Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 16 de marzo de 2018

Una niña orando

Si algún día decidiera tener mi propio escudo de armas, no estoy muy seguro de los símbolos que plasmaría en él... O sí. Al menos, uno de ellos: el triskel, que me acompaña en esta vida por lo menos desde los siete años de edad. Lo que tengo absolutamente claro es el motto que adornaría mi Casa nobiliaria. No es ningún secreto, porque lo he contado muchas veces en público y en privado. Sería la frase: Las cosas nunca son lo que parecen. Eso sí, escribiría mi lema en latín. O en alemán. Sólo para que vistiera más.

El despiste y el camuflaje está a la orden del día y hasta lo que creemos conocer más o menos bien rara vez tiene que ver con la realidad. Por poner un ejemplo, ahí tenemos el número 13: un número que el común de los mortales asocia siempre con la mala suerte, los problemas, las desgracias..., cuando su significado oculto en Numerología es muy diferente. ¡Numerologías, supersticiones..., socorro, el autor se ha vuelto irracional!, oigo por ahí, al fondo de la sala -como si no supieran que soy bastante irracional desde siempre-. Recuerdo que en mi ensayo Historias de supersticiosos, que publiqué hace casi veinte años en Ediciones del Prado, el primer capítulo comenzaba precisamente en la página 13, después de agradecimientos, dedicatorias, índices y demás zarandajas previas. En este texto escribí, entre otras cosas, que "La mayoría de nosotros somos incapaces de reconocer de buenas a primeras que lo somos (supersticiosos) pese a que a lo largo de nuestra vida diaria ofrecemos sobradas muestras de actuar de acuerdo con determinadas creencias irracionales, aun sin percatarnos de ello. (...) Todos nos reímos de la superstición ajena, pero nadie de la propia."


Pues a propósito del 13, resulta que su significado secreto es muy otro al comúnmente aceptado. En realidad, se trata de un número místico, relacionado con el cambio y el nacimiento -y, por tanto, del renacimiento, también del espiritual-. Su presencia hace referencia a la oportunidad, el crecimiento y el "salto más allá" de nuestra posición inicial. No es casualidad que en la Última Cena hubiera (simbólicamente, pues en verdad es probable que el número de personas presentes fuera superior, aunque no es éste el momento para hablar de ello) 13 personas: los doce discípulos más Jesús elevan este peculiar cónclave un grado por encima de una simple reunión de  importancia. Tampoco es casualidad que la Orden de la Mesa Redonda estuviera integrada por 12 caballeros más el rey Arturo. O que el calendario más exacto creado y utilizado en algún momento por los humanos (entre ellos, los egipcios, los celtas, los incas o los mayas) sea el de 13 lunas. O que la carta número 13 del Tarot sea la Muerte (y, sin embargo, este naipe no es malo, porque indica transformación y cambio; la carta verdaderamente mala es la número 15, correspondiente a Aker o el Demonio). Podríamos seguir hablando un rato largo del 13, pero con estos ejemplos podemos ver que no es tan "mal chico" como suele pensarse.

Esto de que parezca suceder algo cuando en realidad está pasando otra cosa muy diferente es un clásico del día a día. Estamos rodeados de manipulaciones, ilusiones y trampantojos: vivimos en medio de uno muy grande, aunque los tenemos de todos los tamaños. Así, en las últimas fechas sin ir más lejos, el observador atento ha tenido ocasión de disfrutar -por así decir- fácilmente en vivo y en directo de la observación de una serie de manejos de la opinión pública de todos los estilos y todos los colores a través de todos los medios posibles de difusión, tanto en España como fuera de ella. Algunos de ellos han sido confeccionados con una factura excepcionalmente burda, pese a lo cual, legiones de zombies mentales -e incluso espirituales- se han estremecido y han bailado al son de las flautas de hueso de su correspondiente bokor.

