He aquí un perturbador dilema: ¿qué es peor: vivir la vida como uno más del montón y morirse sin haber hecho nada nuevo, dentro de la media general, o pasar a la Historia aunque sea como el responsable de la muerte de cientos de miles de personas, tal vez de millones?
Yo tengo clara la respuesta, pero hay personas que no tanto. Una de ellas es un ingeniero y general ruso llamado Mijail Kalashnikov, creador del famoso fusil de asalto AK-47 que lleva su nombre y que se utiliza en medio mundo por su facilidad de manejo, su económico precio y por supuesto su mortal eficacia. Dicen los expertos que es el arma más empleada en el planeta en este momento. Es tan competitivo en el mercado de la muerte, que ha sido copiado por activa y por pasiva, hasta el punto de que se calcula que 9 de cada 10 fusiles Kalashnikov de los que circulan por el mundo se fabrican sin autorización o con licencias caducadas. Un poco como los bolsos falsos de Loewe o las colonias falsas de Armani..., pero con consecuencias bastante más trágicas en su uso.
Aunque en el caso del señor K. las pérdidas económicas personales no son muy elevadas: empezó a trabajar en su idea en 1942 y logró materializarla en 1947, mas la Unión Soviética nunca llegó a patentarla y la marca sólo fue registrada, casi testimonialmente, en 1998 en la Oficina Internacional de Patentes de Suiza. Por eso su inventor nunca se hizo rico, como le sucedió a Eugene Stoner, quien diseñó su competidor norteamericano, el M-16, de todas formas inferior.
Ah, sí, resulta que el fusil Kalashnikov debe su nombre a un tipo que se apellida así..., es lógico, ¿no? ¡Pues resulta que no tanto, si tenemos en cuenta la manera de pensar de algunos! El otro día durante una cena mantuve una conversación surrealista en la que una persona me hablaba de Ramón y Cajal y le comenté:
- Te refieres al científico, ¿no?
- No, al hospital -quería decir al centro hospitalario del mismo nombre en Madrid-.
- Bueno, al hospital que se llama así por el científico...
- ¿Qué científico? Ramón y Cajal es el nombre de un hospital, no de un científico -concluyó, todo convencido.
Volviendo al señor K., resulta que acaba de cumplir noventa años y el gobierno ruso en compañía de los constructores de armamento le han organizado una fiesta de las de época. Hasta le han dedicado la X Feria Nacional de Armas de Caza y Deportivas en Izmash, en el Volga, muy cerca de los Urales, donde se exponen los modelos más famosos no sólo del AK-47 sino de otras ametralladoras y segadoras humanas inventadas por este señor en la oficina en la que trabaja desde hace sesenta años, como por ejemplo el AK-103 (de los cuales Venezuela ha comprado recientemente cien mil unidades, con objeto de meter miedo -o tal vez meter una balacera en el cuerpo- a sus vecinos de Colombia con los que últimamente se lleva bastante mal).
Preguntado por cómo se siente a estas alturas de su vida, el señor K. ha dicho que "contento y satisfecho" por haber logrado "diseñar un sistema capaz de perfeccionarse al compás del tiempo" y "con muchos planes" porque "tengo la impresión de haber hecho aún poco, aunque todavía puedo trabajar en nuestra fábrica y dedicarme a la formación de los jóvenes". A la formación bélica, se entiende, porque en su opinión "no sé cuál será el arma del siglo XXI, pero estoy seguro de que saldrá de nuestro armamento, del armamento ruso".
¿Se puede ser más inconsciente acerca de las consecuencias de los propios actos? Para justificar el hecho de haber dedicado su vida a la creación del más perfecto instrumento de muerte, el señor K. dice que en realidad le hubiera gustado diseñar maquinaria agrícola pero que "todo cambió por culpa de los alemanes" en la Segunda Guerra Mundial. Ya hace pocos meses nos recordaba el sobrevalorado Quentin Tarantino, durante la promoción de su horrorosamente infumable Malditos Bastardos, que los alemanes de los años treinta y cuarenta del siglo XX eran "los malos perfectos" porque uno les puede acusar de todo, tanto de lo que hicieron como de lo que no hicieron, con la seguridad de que contará siempre con la ignorante y entusiasta complicidad de público y crítica.
En el caso del señor K. tiene más delito, porque el arma que afirma desarrolló "por culpa de los alemanes" nació dos años después de la derrota de éstos. Y además, desde entonces hasta ahora ha llovido bastante. Si hubiera tenido la vocación de ingeniero agrícola, cabe pensar que en todos estos decenios habría encontrado un ratito para crear, por ejemplo, una cosechadora igual de barata y eficaz, que ayudara a la supervivencia de los campesinos rusos.
En un viejo texto gnóstico de la Biblioteca de la Universidad de Dios leí una vez que todos los artistas, en el momento de morir, son acogidos y transportados al Otro Mundo por sus propias creaciones, las que alumbraron durante su vida y que justo en este instante acuden como hijos solícitos a asistir a sus padres. De tal manera, podríamos imaginar la muerte de Mozart o de Bach como un trance bellísimo, arropados por sus nunca igualadas y mucho menos superadas sinfonías musicales. O la muerte de Stan Laurel y Oliver Hardy (la maravillosa y por desgracia hoy olvidada pareja cinematográfica de El Gordo y el Flaco) como un paso realmente amable y simpático, acunados por el agradecimiento de tantas horas de buen humor y diversión con que deleitaron a millones de personas. Desde ese punto de vista, y teniendo en cuenta la edad que ya tiene el señor K., siento escalofríos cada vez que me imagino lo que puede estar esperándole, ahí mismo, a un palmo de distancia más allá del plano físico, cuando se le agote el poco tiempo que le queda entre nosotros.
(En la foto, el orgulloso señor K. con su invento, que tanto ha contribuido al bienestar de la Humanidad durante los últimos sesenta años)
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