Es curioso cómo acelera su velocidad la vida a medida que pasan los años. Los días y las semanas interminables (no digamos ya los años) de nuestra niñez y adolescencia se arrastran con una lentitud exasperante y todo tarda una eternidad en llegar, mientras que el mismo período durante la madurez se nos escapa entre los dedos con extraordinaria celeridad. Un marino que conocí lo explicaba de esta manera: "cuando eres un niño de un año, seis meses se te hacen eternos porque equivalen a la mitad de tu vida; cuanto tienes sesenta años, seis meses es un fragmento mucho más pequeño, la 120 parte..., todo es una cuestión de percepción". En cierto modo tenía razón: hay insectos que viven uno o dos días, como las efímeras, de nombre tan obvio. Si tuvieran conciencia de sí mismos y les tocara vivir un día lluvioso en medio de una larga temporada de sequía, en su lecho de muerte podrían soltar un discurso a sus herederos en estos términos: "prepárate a mojarte durante toda tu existencia porque la Tierra es un planeta donde siempre llueve".
Todo es cuestión de percepción, sí, aunque hoy pienso que la razón de esa diferencia de velocidad en el tiempo tiene más que ver con el nivel de conciencia de uno mismo. Cuando uno es niño y mantiene todavía cierto grado de pureza e incluso de conexión con el Otro Mundo (no en vano los niños más pequeños y los ancianos de mayor edad tienen mayor facilidad para vivir experiencias "extrañas" con seres invisibles para el común de los mortales y cuya existencia suele despreciar éste, tildándolos de "amigos imaginarios" en el primer caso y "delirios de viejos" en el segundo), vive cada momento con mayor intensidad. Diría que incluso lo saborea, captando matices y ángulos que se le escapan a la mayoría de los adultos. Después, a medida que uno crece y se ve más y más embriagado por el abanico de distracciones de este parque de atracciones por el que deambulamos, a menudo sin saber muy bien hacia dónde, pierde la capacidad de autocontemplación y su atención se queda enganchada en cualquier tontería. Hay muchas: de todos los tipos, tamaños y colores, para todos los gustos. A partir de ese momento, sólo de vez en cuando nos despertamos y descubrimos c0n sorpresa todo el tiempo que ha pasado desde la última vez que nos recordamos pero, antes de que podamos preocuparnos por ello y empecemos a pensar seriamente cómo podríamos evitarlo, volvemos a dormirnos de nuevo.
Particularmente, entendí esto hace muchos años (lo cual no evita que, a día de hoy, me siga durmiendo con extraordinaria facilidad, aunque la experiencia me ha enseñado unos cuantos trucos para despertar más a menudo y mantenerme cada vez más tiempo despierto) gracias a la primera versión de un videojuego que luego se hizo muy famoso: Civilization. Esta creación de Sid Meier, que tiene seis títulos y una treintena de versiones, es un entretenimiento de estrategia pura y dura. El jugador comienza como el líder de una civilización compuesta por una pieza: un humilde colono, en un mapa completamente a oscuras. A partir de ahí, tiene que ir explorando territorios, que se van iluminando a medida que pasa por ellos, y fundando ciudades para extender su propia civilización, en competencia con otros jugadores (bien artificiales, aportados por el ordenador, bien on line). Hay que desarrollarlo todo: agricultura, pesca, carreteras, unidades militares, religiones, artes, oficios, sistemas comerciales y económicos, ocio, etc., a través de los siglos y de los milenios, hasta derrotar al resto de imperios y conquistar todo el planeta.
