Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Hans Staden

Hace poco leí la historia de un mercenario alemán, un artillero de nombre Hans Staden y oriundo de Hesse (hay que ver la cantidad de gente oriunda de la capital de Wiesbaden que combatió por dinero en guerras ajenas en territorio americano...) que a mediados del siglo XVI estaba al servicio de la Corona Portuguesa en Fuerte San Felipe, una fortaleza ubicada cerca de Sao Paulo, en Brasil. Un día se alejó demasiado de la protección de sus muros y fue capturado por los indios tupinambá, en guerra contra los conquistadores lusos. Los nativos le dieron una somanta de palos y se lo llevaron a su aldea, Ubatuba, donde según contó después le obligaron a gritar en voz alta y en el idioma de los indígenas que ya llegaba la comida. La comida era él, porque pensaban devorarlo...

Como Staden era una pieza valiosa (no todos los días conseguían capturar a un mercenario europeo), los tupinambá decidieron reservarlo para un banquete especial en lugar de ponerlo inmediatamente a la cazuela. Durante nueve meses y medio (un auténtico parto de sufrimiento personal, a la espera de que le llegara el turno), convivió con los indios y fue testigo de cómo éstos se comían sin pudor a otros prisioneros, capturados entre los miembros de otras tribus. Lo que más le llamó la atención es que no los trataban nada mal. A cada futuro sacrificable se le cuidaba y alimentaba con esmero e incluso ponían una mujer a su disposición que, si se quedaba embarazada, podía tener a su hijo sin problemas. Posteriormente le criaban como uno más de la tribu. Cuanto mejor estuviera el prisionero, más entero y valeroso ante su destino, más contentos estaban los tupinambá, pues el banquete que ellos deseaban (aunque este matiz no lo captara probablemente el atemorizado artillero) era doble: por un lado el físico, el de la carne sin más, y por otro lado el del alma, ya que pretendían ingerir las cualidades de sus víctimas (su valor, su fuerza, su inteligencia, etc.). Mientras tanto, organizaban la ceremonia como quien adorna su casa para las fiestas navideñas.
De hecho, el día fijado para el sacrificio montaban una auténtica fiesta a la que se invitaba a amigos y parientes de otras aldeas y luego se seguía un ritual específico que incluía la confección de una maza emplumada especial para matar al prisionero y el embadurnamiento con cenizas del verdugo y sus acompañantes. Luego éstos le atizaban un fuerte golpe por detrás de la cabeza que por lo general era suficiente para acabar con la víctima y a continuación le descuartizaban y se repartían los restos entre todos los miembros de la tribu invitados. Según el relato de Staden, los tupinambá se comían todo, no sólo la carne "en filetitos" por así decir, sino incluso las vísceras, los sesos, la lengua...

Aunque al principio aguantó con valor su destino, el de Hesse no tardó mucho en derrumbarse al comprender que acabaría en la panza de los tupinambá igual que los otros indígenas capturados y comenzó a suplicar y llorar por su vida. Perdido todo el coraje, reducido su estado al de un alma en pena que no hacía más que rogar y gritar aterrorizado ante lo que le esperaba, los nativos al principio se sorprendieron de su comportamiento, tan poco digno de un duro hombre de armas. Más tarde, empezaron a burlarse de él para hacerle reaccionar pero cuando vieron que la cosa iba a peor y que Staden no levantaba cabeza llegó el desprecio más absoluto ante su cobardía. Según las palabras del propio artillero: "dijeron de mí que era un auténtico portugués porque gritaba horrorizado ante la muerte y se burlaron con crueldad, tanto los niños como los adultos".
 
Fue entonces cuando, sin decirle nada, le liberaron. Un día, le acompañaron fuera del poblado y le expulsaron casi a patadas. Salió corriendo, imaginando que irían detrás de él para cazarle como un animal aunque nadie le persiguió, y no paró hasta regresar, no ya a Sao Paulo, sino a Europa, a bordo de un barco francés. Instalado de nuevo en Alemania, abandonó la profesión militar y se dedicó a la industria del salitre. Pero también aprovechó para escribir sus aventuras en un opúsculo titulado (me ahorro el título original en alemán) Verdadera historia y descripción de un país de salvajes desnudos, feroces y caníbales, ubicado en el Nuevo Mundo: América. La primera parte describía su experiencia como prisionero de los tupinambás, antropofagia incluida, y la segunda parte recogía diversos apuntes antropolóticos y etnográficos relativos a la tribu. El libro se convirtió en un gran éxito de ventas, no sólo por los detalles morbosos relativos al canibalismo sino porque prácticamente no existía ningún estudio de este tipo sobre los nativos de las colonias portuguesas en América, lo que motivó sucesivas ediciones con diversos añadidos. Más tarde se publicarían otros testimonios similares de sucesivos aventureros...

