Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 29 de abril de 2016

Viaje al secreto

Es posible que el futuro del homo sapiens esté en las estrellas, pero a estas alturas todavía se encuentra bastante lejos de abandonar este diminuto planeta ubicado en un barrio de las afueras de esta pequeña galaxia. Un mundo que además desconoce casi por completo, a pesar de que una y otra vez vaya presumiendo por ahí de que se trata de territorio conquistado prácticamente en su totalidad... No es cierto, claro. Para empezar, existe una ignorancia profunda, y nunca mejor dicho, acerca de lo que hay bajo sus pies: todo lo que sabemos acerca del interior de la Tierra, gracias a los análisis sismográficos, es que está compuesta por niveles de distinta densidad. Y punto. La teoría ahora mismo aceptada a nivel general acerca de las sucesivas capas que se pueden encontrar bajo la corteza junto con el presunto núcleo central de hierro y otros metales no es, de cierto, más que una teoría que no ha podido ser comprobada.

Resulta paradójico (además de sorprendente, el hecho de que muy poca gente constate esa paradoja) que hayamos sido capaces de enviar un ingenio espacial como la Voyager 1 tan lejos de la Tierra como para que en estos momentos se encuentre a más de 14.000 millones de kilómetros del Sol, a punto de salir para siempre de nuestro sistema, y, sin embargo, no hayamos logrado perforar ni siquiera a 13 kilómetros de profundidad en nuestro propio planeta. Si hay que ser sinceros, teniendo en cuenta lo poco que ahora mismo sabemos a ciencia cierta sobre lo que puede haber dentro de nuestro planeta, opinar sobre ello es como si un hombre primitivo disertara sobre lo que hay o puede haber dentro del cuerpo humano basándose en la mera observación del pequeño cráter que ha dejado en su piel la extracción de un punto negro en su nariz.

Ahora bien, si nos quedamos en la parte superficial del planeta, hay que recordar que tres cuartas partes del mismo está cubierto (y oculto) por las aguas. Todos los submarinos, batiscafos, buceadores y demás métodos empleados para explorar las inmensidades oceánicas son apenas nada por mucho sonar que empleemos. Y, si nos ceñimos a la tierra, existe un porcentaje muy elevado de su superficie que sigue siendo completamente desconocido para nosotros: como dato curioso, ese porcentaje es mayor en la en teoría "civilizada" América que en la "salvaje" África. Regiones polares, selvas impenetrables, desiertos inhóspitos, grandes cadenas montañosas... Sí, estos lugares han sido cartografiados y hasta fotografiados por el Google Maps, así que están supuestamente "bajo control", pero en la práctica están deshabitados y no sabemos exactamente lo que hay más allá de las imágenes 
vía satélite. Así lo demuestra el hecho de que cada año se descubran nuevas especies animales y vegetales e incluso lugares tan espectaculares como esa caverna gigante de Hang Son Doong (imagen a la izquierda), conocida como "la cueva infinita" por razones obvias para los privilegiados que la han visitado en Vietnam. Incluso en lugares como Europa, que no por nada se llama el Viejo Continente, existen multitud de lugares en la práctica deshabitados y en absoluto frecuentados. Las mismas ciudades, donde la concentración cada vez mayor de población confiere a ésta una (muy) falsa sensación de "seguridad" ante los imprevistos de la Naturaleza, encontramos puntos misteriosos, como las famosas catacumbas de París o las no menos conocidas de Roma, a día de hoy no exploradas por completo.

Con todo esto, queda claro que la era de las grandes exploraciones ha terminado..., relativamente. Para un espíritu intrépido aún quedan muchos viajes pendientes, como demostró en su día uno de los investigadores españoles de lo oculto más osados y a día de hoy llorado: Andreas Faber Kaiser. Los libros de este periodista y viajero que llegó a muchos sitios a donde nadie había llegado y que descubrió algunas cosas que no se podían descubrir (quizá por ello murió de una manera inesperada antes de cumplir los cincuenta ños de edad), son altamente recomendables para plantearse algunas supuestas certezas impuestas oficialmente.