La primera vez que jugué con Civilization, me senté frente al ordenador poco antes de las cinco de la tarde. Había hecho un sol radiante durante todo el día y por eso, al cabo de un rato -lo que creí un rato- me extrañó la falta de luz en la habitación, máxime cuando estaba sentado junto a una ventana. "¿Se ha nublado?", pensé. Y, al levantar la vista, comprendí con asombro que estaba oscureciendo. ¿Cómo era posible, a esa hora? Miré mi reloj y descubrí que no eran las cinco y cuarto o las cinco y media como me indicaba mi percepción, sino ¡las nueve y pico de la noche! Entonces comprendí que llevaba más de cuatro horas jugando y que el tiempo había, literalmente, volado... Como este videojuego me gustaba mucho y pensaba seguir usándolo (y, de hecho, jugué mucho y durante muchos años con él), tomé la determinación, que cumplí a rajatabla por precaución a partir de entonces, de usarlo siempre con un despertador al lado. Lo conectaba con el tiempo que deseaba invertir ante el ordenador, generalmente entre una y dos horas, y así me garantizaba a mí mismo que no volvería a estar más de lo que quería estar. Siempre que sonaba el despertador me sobresaltaba y pensaba: "¿ya? pero si acabo de empezar..."
En la vida hay infinidad de distracciones de este tipo. Son las que nos tienen ocupados permanentemente hasta que, de pronto, uno abre los ojos y dice: "¿Cómo es posible? ¿Ya tengo 30, 40, 50, 60... 80 años? ¡No puede ser, si no me he dado cuenta!" Esto tiene una razón de ser, naturalmente. Igual que el sueño que nos adormece. El tiempo que no somos conscientes de lo que hacemos es tiempo que pertenece a otros seres: los que se alimentan de nosotros, de nuestras experiencias y energías, igual que nosotros vivimos de comernos a plantas y animales. Los que nos cultivan y pastorean, igual que nosotros hacemos con nuestros huertos y ganados.
Tal vez por ello Baltasar Gracián nos lanzara, a mediados del siglo XVII, aquella famosa advertencia de "lo bueno, si breve, dos veces bueno" y su segunda parte, menos conocida, de "y aún lo malo, si poco, no tan malo". Seguramente trataba de avisarnos de que no debemos perder el tiempo en todas esas distracciones que nos plantea la vida. No podemos detenernos indefinidamente en cada etapa del camino si pretendemos alcanzar nuestro destino, en lugar de limitarnos a dar vueltas a la noria, como el borriquillo que camina y camina sin llegar nunca a ninguna parte.
Era un tipo muy interesante, Gracián, pese a lo cual no disponemos de una biografía exhaustiva de su vida. No obstante, una lectura atenta de sus libros sugiere que tenía ciertos conocimientos al alcance de poca gente. Y no me refiero a la posibilidad de saber leer y escribir o a una mera erudición. Para empezar, era un jesuita (ahhh, los jesuitas..., cuántas cosas interesantes habrán visto los jesuitas y, en especial, los primeros compañeros de Ignacio de Loyola) y, como en su época probablemente todavía no se había perdido del todo la verdadera esencia con la que se fundara su orden un siglo antes, pudo tener acceso a determinados niveles de comprensión. Los estudiosos le consideran un hombre más de letras que de oraciones y la mayoría de los títulos que publicó dan fe de ello. Su obra más famosa es El Criticón que, según los cánones, es una de las novelas más importantes de la literatura española, equiparable a Don Quijote de la Mancha o La Celestina, aunque mucho menos conocida y aún menos leída, principalmente por su densidad filosófica.
El Criticón, que por cierto fue la causa de su caída en desgracia ante los poderes eclesiales de su época, cuenta la historia de Critilo, un viajero que naufraga ante las costas de la isla de Santa Elena pero logra llegar a tierra y allí encuentra a Andrenio, un joven criado en estado salvaje al que adopta y educa. Rescatados por barcos españoles, juntos recorren el mundo buscando a la bella Felisinda, una alegoría de la Felicidad, y tras un largo periplo aventurero alcanzarán la Isla de la Inmortalidad.
