Cuando uno ingresa en la Universidad de Dios el primer texto básico que se facilita al estudiante es un ejemplar con las Siete Leyes de Hermes Trismegisto (el Tres Veces Grande, en griego). Hay que aprendérselas de memoria y, de hecho, el primer trimestre casi no se hace otra cosa que engullirlas teóricamente y digerirlas luego prácticamente (oh, sí, la nuestra es una carrera práctica: que si convoca una tormenta y luego deshazla para ver tu grado de control de los elementos, que si desplázate por los planos astrales y sal indemne de la extraña fauna que vive por allí, que si muestra una sonrisa a cada persona que te encuentres y especialmente a tus enemigos para limpiar el mundo..., agotador). Mas no acaba ahí la cosa. En los años sucesivos, hay constantes referencias a este ejemplar en las distintas asignaturas, donde se proponen nuevos y cada vez más complicados ejercicios para desarrollar las leyes sagradas. Se puede decir que ya no te puedes olvidar de ellas, aunque quisieras, entre otras cosas porque adquieres la capacidad de verlas en acción continuamente.
La primera ley tiene siete palabras pero qué siete palabras... Dice: Todo es mente, el universo es mental. Ojo: la palabra mente no se refiere aquí a lo que los mortales suelen considerar como tal, sino a un tipo de energía concreta que está en la base de todo cuanto existe, en cualquier estado que se nos ocurra. El ejemplo más facilón que siempre se cita aquí es el del agua en estado líquido, que se convierte en hielo en estado sólido o en vapor en estado gaseoso. Parecen tres materiales diferentes y sin embargo es el mismo manifestándose en tres formas distintas. El concepto mente funciona igual, pero a una escala muy superior, pues se encuentra en la base de todo: desde una bacteria hasta una estrella. Esta ley está construida con una frase que parece sencilla y sin embargo no lo es en absoluto. De hecho, sólo cuando uno ha sido capaz de procesarla (de deconstruirla como dicen ahora los cocineros de moda) letra por letra y asumirla en su interior puede adquirir un poder inimaginable sobre su propia existencia y la del mundo que le rodea.
Esta enseñanza es secreta, naturalmente: sólo para los estudiantes de nuestra Universidad. Pero de vez en cuando los mortales más agudos e inquietos acaban descubriendo (y, claro, lo presentan como una novedad porque para ellos lo es realmente) las aplicaciones prácticas de alguna de las Siete Leyes o de otros reglamentos que la Naturaleza y los dioses principales emplean para regir esta en apariencia sólida realidad en la que estamos sumergidos.
Los últimos que lo han logrado han sido un grupo de investigadores de la Universidad Complutense de Madrid (la UCM) que han trabajado codo con codo con El Jardín de Junio, empresa especializada en la investigación neurológica. Este equipo ha comprobado científicamente, y así lo ha anunciado esta semana en Málaga, que el lenguaje y las expresiones de ánimo y las de desánimo modifican el funcionamiento del cerebro, literalmente. Por ejemplo, al acelerar o no el proceso de identificación de la forma de un objeto.
Los especialistas emplearon técnicas avanzadas de neuroimagen para averiguar qué consecuencias reales tienen las palabras sobre la mente humana y en su comportamiento. Según la profesora de Psicobiología de la UCM, Pilar Casado, se ha constatado, cito textualmente, que "la mente humana es una construcción en nuestro cerebro que sólo considera una parte de la realidad y que es muy influenciable a estímulos externos". ¡Atención! ¡Sólo consideramos una parte de la realidad! ¿Qué no estamos viendo a nuestro alrededor? ¿Qué nos estamos perdiendo? ¿Por qué sólo vemos precisamente esa parte y no otra? ¿Cambiaría nuestra vida, tal vez por completo y para siempre, si aprendiéramos a considerar lo que ahora no vemos?
Y Luis Castellanos, presidente de El Jardín de Junio, añade: "el lenguaje es la arquitectura de la salud: tenemos que estar bien y usar un lenguaje positivo con nosotros mismos y los demás, porque eso influye directamente en nuestra salud". Después de comprobado esto, ¿quedan ganas de utilizar expresiones como "uf, estoy muerto", "tienes mala cara", "me dan ganas de darte un tortazo" o el clásico y agitanado "ojalá tengas juicios y los ganes"? ¿No nos recuerda todo esto a cierta enseñanza que se nos dio hace tiempo y a la que nunca hemos hecho demasiado caso, que empezaba recomendando: "no quieras para los demás lo que no quieres para ti mismo"?
¿Se darán cuenta los mortales del inmenso regalo que estos investigadores les están haciendo al revelarles estos poderosos misterios?
En el principio era el Verbo..., y no por capricho.
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