Uno de sus muchos viajes le llevó a la isla de Ponapé, en el archipiélago de las islas Carolinas, en lo que hoy se conoce oficialmente como Estados Federados de Micronesia (EFM). Las Carolinas fueron descubiertas y conquistadas por navegantes españoles. Toribio Alonso de Salazar las avistó oficialmente en 1526 y luego pasaron por allí gentes como Alonso de Saavedra, Miguel López de Legazpi y Pedro Fernández de Quirós. En Ponapé fundaron los españoles la ciudad de Santiago de la Ascensión, primera capital de la isla y sede del gobierno colonial, más como operación de prestigio imperial que por otra cosa porque el lugar no resultaba muy atractivo desde el punto de vista comercial y además los nativos eran muy belicosos: en 1887, una rebelión indígena terminó con la matanza de todos los colonos y hubo que fletar una fuerte expedición militar para recuperar el control de la isla. Con la pérdida de los últimos restos del imperio en 1898, Ponapé fue vendida a Alemania, que la renombró oficialmente como Kolonia, como no podía ser de otra manera. Tras la Primera Guerra Mundial pasó a manos de Japón y, después de la Segunda Guerra Mundial, quedó en manos de Estados Unidos, como todas las Carolinas. En 1990 los EFM obtuvieron su independencia oficial..., aunque continúan como no podía ser de otro modo bajo la tutela de Washington.

¿Qué fue a hacer Faber Kaiser a esta antigua colonia española? Los estudiosos de la leyenda de Atlántida, el antiguo continente perdido en el Atlántico, recordarán sin duda la existencia de un mito similar pero anterior incluso en el tiempo: el de Lemuria o Mu, el aún más antiguo continente perdido en el Pacífico. En plena ola de misticismo francés a finales del siglo XIX, diversos estudiosos relacionaron Ponapé con Lemuria debido a las extrañas ruinas arqueológicas de Nan Madol, bautizadas turísticamente como "la Venecia del Pacífico". Se trata de un complejo de grandes bloques de basalto instalados sobre islotes, no está muy claro por quién, en un área con canales y restos de muros y palacios que se cree empezó a ser habitada alrededor del 200 después de Cristo. Para los franceses, que especulaban ávidamente sobre los relatos locales que hacían alusión a la magia negra como fórmula utilizada para edificarla, Nan Madol sería parte de la antigua Lemuria. 

En los albores del siglo XX se difundieron otras noticias acerca de los restos sumergidos allí, donde buscadores de perlas y comerciantes japoneses habrían encontrado  más ruinas de muros, columnas, bóvedas y hasta calles empedradas, todas bajo el océano. Esta ciudad submarina incluiría, según estos aventureros, un panteón que albergaba sarcófagos ¡de platino! donde reposaban lo que quedaba de los cuerpos de los nobles que rigieron la misteriosa urbe. Los japoneses habrían empezado a extraer ese platino hasta que en un momento dado los submarinistas que realizaban el trabajo desaparecieron sin que nadie volviera a verlos nunca más. Luego llegó la Segunda Guerra Mundial y Ponapé cayó en el olvido. Diversos autores posteriores, unos de ficción y otros no tanto, enredaron aún más la madeja con todo tipo de planteamientos más o menos extravagantes hasta que el humo ocultó el fuego por completo y la isla desapareció del mapa del conocimiento común..., y pasó así a convertirse en un atractivo escenario del misterio.

Así que Faber Kaiser organizó su expedición al lugar en compañía de su colega Miquel Amat allá por los años ochenta y tras un largo viaje logró llegar al sitio "a donde nadie va", según lo definían todos aquéllos a quienes preguntó en el trayecto. El  escenario era paradisíaco, desde el punto de vista hollywoodense: la clásica islita del Pacífico, rodeada de atolones y rocas, saturada de jungla y con un pico volcánico de menos de mil metros como principal altura, donde llueve casi todos los días y donde uno se puede encontrar todo tipo de bichos. Allí los exploradores españoles se encontraron con la desconfianza y las preguntas incómodas de los nativos, antes de poder visitar las ruinas de Nan Madol, parte de las cuales se aprecia en esta imagen, y recabar de la memoria local las historias de "gigantes" que podían volar y transportar, también por el aire, los gigantescos bloques de piedra empleados para levantar las construcciones ahora derruidas.