Gracián sabía que esa inmortalidad -o la "salvación" si preferimos llamarla así- no está al alcance de todo el mundo. De hecho, está completamente fuera del alcance del conjunto de los mono sapiens, por más que éstos se desgañiten gritando consignas igualitarias, religiosas o libertarias, pues como nos advierten todos los sabios de la Antigüedad sólo puede ser aprehendida por individuos. Cada uno puede llegar a salvarse a sí mismo, merced a un duro y continuado trabajo interno, pero sólo a sí mismo. Por más que puedan rogar, exigir, amenazar, lloriquear o clamar los aprendices de seres humanos, nadie (ni siquiera el que ya se salvó) puede salvar a otro, aunque sea la persona más querida para él. Éste y otros mensajes básicos incluidos en la obra del jesuita le convirtieron en un auténtico influencer de varios de los más importantes filósofos alemanes posteriores como el gruñón de Schopenhauer o mi querido Viejo Fritz (conocido en el mundo mortal como Nietzsche).
No deja de ser interesante que el primer libro publicado por Gracián se titulara El héroe. Como indica el título, se trata de un tratado descriptivo del ideal de hombre excepcional, con las virtudes y cualidades morales que debería poseer según el autor todo aquél que aspire a ser reconocido por sus valores en la sociedad en la que vive (aunque el camino del verdadero héroe siempre es solitario y, más que jaleado por sus contemporáneos, suele ser ignorado, cuando no vejado y perseguido y puede que hasta crucificado). En este texto curioso, alaba los dones de la Areté griega, esa virtud moral que ya hemos mencionado en otras ocasiones, y diferencia entre los valores que uno trae de nacimiento como la inteligencia o el tesón y los que se puede y debe adquirir a través de la voluntad propia como la adquisición de nuevos conocimientos y la educación del gusto. Y advierte: "de las prendas, unas las da el Cielo y otras la industria" y no basta un solo tipo de ellas para "realzar un sujeto". En El héroe, Gracián emplea ya el estilo espartano y sentencioso que caracterizará todos sus escritos y que tanto molesta a los intelectuales modernos, sólo felices cuando habitan en la charca de la indefinición permanente, donde todo es relativo. Pero lo más interesante es que, en ésta y en casi todas sus obras, propone una aplicación práctica de todo lo que fue aprendiendo durante su vida acerca de la forma de ser del hombre y cómo mejorarla. Es ésta la filosofía real, la útil, la verdadera. La que poseían nuestros ancestros y la que la sociedad perdió en algún momento a lo largo de la Historia cuando los filósofos auténticos fueron sustituidos por filósofos de salón, preocupados por las tonterías más sublimes.
Su libro más lacónico y sentencioso es el Oráculo manual y arte de prudencia, con el que coronó su lista de “manuales del vivir” para una persona decente y cuerda, entre los que figuran su Arte de ingenio, tratado de la agudeza o El Discreto. Este peculiar "oráculo", compuesto por unos 300 aforismos comentados en los que orienta al lector para afrontar la vida, es un texto que impresionó especialmente al Viejo Fritz, quien lo alabó con estas palabras: “Europa no ha producido nada más fino ni más complicado en materia de sutileza moral”. Es motivo de reflexión el hecho de que Gracián considerara este libro como útil para que sus contemporáneos pudieran afrontar lo que consideraba una época compleja y en crisis. Qué diría si viera los lodos entre los que chapoteamos casi cuatro siglos después...
Quiero rescatar ahora algunas de las joyas de este libro. He actualizado algunas de las palabras que emplea, para facilitar una rápida lectura, intentando no alterar el sentido. En todo caso, el original es fácilmente accesible a través de Internet. Me tienta comentar sus palabras. En realidad, lo he hecho en un borrador previo de este artículo, pero luego he eliminado mis comentarios y aclaraciones. Cada vez entiendo mejor que es preferible que resuene, con toda su potencia, la voz del autor original. Y más en este caso por su recomendación de brevedad.
Dice Gracián:
* "Más se requiere hoy para un sabio que antiguamente para siete. Y más es menester para tratar con un solo hombre en estos tiempos que con todo un pueblo en los pasados".