El último episodio a la hora de escribir estas líneas es la que ha montado el Partido de la Ignorancia y la Mala Baba en Madrid este mismo viernes a raíz de la muerte por paro cardíaco de un inmigrante africano que llevaba doce años instalado ilegalmente en España. Como tantas otras personas en su condición este hombre vivía sometido a esas pequeñas mafias que nadie parece muy interesado en desmontar y que emplean a los sinpapeles como manteros en las grandes ciudades españolas para vender productos ilegales. En otros puntos del país, este tipo de inmigrantes sobreviven también, mal pagados y mal alimentados (aunque en comparación con sus países de origen están bastante mejor: por eso aguantan) en trabajos agrícolas, de la construcción o similares.

En lugar de ayudar a estas gentes a integrarse, a educarse, a formarse profesionalmente y a tener un futuro de verdad, estas mafias los usan como carne de cañón para sus negocietes aprovechando su desesperación. Al mismo tiempo, les cuentan todo tipo de historietas irreales para convencerles de que son unas víctimas por el mero hecho de existir y que tienen derecho a todo sin pagar absolutamente por nada. También les animan a montar asociaciones que no suelen llegar a ninguna parte -para que estén entretenidos, en lugar de investigando por sí mismos cómo podrían mejorar de verdad su situación personal- porque la culpa la tiene, ya sabemos, "el sistema capitalista" y no "las personas pobres e inocentes".


En las últimas horas hemos escuchado declaraciones sonrojantes de supuestas personas (siempre he dicho que no todos los que visten como personas y se comportan, al menos aparentemente, como personas son de verdad personas) pertenecientes y/o simpatizantes del susodicho Partido de la Ignorancia y la Mala Baba culpabilizando a la Policía por la muerte de este inmigrante que presuntamente huía de varios agentes cuando le dio el infarto y llamando a las barricadas y los incendios. Y eso, incluso después de conocerse gracias a varios testigos, incluidos algunos de sus propios amigos, que no, que no estaba huyendo de nadie, que caminaba por la calle tranquilamente cuando  falló su corazón. Que, incluso, varios agentes trataron de salvarle la vida practicándole ejercicios cardiorrespiratorios de recuperación, aunque no lo lograron.

Uno, ingenuamente, puede pensar: "Menuda panda de sinvergüenzas y manipuladores,  éstos son los que venían a hacer política nueva y a expulsar a los corruptos y a mejorar la vida de todos y... ¡Ya no les voto otra vez! En las próximas elecciones me buscaré otro partido."  Pero luego mira a su alrededor y comprende que esto es una tarea complicada. ¿A quién entregar con confianza la sacrosanta papeleta de la Voluntad Popular, esa entelequia? ¿A los representantes del Partido Corrupto en el Poder, que siguen forrándose el riñón entre dudas y gimoteos, diciendo una cosa y haciendo otra, a costa de la mayoría del pueblo al que afirman representar? ¿A los del Partido Corrupto en la Oposición, cuya descomposición interna hiede ya a kilómetros de distancia y cuyo tan ambicioso como desnortado líder oficial no está preparado ni para ser presidente de su comunidad de vecinos? ¿A los del Partido Veleta según el Viento que sople que ayer opinaban de una manera sobre la prisión permanente revisable (entre otros temas), hoy de otra y mañana de una tercera diferente, en función de lo que venga mejor para subir en las encuestas?


Hace mucho tiempo, Mc Namara me dijo que los partidos políticos de los humanos eran como los dedos de una mano humana. Es decir, el pulgar puede ser muy diferente al meñique o al corazón, pueden estar enfrentados unos con otros incluso..., pero los cinco están unidos a la palma y, ésta, a la muñeca. "Podréis elegir el dedo que más os guste, pero siempre estará sostenido por la misma muñeca".  

Entonces, ¿no es posible cambiar nada? Ya sabemos que a los Amos les gusta emplear, especialmente, dos herramientas muy eficaces para controlar el patio: la culpa y, sobre todo, el miedo.  Se aplican de distintas formas. Así, algunos investigadores hablan de la "indefensión aprendida" como técnica para evitar cualquier tentativa de cambio. Como ejemplo clásico de ello aparecen los informativos de televisión (ya que es, tristemente -porque atonta al usuario más y mejor que la radio y, aún más, que el periódico-, el medio por el cual se informa mayor número de personas), donde a diario se machaca a la audiencia con historias de crímenes, delitos, desastres naturales, guerras, accidentes..., cuanto más brutal sea el hecho, mejor. Subrayando las emociones de dolor, sufrimiento, tristeza, soledad, pánico..., y, al mismo tiempo, ocultando las noticias buenas, los casos de éxito, las mejoras de cualquier tipo..., se inocula en los espectadores una sensación de temor permanente.