Lo más interesante de la historia de Hans Staden es que contribuyó a extender el miedo en muchos europeos hacia los peligrosos caníbales amazónicos..., y al mismo tiempo empezó a ocultar un hecho terrible y aún hoy desconocido para la mayoría de nuestros contemporáneos: que el canibalismo no es por desgracia patrimonio de cuatro tribus primitivas perdidas de la mano de Dios en territorios salvajes de continentes lejanos, ni mucho menos, sino una de las soluciones habituales (aunque la menos honorable, cierto) en tiempos de real hambruna, incluso en Occidente, incluso en nuestros tiempos.

Nuestra anestesiada mentalidad contemporánea asocia la antropofagia a una actitud extrema (como la de los protagonistas del famoso siniestro aéreo de 1972 en los Andes, cuyos supervivientes lograron salir adelante durante algo más de dos meses comiéndose a sus compañeros muertos) o simplemente pervertida (como el personaje de Hannibal Lecter en las novelas de Thomas Harris) pero lo cierto es que parece una actitud tan antigua como el mismísimo homo sapiens. El estudio de los huesos (roídos) encontrados en los yacimientos de Atapuerca ya revela que esta actividad no era desconocida por nuestros remotos antepasados hace cerca de un millón de años, aunque no se sabe exactamente si comenzó por el hambre o por su aspecto ritual. Personalmente, siempre me ha incomodado mucho esa frase, en apariencia tan cariñosa, de: "¡ay qué guapo, qué rico está, que me como a mi niño!"

Los libros de texto están llenos de referencias caníbales asociadas a tribus africanas, polinésicas y americanas. Por poner un par de ejemplos, durante las campañas de Hernán Cortés, varios testigos españoles relataron espantados que tanto los indios aliados como los adversarios practicaban el canibalismo con los enemigos muertos e incluso a menudo llevaban consigo un saquito de sal para poder conservar mejor las tajadas cortadas a los cuerpos de los enemigos muertos... Y en el siglo XVIII, uno de los exploradores y cartógrafos más conocidos del Reino Unido, el mismísimo James Cook, acabó, junto con varios de sus hombres, en el estómago de un nutrido grupo de nativos hawaianos después de una sangrienta escaramuza con ellos.

Pero un estudio detallado de la Historia nos demuestra que caníbales los ha habido siempre y en todas partes porque, como bien dice el refrán, "cuando las ganas aprietan ni las tumbas se respetan". En la época conocida como "los años de los chacales", que marcó el fin del Imperio Antiguo en Egipto a finales del tercer milenio antes de Cristo, se documenta un período de hambre que fue en parte apagada con la antropofagia. La Biblia relata varios casos y también los historiadores romanos antiguos. Durante los largos sitios medievales como los de las Cruzadas tampoco era extraña esta actividad y la brutal y crudelísima Guerra de los Treinta Años nos ha dejado estampas horrendas a este respecto. El terrible y largo asedio de Leningrado, durante la Segunda Guerra Mundial, también generó abundantes sucesos de este tipo y la gran hambruna con la que uno de los mayores genocidas de todos los tiempos, Josef Stalin, castigó las zonas rurales de la Unión Soviética, condujo a los mujiks a vender en los mercadillos pedazos de cuerpos humanos como si fueran de animales, tal y como se aprecia en esta foto de la derecha, una de las más espantosas que nunca he visto. Un oficial japonés, Yoshio Tachibana, fue juzgado y condenado por canibalismo tras ejecutar a varios pilotos norteamericanos y comerse al menos a uno de ellos en agosto de 1944 en las islas Ogasawara...


Hasta el futuro nos advierte contra la antropofagia. Uno de los libros más desoladores y nihilistas publicados en los últimos años, La carretera de Cormac McCarthy, se refiere también al canibalismo en la despiadada odisea de un padre y su hijo de diez años, supervivientes a un desastre mundial indeterminado, que caminan por una inhóspita ruta sin fin con un carrito de supermercado en el que cargan la escasa comida y las pocas cosas útiles que tienen en busca de algún lugar al que ir, de una esperanza que justifique seguir viviendo un día más y que nunca llega. Entre los escasos supervivientes del desastre nunca explicado hay algunos grupos de miserables que se dedican a capturar a otras personas para comérselas, con la mayor naturalidad, e incluso las almacenan en una especie de corrales en los sótanos de las casas. 

Volviendo a nuestro artillero de Hesse, tal vez Staden no llegara a verlo nunca de esta manera pero el hecho es que los indios tupinambá le liberaron porque no querían comer la carne de un cobarde: por mucho que les gustara su sabor, si la devoraban, ingerirían también el miedo del mercenario y eso no les compensaba en absoluto. ¿Significa eso que si algún día estamos en trance de ser comidos debemos asumir su actitud lastimera y lloriqueante? Yo intentaría atiborrarme de guindillas y jalapeños justo antes de que me dieran con la maza en la cabeza: así por lo menos le causaría un buen ardor de estómago a mis devoradores...




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