Todo es cuestión de percepción, sí, aunque hoy pienso que la razón de esa diferencia de velocidad en el tiempo tiene más que ver con el nivel de conciencia de uno mismo. Cuando uno es niño y mantiene todavía cierto grado de pureza e incluso de conexión con el Otro Mundo (no en vano los niños más pequeños y los ancianos de mayor edad tienen mayor facilidad para vivir experiencias "extrañas" con seres invisibles para el común de los mortales y cuya existencia suele despreciar éste, tildándolos de "amigos imaginarios" en el primer caso y "delirios de viejos" en el segundo), vive cada momento con mayor intensidad. Diría que incluso lo saborea, captando matices y ángulos que se le escapan a la mayoría de los adultos. Después, a medida que uno crece y se ve más y más embriagado por el abanico de distracciones de este parque de atracciones por el que deambulamos, a menudo sin saber muy bien hacia dónde, pierde la capacidad de autocontemplación y su atención se queda enganchada en cualquier tontería. Hay muchas: de todos los tipos, tamaños y colores, para todos los gustos. A partir de ese momento, sólo de vez en cuando nos despertamos y descubrimos c0n sorpresa todo el tiempo que ha pasado desde la última vez que nos recordamos pero, antes de que podamos preocuparnos por ello y empecemos a pensar seriamente cómo podríamos evitarlo, volvemos a dormirnos de nuevo.
Particularmente, entendí esto hace muchos años (lo cual no evita que, a día de hoy, me siga durmiendo con extraordinaria facilidad, aunque la experiencia me ha enseñado unos cuantos trucos para despertar más a menudo y mantenerme cada vez más tiempo despierto) gracias a la primera versión de un videojuego que luego se hizo muy famoso: Civilization. Esta creación de Sid Meier, que tiene seis títulos y una treintena de versiones, es un entretenimiento de estrategia pura y dura. El jugador comienza como el líder de una civilización compuesta por una pieza: un humilde colono, en un mapa completamente a oscuras. A partir de ahí, tiene que ir explorando territorios, que se van iluminando a medida que pasa por ellos, y fundando ciudades para extender su propia civilización, en competencia con otros jugadores (bien artificiales, aportados por el ordenador, bien on line). Hay que desarrollarlo todo: agricultura, pesca, carreteras, unidades militares, religiones, artes, oficios, sistemas comerciales y económicos, ocio, etc., a través de los siglos y de los milenios, hasta derrotar al resto de imperios y conquistar todo el planeta.
La primera vez que jugué con Civilization, me senté frente al ordenador poco antes de las cinco de la tarde. Había hecho un sol radiante durante todo el día y por eso, al cabo de un rato -lo que creí un rato- me extrañó la falta de luz en la habitación, máxime cuando estaba sentado junto a una ventana. "¿Se ha nublado?", pensé. Y, al levantar la vista, comprendí con asombro que estaba oscureciendo. ¿Cómo era posible, a esa hora? Miré mi reloj y descubrí que no eran las cinco y cuarto o las cinco y media como me indicaba mi percepción, sino ¡las nueve y pico de la noche! Entonces comprendí que llevaba más de cuatro horas jugando y que el tiempo había, literalmente, volado... Como este videojuego me gustaba mucho y pensaba seguir usándolo (y, de hecho, jugué mucho y durante muchos años con él), tomé la determinación, que cumplí a rajatabla por precaución a partir de entonces, de usarlo siempre con un despertador al lado. Lo conectaba con el tiempo que deseaba invertir ante el ordenador, generalmente entre una y dos horas, y así me garantizaba a mí mismo que no volvería a estar más de lo que quería estar. Siempre que sonaba el despertador me sobresaltaba y pensaba: "¿ya? pero si acabo de empezar..."
En la vida hay infinidad de distracciones de este tipo. Son las que nos tienen ocupados permanentemente hasta que, de pronto, uno abre los ojos y dice: "¿Cómo es posible? ¿Ya tengo 30, 40, 50, 60... 80 años? ¡No puede ser, si no me he dado cuenta!" Esto tiene una razón de ser, naturalmente. Igual que el sueño que nos adormece. El tiempo que no somos conscientes de lo que hacemos es tiempo que pertenece a otros seres: los que se alimentan de nosotros, de nuestras experiencias y energías, igual que nosotros vivimos de comernos a plantas y animales. Los que nos cultivan y pastorean, igual que nosotros hacemos con nuestros huertos y ganados.
