El Archivero Mayor del Cotolengo de Santa Eduvigis no tiene en mucha estima a Francia ni a los franceses. Citándole textualmente, en más de una ocasión se ha referido a ellos con la siguiente expresión: "los franceses tienen todos los defectos de los españoles pero ninguna de sus virtudes". A mí, personalmente, los franceses me son tan indiferentes como los belgas, los jamaicanos o los coreanos, pero sí es verdad que les reconozco dos cosas. La primera, una capacidad asombrosa para meter históricamente el dedo en el ojo a los españoles (la verdad es que también lo hicieron con sus otros vecinos importantes, los alemanes y los ingleses, pero ambos, cada uno a su manera, les obligaron a partir de cierto momento a no pasarse de la raya..., cosa de la que parecen incapaces los iberos contemporáneos, que arrastran a día de hoy un tan increíble como desnortado complejo de inferioridad respecto a sus vecinos allende los Pirineos). Y la segunda, la posesión de un gran, un fenomenal, gabinete de prensa y relaciones públicas.
Y un buen ejemplo de ello es el de Pierre Jacques Étienne, vizconde de Cambronne, uno de los generales franceses más populares de las guerras napoleónicas. Se hizo muy famoso en su época por las dos frases que se supone pronunció durante la batalla de Waterloo. En la última parte del enfrentamiento, cuando los británicos de Wellington y los prusianos de Blücher tenían contra las cuerdas a los franceses de Bonaparte, fue conminado a rendirse junto con la Guardia Imperial que comandaba pero contestó con su célebre "La garde meurt mais ne se rend pas", o sea: "La Guardia muere, pero no se rinde". A pesar de la bravata, las cosas pintaban realmente feas, así que le enviaron otro mensaje para evitar mayor derramamiento de sangre, al que respondió con la que desde entonces se conoce en Francia como "la palabra de Cambronne". En francés, la susodicha palabra es "Merde!", o sea: "¡Mierda!"
Cuando este sucedido se conoció en París, todo fueron elogios para el valor mostrado por el general que había sido capaz de hacer frente a la muerte con semejante gallardía. Y desde entonces muchos franceses se emocionan y hasta puede que suelten su lagrimita recordando semejante presencia de ánimo y ansiando algún día poder comportarse como aquel heroico jefe... Poca gente en aquel momento (menos aún, hoy en día) se interesó por comprobar la veracidad de los hechos. Sin embargo, los que lo hicieron se llevaron una sorpresa. Según diversos investigadores históricos y militares, el verdadero autor de esas palabras debió ser el general Claudio-Etienne Michel, colega de Cambronne que sí murió en Waterloo..., porque lo cierto es que Cambronne no lo hizo: resultó simplemente herido y fue prisionero de guerra. No sólo eso, sino que se casó con una mujer ¡escocesa! llamada Mary Osburn y, convertido en vizconde, murió tranquilamente en su cama en 1842, casi treinta años después de Waterloo...
Así que es cierto que Francia siempre ha dispuesto de una impresionante capacidad de relaciones públicas y mercadotecnia que le ha permitido alterar la realidad con una facilidad asombrosa vendiéndola luego como mejor le ha convenido. Por ejemplo, eso de presentarse poco menos que como cuna de los mejores cocineros del mundo cuando la mayor aportación culinaria que ha hecho en toda su historia fue la invención de diversos tipos de salsas para disimular el pésimo estado de las materias primas (carnes y pescados, especialmente). O lo de alardear de defensora de minorías intelectuales y de pensamiento cuando la historia francesa está llena de sanguinarias persecuciones, asesinatos y matanzas de disidentes respecto a quien estuviera en el poder en ese momento: desde los cátaros hasta los hugonotes pasando por los templarios y tantos otros. Un auténtico monumento a la hipocresía francesa es la conocidísima Plaza de la Concordia de París: un nombre bello para un emplazamiento público..., si no fuera porque constituyó el más sangriento escenario de la mitificadísima Revolución Francesa con la instalación de la guillotina (sin olvidar por cierto el obelisco de Luxor que aún hoy se levanta allí en medio como símbolo de la rapiña colonial francesa en Egipto).
Por esto me resulta especialmente interesante la reciente publicación de uno de esos libros históricos sesudos, bien documentados y caros que por desgracia no se convertirá en un best seller durante estas Navidades porque la mayoría de los lectores prefieren perder el tiempo leyendo las mismas historias melodramáticas de ficción que les ofrece la industria. Se trata de Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis, obra publicada por el periodista (me produce una nostálgica satisfacción saber que este prostituido oficio nuestro aún sirve para algo) británico Alan Riding, que sirve para ayudar a desmontar una de las muchas mentiras históricas "a la francesa": la pretendida resistencia popular a la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial, probablemente el conflicto más documentado y, oh paradoja, al mismo tiempo peor explicado de la historia de la humanidad.
