Vivimos una época extraña en la que todo el mundo se siente ofendido por cualquier cosa y donde es difícil discrepar sin ser lapidado. Con piedras de verdad en oriente y con piedras verbales y laborales en occidente. Ahí está el caso de los refugiados con cuyas peripecias nos bombardean los medios de comunicación generalistas de todo el mundo día sí y día también para despertar en nosotros la pena que permita justificar la asunción de medidas que nadie en su sano juicio tomaría en circunstancias normales como, por ejemplo, esa barbaridad de abrir las fronteras europeas alegremente a todos los dolientes del mundo. No quiero que se me entienda mal (es decir, no quiero ser lapidado) y por ello matizo que estoy completamente seguro de que los sirios que huyen de la guerra que los Amos han puesto en marcha en su país con la ayuda cómplice de los gobiernos occidentales (y por interés de los Amos y de esos gobiernos, no del nuestro, el de los ciudadanos que habitamos en los países en los que ellos mandan... ¡ya está bien de querer hacernos culpables de algo que no depende de nosotros!) lo están pasando mal. Tan mal como podría pasarlo cualquiera de nosotros en semejantes circunstancias.
(Entre paréntesis, estoy también completamente seguro de que la inmensa mayoría de que los que agitan pancartas de Refugees Welcome dejarían de hacerlo en el mismo instante en el que sus respectivos gobiernos les dijeran: "bueno, va, acojamos a unas cuantas decenas de miles de personas que no conocen ni nuestro idioma, ni nuestras costumbres, ni nuestra cultura, sin preparación alguna para integrarse y respetar las leyes y la forma de vivir de los países del Viejo Continente -como demuestran todos los días esos sucesos que a menudo censuran los propios grandes medios para "no fomentar el racismo y la xenofobia" según la excusa oficial-, pero como hay que mantenerlos durante tiempo indefinido, vamos a tener que reducirte un 20 % tu salario por ese mismo tiempo, con el fin de pagar su estancia aquí, y además vamos a empeorar tu asistencia médica y social, por no mencionar las oportunidades laborales, porque hay que facilitarles el desembarco".)
Sí, no me gustaría estar en su lugar. Pero ni en el de los sirios ni en el de los bangladeshíes, los afganos, los libios, los somalíes y el resto de refugiados disfrazados de sirios a los que Frau Rebeca Kasper Jentsch, alias Angela Dorotea Kasper, alias Angela Merkel, ha abierto las puertas no ya de Alemania sino del resto de Europa con la excusa de la enésima guerra en Oriente medio. Las propias autoridades germanas han terminado por admitir (eso sí, una vez que se ha consumado el mayor trasvase de población no autorizada de los últimos decenios) que apenas un 20 % de las personas que han llegado estos meses sin documentación alguna a su país y que han desestabilizado todas sus políticas sociales (una amiga alemana me contaba recientemente algunas historias para no dormir en el que fue hace no tanto uno de los países más ordenados de Europa) eran de hecho sirios. Es probable incluso que el porcentaje real sea inferior.
El iconoclasta Gary Brecher cuenta en su, un tanto sobrevalorado, Hazañas y chapuzas bélicas que en Estados Unidos poca gente se enteró de lo que había sucedido realmente en el Sahara occidental en noviembre de 1975, durante la invasión marroquí de la hasta entonces colonia española en suelo africano que pasó a la historia con el nombre de Marcha Verde. Pasó que Rabat expulsó a la débil potencia colonial (España) y usurpó el control de su propio país a los nativos (saharauis) mediante el expediente de amontonar a 350.000 civiles (y hoy sabemos que también unos cuantos militares bien armados camuflados entre ellos, pero éstos no aparecían en fotos y películas de la época, de la misma manera que en las televisiones de hoy día siempre vemos primeros planos de frágiles mujeres y niños entre los refugiados, aunque la mayoría de ellos son hombres jóvenes y fuertes) en su frontera sur. Luego, al grito habitual de Alá es grande, los lanzó a ocupar el Sahara donde entraron sin que las tropas españolas hicieran nada por evitarlo. En primer lugar, no podían: apenas eran un puñado de soldados para detener aquella marea humana. En segundo lugar, no lo hubieran hecho, a no ser que hubieran sido atacados previamente y su vida corriera peligro: ¿qué militar occidental contemporáneo con dos dedos de frente dispararía a civiles desarmados?