Tal vez por ello Baltasar Gracián nos lanzara, a mediados del siglo XVII, aquella famosa advertencia de "lo bueno, si breve, dos veces bueno" y su segunda parte, menos conocida, de "y aún lo malo, si poco, no tan malo". Seguramente trataba de avisarnos de que no debemos perder el tiempo en todas esas distracciones que nos plantea la vida. No podemos detenernos indefinidamente en cada etapa del camino si pretendemos alcanzar nuestro destino, en lugar de limitarnos a dar vueltas a la noria, como el borriquillo que camina y camina sin llegar nunca a ninguna parte.
Era un tipo muy interesante, Gracián, pese a lo cual no disponemos de una biografía exhaustiva de su vida. No obstante, una lectura atenta de sus libros sugiere que tenía ciertos conocimientos al alcance de poca gente. Y no me refiero a la posibilidad de saber leer y escribir o a una mera erudición. Para empezar, era un jesuita (ahhh, los jesuitas..., cuántas cosas interesantes habrán visto los jesuitas y, en especial, los primeros compañeros de Ignacio de Loyola) y, como en su época probablemente todavía no se había perdido del todo la verdadera esencia con la que se fundara su orden un siglo antes, pudo tener acceso a determinados niveles de comprensión. Los estudiosos le consideran un hombre más de letras que de oraciones y la mayoría de los títulos que publicó dan fe de ello. Su obra más famosa es El Criticón que, según los cánones, es una de las novelas más importantes de la literatura española, equiparable a Don Quijote de la Mancha o La Celestina, aunque mucho menos conocida y aún menos leída, principalmente por su densidad filosófica.
El Criticón, que por cierto fue la causa de su caída en desgracia ante los poderes eclesiales de su época, cuenta la historia de Critilo, un viajero que naufraga ante las costas de la isla de Santa Elena pero logra llegar a tierra y allí encuentra a Andrenio, un joven criado en estado salvaje al que adopta y educa. Rescatados por barcos españoles, juntos recorren el mundo buscando a la bella Felisinda, una alegoría de la Felicidad, y tras un largo periplo aventurero alcanzarán la Isla de la Inmortalidad.
Gracián sabía que esa inmortalidad -o la "salvación" si preferimos llamarla así- no está al alcance de todo el mundo. De hecho, está completamente fuera del alcance del conjunto de los mono sapiens, por más que éstos se desgañiten gritando consignas igualitarias, religiosas o libertarias, pues como nos advierten todos los sabios de la Antigüedad sólo puede ser aprehendida por individuos. Cada uno puede llegar a salvarse a sí mismo, merced a un duro y continuado trabajo interno, pero sólo a sí mismo. Por más que puedan rogar, exigir, amenazar, lloriquear o clamar los aprendices de seres humanos, nadie (ni siquiera el que ya se salvó) puede salvar a otro, aunque sea la persona más querida para él. Éste y otros mensajes básicos incluidos en la obra del jesuita le convirtieron en un auténtico influencer de varios de los más importantes filósofos alemanes posteriores como el gruñón de Schopenhauer o mi querido Viejo Fritz (conocido en el mundo mortal como Nietzsche).
No deja de ser interesante que el primer libro publicado por Gracián se titulara El héroe. Como indica el título, se trata de un tratado descriptivo del ideal de hombre excepcional, con las virtudes y cualidades morales que debería poseer según el autor todo aquél que aspire a ser reconocido por sus valores en la sociedad en la que vive (aunque el camino del verdadero héroe siempre es solitario y, más que jaleado por sus contemporáneos, suele ser ignorado, cuando no vejado y perseguido y puede que hasta crucificado). En este texto curioso, alaba los dones de la Areté griega, esa virtud moral que ya hemos mencionado en otras ocasiones, y diferencia entre los valores que uno trae de nacimiento como la inteligencia o el tesón y los que se puede y debe adquirir a través de la voluntad propia como la adquisición de nuevos conocimientos y la educación del gusto. Y advierte: "de las prendas, unas las da el Cielo y otras la industria" y no basta un solo tipo de ellas para "realzar un sujeto". En El héroe, Gracián emplea ya el estilo espartano y sentencioso que caracterizará todos sus escritos y que tanto molesta a los intelectuales modernos, sólo felices cuando habitan en la charca de la indefinición permanente, donde todo es relativo. Pero lo más interesante es que, en ésta y en casi todas sus obras, propone una aplicación práctica de todo lo que fue aprendiendo durante su vida acerca de la forma de ser del hombre y cómo mejorarla. Es ésta la filosofía real, la útil, la verdadera. La que poseían nuestros ancestros y la que la sociedad perdió en algún momento a lo largo de la Historia cuando los filósofos auténticos fueron sustituidos por filósofos de salón, preocupados por las tonterías más sublimes.