La guerra entre alemanes y franceses fue rápida y no muy sangrienta, gracias a tres factores: la eficacia de la Blitzkrieg como nueva táctica bélica, la pésima dirección militar francesa (ahogada por su deficiente preparación y su clara indecisión ante el transcurso de los hechos) y las pocas ganas que tenían ambos países de pelearse entre ellos (aunque las historias oficiales no insisten mucho en este punto, Hitler dijo en numerosas ocasiones y como tal está documentado que su objetivo siempre fue luchar contra el régimen comunista de la Unión Soviética y permitir la expansión alemana hacia el Este, no enfrentarse a los países de Occidente, contra los que combatió porque se vio obligado a ello y no por decisión propia). En consecuencia, y tras apenas unos meses de tiroteos, Berlín se apoderó cómodamente de París. La ocupación alemana de Francia no supuso un trauma especial para los franceses, la mayoría de los cuales por cierto en aquella época abrazaban ideas muy similares a las de los alemanes. De hecho, y aunque esto ha molestado muchísimo (y por ello se ha ocultado tanto) a los políticamente correctos de la posteridad, franceses y alemanes convivieron en general sin demasiados problemas porque los ocupantes respetaron la mayor parte del territorio ocupado, incluyendo los bienes y las personas, lo que no ocurriría años más tarde cuando la suerte de las armas cambió y la invasión de los aliados en Alemania se convirtió en un saqueo y un destrozo sin parangón en la historia de las tierras germanas.
En cuanto a la Resistencia, que tantas veces hemos visto glorificada en las películas de Hollywood, fue meramente testimonial y sólo adquirió una relativa importancia en el teatro de la guerra como preparación del Desembarco de Normandía y a la hora de hostigar a las columnas alemanas en retirada. Eso sí: no bien salió el último soldado alemán del territorio francés comenzaron a aparecer resistentes como champiñones después de la lluvia. De repente, tantas y tantas personas, empezando por los antaño seguidores de Pétain y compañía en la llamada Francia de Vichy, empezaron a revelar su "vida privada" como "saboteadores en la sombra", "luchadores por la libertad" y "guerreros secretos contra la opresión alemana" y se desbocó la creatividad a la hora de inventarse todo tipo de cuentos y leyendas para justificar la opción personal durante los años precedentes. Una actitud verdaderamente patética que se reprodujo en otras partes de Europa..., que en realidad se ha reproducido siempre en todo el mundo y en todas las épocas cuando el poder efectivo cambia de manos.
El libro de Riding es especialmente interesante por cuanto pasa revista (y desnuda en más de un caso) a la forma de actuar no de la gente corriente, sino de los intelectuales, los escritores, los pintores, las personas cultas y con responsabilidad respecto al país que les había visto nacer o en el que habían encontrado refugio y que no hicieron honor a los ideales sobre los que tanto parloteaban en los cafés: los Camus, Sartre, Aragon, Duras, Picasso, Gallimard..., cuyas biografías pasan de puntillas o mienten descaradamente sobre lo que hicieron en aquella época. En abril de 1940, la vida nocturna de París incluía más de un centenar de cines, 25 teatros y 21 cabarets. La mayoría siguieron funcionando sin problemas después de que la Wehrmacht, el ejército germano, entrara en la capital francesa sin hallar ninguna resistencia.
Según cuenta el propio Riding en algunas entrevistas publicadas sobre su libro: "la vida cultural de París se reanudó enseguida, entre otras razones por la francofilia declarada de muchos alemanes (no olvidemos, a propósito, que los francos, el pueblo que da nombre a Francia, es de origen germano) ... Sartre, Camus, Picaso y muchos otros se pasaron allí toda la guerra de fiesta en fiesta y de borrachera en borrachera. Simone de Beauvoir lo cuenta muy bien: como había toque de queda, se pasaban toda la noche sin moverse del sitio, bebiendo. Se podría entender la situación, pero yo personalmente he vivido cosas parecidas, por ejemplo Argentina bajo la dictadura militar y puedo garantizar que había mucha menos alegría que en el París ocupado (...) El narcisismo es verdadero entre los artistas y se dejaron querer. Si a uno le invitaban a visitar Alemania formando parte del grupo de los mejores artistas franceses... ¿Cómo negarse?"
Y añade datos concretos sobre agunos protagonistas: "Picasso se pasó toda la guerra en su estudio de París. Tal vez hubiera podido escapar a Nueva York, como hicieron otros, pero escoge quedarse en París (...) Se decía que algún oficial alemán le daba madera para quemar en su estufa o que el Sonderführer del escuadrón de propaganda le proporcionaba telas para pintar (...) La figura de Mitterrand es emblemática en este sentido (se refiere al "cambio de chaqueta" de muchos franceses a lo largo de la guerra, en función de cómo fue evolucionando ésta) con un pie a cada lado. Estuvo con Vichy al principio y luego se pasó a la resistencia sin reconocer jamás la culpabilidad del estado francés." Sartre, que después de la guerra llegaría a reinventarse como tantos otros en este grupo, no tuvo inconveniente moral alguno en señalar con el dedo a los "verdaderos colaboracionistas" que fueron incluidos en listas negras y perseguidos en Francia tras la derrota alemana mientras él quedaba como un héroe de la resistencia intelectual.
La lectura de Y siguió la fiesta... supone un buen ejercicio para los desmemoriados y, sobre todo, para los engañados: aquéllos, que por desgracia siempre han sido mayoría en nuestra sociedad, a los que sólo se les cuenta la parte de la Historia que interesa contar y se la creen a pies juntillas sin plantearse nunca cómo es posible que los buenos fueran tan buenos, los malos tan malos y que además los malos no se dieran cuenta de que estaban en el bando equivocado.
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