Brecher matiza certeramente que, si bien los norteamericanos no comprendían muy bien lo que ocurría, "muchas juntas militares y oligarquías tercermundistas, hambrientas de tierras, sí prestaron atención" al "nuevo sistema de apoderarse de otro país" sin pegar un tiro. Y añade, premonitorio: "mi predicción es que veremos muchas Marchas Verdes, con riadas de 'indefensos civiles' cruzando fronteras y retando a las tropas a dispararles". Claro que "con el tiempo surgirán contramedidas. O contrachusmas, quizá: vuestra chusma de civiles desarmados contra nuestra chusma de civiles desarmados. No será nada bonito pero funcionará". Y advierte de que todo se reducirá a un trabajo de propaganda televisiva del estilo "¿Pueden los nuestros morir poniendo más cara de pena que los vuestros? ¿Pueden nuestros niños en primer plano poner más cara de pena que los vuestros? Más vale que en West Point vayan incluyendo esta asignatura: 'Cómo grabar videos caseros'". Interesante reflexión, especialmente si tenemos en cuenta que fue publicada por primera vez en 2008.
Por cierto, en ese mismo libro se refiere a guerras hoy perfectamente olvidadas pero que fueron aún peores que la de Siria porque sus víctimas padecieron más y de forma más cruel, sin que la opinión pública europea, norteamericana o mundial se inmutara ni la mitad de lo que hace ahora gracias a los "dramáticos testimonios en directo" de los enviados especiales y las "caras famosas" que se apuntan a trabajos humanitarios con ONGs para engordar su curriculum público de "buenas personas". La razón, ya lo hemos apuntado más arriba, es la tremenda manipulación emocional a la que está siendo sometida la población occidental a través de los grandes medios de comunicación, ansiosos de "vender" su producto y de paso cumplir con su misión de inocular pavor a la gente para bloquear su capacidad de pensar por sí misma y que se plantee cuestiones tan sencillas como, sin ir más lejos, ¿cómo es posible que toda esa gente viaje tantos kilómetros para huir de la guerra, a países que no conocen en absoluto y cuya cultura es completamente diferente? Los republicanos que huían de la derrota tras la última guerra civil española, lo hicieron a Francia o, si tenían más dinero o buena suerte, a los países americanos de habla española, no a Suráfrica o a la China.
Una de esas guerras hoy en el cajón fue la de Biafra. "Estás más flaco que un niño de Biafra" era una expresión tan brutal y poco caritativa como corriente en las conversaciones de mi infancia en esta última reencarnación. A día de hoy poca gente recuerda ese conflicto bélico y aún menos sabe por qué se produjo o qué es lo que se estaba jugando en ella más allá de que se desarrollaba en algún ignoto paraje africano, pero todos los que tienen cierta edad guardan bajo siete llaves en algún rincón de su mente las espantosas imágenes publicadas entonces por primera vez de esos niños negros, esqueléticos pero de vientre hinchado, con ojos saltones comidos por las moscas e incapaces de tenerse en pie. He escogido una de las imágenes menos duras para replicarla aquí: una vieja portada de la revista Life, de todas formas muy expresiva.
Nigeria es uno de los principales países africanos, por extensión, población y recursos. Hoy podría ser una potencia emergente equiparable a Brasil en América o a la India en Asia, pero la corrupción, la guerra y la desvertebración cultural y política lo ha convertido en otro pantano en el que unos pocos viven muy bien a costa de la miseria de casi todos los demás. Recordemos que Boko Haram, la guerrilla terrorista islámica que se ha hecho tristemente célebre en los últimos años, es precisamente nigeriana. Pero el fracaso como Estado de este país nace desde su mismo origen, a raíz de ese desastroso reparto que ingleses y franceses impusieron al resto de europeos colonizadores y, sobre todo, a los nativos, al trazar en el África del siglo XIX una serie de fronteras irreales que no atendían a la realidad de las tribus locales sino al alcance de los fusiles de cada uno y al uso indiscriminado de escuadra y cartabón sobre la cartografía. Cuando los británicos se marcharon formalmente de allí a principios de los años 60', los empobrecidos musulmanes hausa fulani del norte desataron su furia contra los más acomodados ibos o igbos cristianos de la costa y en pocos días murieron unas 30.000 personas, que se dice pronto. Harto de que masacraran a los suyos y dando por sentado que una Nigeria intertribal no tenía futuro, el teniente coronel Chukwuemeka Odumegwu Ojukwu declaró en julio de 1967 la independencia de la zona sureste del país que pasaría a ser el Estado independiente de Biafra, la nación de los ibos.