Su libro más lacónico y sentencioso es el Oráculo manual y arte de prudencia, con el que coronó su lista de “manuales del vivir” para una persona decente y cuerda, entre los que figuran su Arte de ingenio, tratado de la agudeza o El Discreto. Este peculiar "oráculo", compuesto por unos 300 aforismos comentados en los que orienta al lector para afrontar la vida, es un texto que impresionó especialmente al Viejo Fritz, quien lo alabó con estas palabras: “Europa no ha producido nada más fino ni más complicado en materia de sutileza moral”. Es motivo de reflexión el hecho de que Gracián considerara este libro como útil para que sus contemporáneos pudieran afrontar lo que consideraba una época compleja y en crisis. Qué diría si viera los lodos entre los que chapoteamos casi cuatro siglos después...
Quiero rescatar ahora algunas de las joyas de este libro. He actualizado algunas de las palabras que emplea, para facilitar una rápida lectura, intentando no alterar el sentido. En todo caso, el original es fácilmente accesible a través de Internet. Me tienta comentar sus palabras. En realidad, lo he hecho en un borrador previo de este artículo, pero luego he eliminado mis comentarios y aclaraciones. Cada vez entiendo mejor que es preferible que resuene, con toda su potencia, la voz del autor original. Y más en este caso por su recomendación de brevedad.
Dice Gracián:
* "Más se requiere hoy para un sabio que antiguamente para siete. Y más es menester para tratar con un solo hombre en estos tiempos que con todo un pueblo en los pasados".
* "No se nace hecho, cada día se va perfeccionando la persona en su actuación hasta llegar al punto de ser consumado. (...) Algunos nunca llegan a ser cabales porque les falta siempre algo, otros tardan en hacerse. El varón consumado es sabio en dichos y cuerdo en hechos".
* "El hombre desapasionado es de la mayor altura de ánimo. Su superioridad le redime de estar sujeto a la impresiones más vulgares. No hay mayor señorío que el de sí mismo, de sus afectos, que llega a ser triunfo sobre el albedrío."
* "No consiste la perfección en la cantidad sino en la calidad. Todo lo muy bueno fue siempre poco y raro, es descrédito lo mucho. (...) Estiman algunos los libros por la corpulencia, como si se escribiesen para ejercitar antes los brazos que los intentos. La extensión sola nunca pudo exceder de medianía y es plaga de hombres universales, por querer estar en todo, estar en nada".
* "La infelicidad es, de ordinario, crimen de necedad y de participantes. No hay contagio tan pegadizo. Nunca se le ha de abrir la puerta al menor mal, que siempre vendrán tras él otros muchos, y mayor, en celada. La mejor treta del juego es saberse descartar: más importa la menor carta del triunfo que corre que la mayor del que pasó. En la duda, resulta un acierto acercarse a sabios y prudentes porque tarde o temprano copan con la ventura."
* "Requiérese, pues, para obtener la benevolencia ajena, la beneficencia: hacer bien a manos llenas, buenas palabras y mejores obras, amar para ser amado. La cortesía es el mayor hechizo político de los grandes personajes."