Una de las leyendas que recogió Faber Kaiser de labios de un nativo contaba cómo nueve parejas de hombres y mujeres que navegaban por el Pacífico en busca de un lugar donde poder instalarse se encontraron con un pulpo llamado Letakika que les explicó la ruta para alcanzar una roca que sobresalía de la superficie marina y sobre la cual podrían construir una isla. Sólo una pareja se quedó en la roca, cuando la encontraron, pues el resto continuó viaje. El curioso nombre de la mujer era Lemuetu (tan parecido a Lemuria) considerada desde entonces como la madre de Ponapé pues, por supuesto, la isla fue construida alrededor de esa roca. Los exploradores españoles fueron a buscar la roca original a la jungla de Salapwuk, en el interior de la isla, en un escenario mágico en el que se convirtieron en los primeros extranjeros a los que se permitió acceder... Tiempo después, publicaría sus aventuras en Ponapé en el libro Sobre el secreto, aunque en él reconocía no haber recogido toda la información que recopiló, por mantener el compromiso adquirido con los guardianes del lugar de no revelar ciertas informaciones que le habían facilitado. Ésta es una vieja tradición desde los tiempos de Heródoto que, en su libro sobre Egipto, donde fue iniciado en una Escuela de Misterios, contó sólo parte de lo que había visto ya que las cosas más importantes las había aprendido bajo juramento de secreto.

También se refirió a otros mitos interesantes que le contaron allí, como el de Kanekin Zapatan, un ser "descendido de las alturas" junto con varios compañeros suyos "que sabían volar", como tantos otros "dioses" recordados por antiguas leyendas. Para ello usaban unos "grandes pájaros" donde viajaban varios a la vez o unos "sacos voladores" con capacidad para una sola persona cada uno. El tal Kanekin se enamoró de la hija de un jefe nativo, se casó con ella y luego se la llevó consigo. El hijo de ambos, un niño "diferente" con "poderes mágicos" como por ejemplo caminar sobre el agua fue llamado Luk (tan parecido al Lug celta, dios especialmente luminoso...). Por cierto que según los nativos de la isla, Nan Madol fue levantada por dos hermanos, Olosipe y Olosaupa, que también llegaron "en una nube" y que poseían "poderosos recursos mágicos" además de ser ingenieros, arquitectos, constructores, instructores y sacerdotes. Lo hicieron "convocando" los bloques de basalto que llegaron flotando en el aire para irse colocando cada uno en su sitio... Historias similares se contaban en el antiguo Egipto para explicar la construcción de algunas de sus ciclópeas construcciones pero, en general, los relatos mitológicos recogidos en Ponapé están en la misma línea de los que encontramos en muchos otros lugares del planeta, muy alejados entre sí. 

De lo que pudo hacer público Faber Kaiser, la idea más interesante es que Salapwuk y la misma Ponapé no eran en realidad más que una señalización, y al mismo tiempo una barrera, para el verdadero misterio sumergido junto a las costas de la isla: la existencia de una antiquísima ciudad oculta hoy por el Pacífico y que algunas expediciones australianas y norteamericanas, además de japonesas, podrían haber llegado a avistar aunque sin hacerlo del dominio público. Un enigma que conocían los Sau Rakim o grandes iniciados que, en la época de su viaje, habían desaparecido al menos públicamente y que había quedado en manos de una sociedad secreta, la de los Tsamoro, compuesta por los jefes de tribu y otros miembros que debían pasar una ardua iniciación de varios años de duración. Algunos de ellos habrían facilitado éstas y otras informaciones.

¿Qué hay realmente en Ponapé y en su litoral? ¿Quién construyó de verdad (y cómo) Nan Madol? ¿Cuál es el principal secreto del secreto? Las respuestas continúan allí.


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