Podría haber sido la solución para la paz, pero lógicamente el gobierno nigeriano no estaba dispuesto a perder la región (sobre todo, su petróleo), así que lanzó una ofensiva en toda regla para aplastar a los rebeldes, a los que oficialmente sólo llegaron a reconocer cinco países (Gabón, Costa de Marfil, Tanzania, Zambia y Haití) si bien otros como Francia, Portugal, Suráfrica o Israel miraban con buenos ojos la secesión y facilitaron ayuda financiera y/o militar. Los biafreños se defendieron bastante bien, pese a contar con un ejército diez veces menor al nigeriano, y lograron detener temporalmente el avance de la ofensiva. Así que los nigerianos no sólo reforzaron su despliegue militar sino que recurrieron a tácticas medievales como la rendición por hambre y el exterminio puro y duro de la población civil. Ocuparon la zona de la costa a ambos lados del delta del río Níger y estrangularon así el abastecimiento: no sólo el de armas sino, principalmente, de alimentos y medicinas. Luego, se sentaron a ver pasar el cadáver del enemigo, como suele decirse...
Durante los meses siguientes, a medida que la comida se terminaba, comenzaron a producirse esas horrendas imágenes de pueblos enteros falleciendo de inanición, al estilo del Holomodor que Stalin aplicó en Ucrania, donde mató de hambre a unos 7 millones de personas. Los africanos tuvieron más suerte: se cree que "sólo" murieron en torno a 1 millón... A finales de 1969, los biafreños no tenían fuerza ni para levantar el fusil y una gran ofensiva final terminó de derrotarlos. A principios de 1970 se firmó la paz y el sueño de un país para los ibos se desvaneció.
En esos años tremendos encontramos la inspiradora historia de un sueco llamado Carl Gustaf Ericsson von Rosen (a la izquierda, de jovencito) que, de no haber sido por su particular linaje familiar, seguramente habría alcanzado la gloria de la popularidad y recibido homenajes como héroe internacional, además de haberse escrito multitud de libros y obras de teatro y rodado películas y teleseries sobre su vida. Pero..., tuvo la mala fortuna de ser sobrino de Carin Göring quien, como su nombre indica, era la esposa de Hermann Göring, el comandante supremo de la Luftwaffe del III Reich. Por lo tanto, su peculiar trayectoria vital ha sido oscurecida y ha pasado casi inadvertida para el común de los mortales, a pesar de que personalmente nunca simpatizó con el régimen de Hitler y, si no luchó como piloto de la RAF contra Alemania, fue porque los británicos nunca terminaron de creerse que alguien tan próximo al mariscal aéreo tuviera su propia visión de las cosas.
Nacido en Södermanland, nuestro hombre fue hijo del explorador Eric von Rosen y desde muy joven se interesó por la aviación. Buena parte de culpa la tuvo el propio Göring, quien fue uno de los principales ases de la I Guerra Mundial, tras la estela del inolvidable Barón Rojo, y que más tarde demostraría que su capacidad y eficiencia como comandante del arma aérea era inversamente proporcional a su habilidad como piloto de combate. El caso es que von Rosen comenzó su propia carrera como piloto de acrobacias y en 1968 consiguió un trabajo para Transair, una línea aérea comercial de Suecia que viajaba a África. En el continente negro, se encargó de pilotar peligrosos trayectos entre la colonia portuguesa de Santo Tomé y la ciudad nigeriana de Uli para transportar suministros médicos destinados a Biafra. Indignado por el acoso que sufrió de la fuera aérea nigeriana (que contaba con aviones entonces de última generación como el caza MIG 17 o el bombardero Il 28, aunque ninguno de ellos atacó jamás un objetivo militar biafreño: sólo hospitales, campos de refugiados y columnas de civiles), así como las atrocidades que estaba cometiendo contra los rebeldes, simpatizó con la causa de éstos. No se sabe muy bien cómo ni por qué pero no sólo se ofreció voluntario para organizar un pequeño escuadrón de aviación militar con el que combatir a los nigerianos sino que obtuvo increíbles éxitos militares con él.
Y es que este singular sueco se dio perfecta cuenta de la utilidad que podía obtenerse de un pequeño grupo de avionetas de hélice Malmö MFI 9, aun levemente artilladas, siempre que fueran pilotadas por manos expertas. Adquirió cinco de estos aviones pequeños y lentos de uso civil fabricados por SAAB porque eran ideales para escapar a los demasiado rápidos reactores nigerianos y para atacar por sorpresa aprovechando sus vuelos casi rasantes por encima de la selva, que les hacían prácticamente invisibles hasta el último momento. Les bautizó como los Bebés de Biafra (en la foto, con los aviones y algunos de sus compañeros) aunque la mayoría de la gente les conocía simplemente como las "pulgas" y sus hojas de servicios, firmadas por sus tres pilotos suecos y tres biafreños resultan asombrosas. Ni una de ellas fue derribada por los nigerianos, a los que asestaron varios golpes muy eficientes. La prueba es que casi la mitad de los 400 cohetes anticarro de 68 milímetros que fueron lanzados desde las "pulgas" alcanzaron su blanco, lo que es un tremendo éxito teniendo en cuenta que hablamos de munición aire-tierra sin guía. El audaz equipo de von Rosen destruyó varios MIG 17 y otros Il 28, además de un Canberra, helicópteros, camiones, una torre de control...y causó cientos de bajas entre los soldados nigerianos. Sus objetivos eran las bases aéreas enemigas porque ni el sueco ni su equipo podían soportar las barbaridades que cometían los aviones militares nigerianos contra la población civil. Así, lo que nació como una solución de emergencia, porque ningún fabricante de aviones de combate modernos quiso vender sus aparatos a Biafra, acabó asombrando al mundo.