* "Sentir con los menos y hablar con los más. Querer ir contra la corriente es tan imposible al desengaño cuanto fácil al peligro. (...) La verdad es de pocos, el engaño es tan común como vulgar. "
* "Hombre con fondos, tanto tiene de persona. Siempre ha de ser otro tanto más lo interior que lo exterior en todo. Hay sujetos que sólo tienen fachada, como casas por acabar porque faltó el dinero: tienen la entrada de un palacio y la habitación como una choza (...) Engañan éstos fácilmente a otros que tienen también la vista superficial, pero no a la astucia que, como mira por dentro, los halla vacíos"
* "Nunca perderse el respeto a sí mismo. (...) Sea su misma entereza norma propia de su rectitud y deba más a la severidad de su dictamen que a todos los preceptos externos. Deje de hacer lo indecente, más por el temor de su cordura que por el rigor de una autoridad ajena. Llegue a temerse a si mismo y no necesitará del ayo imaginario de Séneca".
* "Nunca descomponerse. (...) Son las pasiones los humores del ánimo y cualquier exceso en ellas causa indisposición de cordura y, si el mal saliera a la boca, peligrará también la reputación. Sea pues tan señor de sí, y tan grande, que ni en lo más próspero ni en lo más adverso pueda alguno censurarle perturbado y sí admirarle superior".
* "Más seguros son los pensados (...) Lo que luego se hace, luego se deshace. Pero lo que ha de durar una eternidad, debe tardarse otra en hacerse (...) Lo que mucho vale, mucho cuesta, que aun el más precioso de los metales es el más tardo y el más grave".
* "Saber negar. No todo se ha de conceder ni a todos. Tanto importa como el saber conceder y, en los que mandan, es atención urgente. Aquí entra el modo: más se estima el 'no' de algunos que el 'sí' de otros, porque un 'no' dorado satisface más que un 'sí' a secas".
* "Menos dañina es la mala ejecución que la irresolución. No se gastan tanto las materias cuando corren como si se estancan. Hay hombres incapaces de decidir, que necesitan de ajena premonición en todo, y a veces su actitud no nace tanto de la perplejidad de juicio, pues lo tienen perspicaz, cuanto de la ineficacia. Ingenioso suele ser el que pone dificultades pero más lo es el que halla salidas a los inconvenientes."
* "La necedad siempre entra de rondón, que todos los necios son audaces. Su misma simplicidad, que les impide primero la advertencia para los reparos, les quita después el sentimiento para los desaires. Pero la cordura entra con grande tiento. son sus batidores la advertencia y el recato (...) Hay grandes vacíos hoy en el trato humano: conviene ir siempre calando sonda."
* "Atención al informarse. Vívese lo más de información. Es lo menos lo que vemos: vivimos de fe ajena. Es el oído la puerta segunda de la verdad y principal de la mentira. La verdad ordinariamente se ve, extravagantemente se oye. Raras veces llega en su elemento puro y menos, cuando viene de lejos. Siempre trae algo de mezcla, de los afectos por donde pasa: tiñe de sus colores la pasión cuanto toca, ya odiosa, ya favorable."
* "Arte para vivir mucho: vivir bien. Dos cosas acaban presto con la vida: la necedad y la ruindad (...) Así como la virtud es premio en sí misma, así el vicio es castigo de sí mismo. Quien vive aprisa en el vicio acaba presto de esas dos maneras, quien vive aprisa en la virtud nunca muere. Comunícase la entereza del ánimo al cuerpo."
* "No hay que ser un 'libro verde': señal de tener gastada la fama propia es cuidar de la infamia ajena. Querrían algunos con las manchas de los otros disimular, si no lavar, las suyas. O se consuelan con ellas, lo que es el consuelo de los necios. Huéleles mal la boca a éstos, que son los albañales de las inmundicias civiles."
* "Nunca quejarse, pues la queja siempre trae descrédito (...) El varón atento nunca publica ni desaires ni defectos, sí estimaciones, que sirven para tener amigos y contener enemigos."
* "Hay que hacer, pero también hacer parecer. Las cosas no pasan por lo que son sino por lo que parecen. Valer y saberlo mostrar es valer dos veces. Lo que no se ve es como si no fuese (...) Son muchos más los engañados que los advertidos, prevalece el engaño y júzganse las cosas por fuera. Hay cosas que son muy otras de lo que parecen."
