe IV mandó construir la Torre de la Parada para descansar en sus correrías de diversión. El principal atractivo de este palacete siempre residió en las pinturas encargadas a Rubens en 1636 con escenas expresamente solicitadas, que el pintor holandés no reproduciría en el resto de su obra. Es muy aleccionador echar un vistazo al catálogo de lienzos sobre temas oficialmente basados en la mitología que adornaron este "lugar de solaz privado" para el monarca, porque recogen escenas de canibalismo (como El banquete de Tereo), violaciones en grupo (como Ninfas sorprendidas por los faunos) o sodomía (como El rapto de Ganímedes; por cierto que Rubens pintaría otro cuadro con este mismo título pero de muy diferente composición, como también apreciará el lector atento que compare ambos). ¿Qué clase de persona se relaja con estas imágenes? La estrategia de colocar a estos cuadros el adjetivo de "mitológicos" ha ayudado durante mucho tiempo, y sigue haciéndolo, a desviar la atención sobre las intenciones ocultas detrás de ellos. La Torre de la Parada fue destruida por un incendio -muy adecuado para un lugar con este regusto infernal- durante la Guerra de Sucesión Española en 1714 y hoy sólo quedan ruinas, pero en el Museo del Prado podemos admirar estas peculiares obras de arte.
Tanto por lo que cuenta como también por lo que no cuenta pero deja entrever, el libro de Baselga merece estar en la biblioteca de la Universidad de Dios (donde creo que Mac Namara ya se ha encargado de llevar un ejemplar; o eso dice él, al menos).
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