Von Rosen no pudo evitar la derrota de Biafra, porque el desnivel de fuerzas enfrentadas era monstruoso. Nigeria tenía "barra libre" de armamento de la URSS y Biafra jamás cosechó un apoyo decidido de ninguna gran potencia. Así que todo terminó como antes comentamos. Por cierto que ésta tampoco fue la única locura aérea en la vida de este sueco intrépido. Durante la invasión de la Italia de Mussolini en Etiopía, ya había llevado a cabo misiones de apoyo transportando suministros y comida para la Cruz Roja además de proceder a peligrosas evacuaciones de heridos en el campo de batalla. Y en la conocida como Guerra de Invierno se presentó voluntario para ayudar a los bravos finlandeses contra los invasores soviéticos. Y, más tarde, en 1974 participó en nuevas misiones de ayuda para las víctimas del hambre en Etiopía. Precisamente halló la muerte en 1977 durante uno de los enfrentamientos entre etíopes y somalíes, cuando se encontraba en misión de ayuda para refugiados. Fue tiroteado, en tierra, durante un ataque sorpresa de unidades de Somalia.
Al pensar en la historia de von Rosen en Biafra, la estúpida lógica moderna no puede más que desestimarla y burlarse de sus esfuerzos, destinados al fracaso desde el primer momento aunque sólo fuera por la simple fuerza del número: seis locos del aire montados en cinco avionetas (ni siquiera tenían una para cada uno) tarde o temprano habrían caído ante miles de militares profesionales, si antes no se hubiera desintegrado todo el país por culpa del hambre programada. Pero si alguien ha pensado así al leer acerca de ella, debe saber desde ya que esta bitácora no es su sitio, en absoluto...
Este sueco tan especial demostró que siempre es posible hacer algo. Por dramáticas que sean las circunstancias, por enorme que sea la inferioridad de condiciones, por desesperada que sea tu situación. Siempre. Puede que no logres cambiar el sentido de la guerra, ni siquiera de una batalla concreta, pero no es eso lo que le importa al verdadero guerrero, para quien lo esencial es su propio papel durante el combate. ¿Plantaste cara? ¿Diste todo de ti, fuera mucho o poco? ¿Fuiste capaz de conservar tu honor? ¡Qué importa si al final ganas o pierdes, vives o mueres! Después de todo, hasta el más fuerte y hermoso de los cuerpos materiales será reducido a escombros tarde o temprano así que, en el viaje del héroe, lo que cuenta de verdad no es el destino final, sino el camino que recorres y cómo lo recorres. Esto lo conocían muy bien los pueblos antiguos europeos, que marchaban a luchar sin miedo a la muerte. Sabemos acerca de ciertas tribus celtas que, incluso, cargaban contra sus enemigos con los penes erectos, mostrando así su vigor personal y su desprecio ante la perspectiva de morir que, al contrario, aterraba a los antiguos pueblos orientales. Porque nuestros ancestros conocían el secreto, hoy vedado, de la existencia de Tir Na Nog, la Tierra de la Eterna Juventud.
Hoy el mundo vive tiempos oscuros. Somos, digamos, una especie de nuevos biafreños en este planeta. Es un buen momento para probar nuestro temple, para seguir la estela de von Rosen, cada uno sabrá cómo. Algún día, en nuestro lecho de muerte (que siempre está más cerca de lo que pensamos), repasaremos brevemente esta existencia y nos preguntaremos si hicimos algo digno, algo heroico por lo cual nuestra vida mereció la pena, o simplemente fuimos una hormiga más en el termitero que será arrastrada por las cloacas del tiempo sin pena ni gloria, como tantas otras. La mayoría de las personas, que renunció al camino del guerrero en vida, sólo en ese momento supremo comprenderá que hubiera merecido la pena seguirlo. Sólo un puñado de valientes podrá dejar este mundo sonriendo y en paz consigo mismos.
La pregunta es si queremos ser uno de ellos.
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