De esta forma, según los estudios basados en la Terror Management Theory (Teoría de la gestión del terror), cuando una persona es sometida durante un tiempo al bombardeo de informaciones que le inspiran miedo a la muerte, siempre tenderá a elegir comportamientos conservadores y autocensurará sus propias ganas de cambio, su rebeldía personal, su ansia de libertad. Se abrazará a aquel conocido y terrible refrán que sentencia Más vale malo conocido que bueno por conocer y no levantará la cabeza para quejarse. Habrá interiorizado que no hay salida y que tampoco hay que protestar porque todo podría ser aún peor. Y esto no afecta sólo a personas mayores de voto conservador sino a la inmensa mayoría de los ciudadanos, incluyendo los jóvenes y los que se creen muy progresistas y muy avanzados a su tiempo..., porque aquí no se trata de opciones políticas sino de manipular el mismo concepto de la diaria existencia. Como dice la famosa frase de guión del jefe de los replicantes en Blade Runner: "Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser esclavo".

 Sólo un puñado de personas (entre cuyas características comunes encontramos el hecho de no tener miedo a morir) se resiste a día de hoy a estos manejos y la Ciencia oficial está dedicando mucho dinero en todo el mundo en múltiples estudios del cerebro para averiguar exactamente por qué... Qué bonito sería pensar que lo hace para que el resto de la sociedad pudiera imitarles, pero tengo la sensación de que el objetivo final de estas investigaciones se orienta más en el sentido de encontrar el "interruptor" que permita "apagar" esa vocación de independencia y poder así "reeducar" a los "resistentes".

Insisto: ¿se puede cambiar algo, en estas condiciones? Hace ya un tiempo, me fui a ver a mi tutor el Gran Thoth para preguntarle. Perseveré muchísimo, me puse verdaderamente pesado. Después de un rato largo, aceptó contestarme.

Me dijo:

- Sí, se puede cambiar. Pero sólo una cosa: a uno mismo.

Me quedé mirándole con cara de pez y volví a la carga, con perplejidad:

- ¿Y de qué vale cambiarse a uno mismo, si no cambia nada más alrededor? 

Él, a su vez, me contempló con aire de sorpresa, como si esperara que yo hubiera sido lo bastante inteligente para que me bastara con su respuesta inicial, y me contó una breve historia.


- Una vez, hace mucho tiempo, los ángeles se presentaron ante Dios y le suplicaron que destruyera la Tierra. No aguantaban por más tiempo la malevolencia, la corrupción, la perversión y la deshonestidad del ser humano -en realidad, se referían al mono sapiens, pero no me atreví a interrumpir al Gran Thoth mientras me contaba esto-. En su opinión, era una criatura completamente descarriada y lo mejor que cabía hacerse era aniquilar el planeta y a todos sus habitantes con él, recuperar la energía invertida allí e intentarlo de nuevo en un mundo nuevo. Dios les escuchó con una sonrisa paciente y les indicó que contemplaran cierto punto del planeta. Los ángeles lo hicieron y descubrieron, en una pequeña habitación de cierta pequeña ciudad, a una pequeña niña que estaba arrodillada, orando. Era una muchacha pura en el mejor de los sentidos, alegre, simpática, llena de luz interior... No lideraba ninguna cruzada, no entretenía a otros niños, no creaba grandes obras de arte, no cuidaba enfermos, no parecía hacer nada de una importancia suprema: sólo oraba. Dios dijo entonces: "Por ella, y sólo por ella, no destruiré la Tierra". Y los ángeles comprendieron, y no volvieron a molestarle con sus demandas.

 Miento si no reconozco que tardé un tiempo en comprender esta historia, pero cuando lo hice me quedé muy tranquilo. Y sigo tranquilo, a pesar del diario desfile de los monstruos.









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