* "Sin mentir, no decir todas las verdades. No hay cosa que requiera más tiento que la verdad, que es un sangrarse del corazón. Tanto es menester para saberla decir como para saberla callar. Piérdese con una sola mentira todo el crédito de la entereza (...) No todas las verdades se pueden decir. unas porque me importan a mí, otras porque al otro."
He seleccionado veinte fragmentos, pero igual hubiera podido seleccionar doscientos. Se leen rápido y parecen llenos de lógica, no hace falta debatirlos mucho..., en apariencia. Sin embargo, cada uno de ellos merece la pena como propuesta de reflexión calmada, para meditarlo con tiempo. Y hay muchos más en este peculiar "oráculo".
Los textos de Gracián duermen hoy injustamente en el fondo del cajón. No sé si a propósito (lo cual no me extrañaría en absoluto, teniendo en cuenta el significado profundo que encierran, a menudo tan opuesto a la visión decadente de la vida que hoy se nos impone en todos los ámbitos de la sociedad) o por simple ignorancia de nuestros intelectuales contemporáneos (lo cual tampoco me sorprendería, pues el Alzheimer, la manera en que hoy llamamos a aquéllos que han tenido la desgracia de beber las invisibles aguas del Leteo, no afecta sólo a los seres humanos sino a las sociedades y España es el mejor ejemplo de ello). Libros como el Oráculo manual y arte de prudencia, convenientemente editados y actualizados para los lectores modernos (en su mayoría desgraciadamente incapacitados para seguir un texto con un estilo tan alejado de la estética publicitaria con la que se redactan tantas cosas hoy día), pueden ser un filón económico interesante para editoriales osadas, que además beneficiarían a los ciudadanos con su publicación y difusión. No deja de llamar la atención que ediciones modernas, traducidas al inglés y publicadas en el Reino Unido y Estados Unidos, hayan tenido un impacto de ventas notable, mientras que en el país que le vio nacer pocos recuerdan a su autor.
Y ya termino, porque este artículo no sé si puede considerarse bueno pero, desde luego, no ha sido breve, que es lo que se supone que debería mejorarlo...
He seleccionado veinte fragmentos, pero igual hubiera podido seleccionar doscientos. Se leen rápido y parecen llenos de lógica, no hace falta debatirlos mucho..., en apariencia. Sin embargo, cada uno de ellos merece la pena como propuesta de reflexión calmada, para meditarlo con tiempo. Y hay muchos más en este peculiar "oráculo".
Los textos de Gracián duermen hoy injustamente en el fondo del cajón. No sé si a propósito (lo cual no me extrañaría en absoluto, teniendo en cuenta el significado profundo que encierran, a menudo tan opuesto a la visión decadente de la vida que hoy se nos impone en todos los ámbitos de la sociedad) o por simple ignorancia de nuestros intelectuales contemporáneos (lo cual tampoco me sorprendería, pues el Alzheimer, la manera en que hoy llamamos a aquéllos que han tenido la desgracia de beber las invisibles aguas del Leteo, no afecta sólo a los seres humanos sino a las sociedades y España es el mejor ejemplo de ello). Libros como el Oráculo manual y arte de prudencia, convenientemente editados y actualizados para los lectores modernos (en su mayoría desgraciadamente incapacitados para seguir un texto con un estilo tan alejado de la estética publicitaria con la que se redactan tantas cosas hoy día), pueden ser un filón económico interesante para editoriales osadas, que además beneficiarían a los ciudadanos con su publicación y difusión. No deja de llamar la atención que ediciones modernas, traducidas al inglés y publicadas en el Reino Unido y Estados Unidos, hayan tenido un impacto de ventas notable, mientras que en el país que le vio nacer pocos recuerdan a su autor.
Y ya termino, porque este artículo no sé si puede considerarse bueno pero, desde luego, no ha sido breve, que es lo que se supone que debería mejorarlo...
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