Cuenta una leyenda que la Luna recibe cada noche las almas de los muertos antes de que éstas puedan dar el paso definitivo hacia el Más Allá. Lo que sobre la fría superficie de nuestro ¿muerto? satélite digan o hagan, los dioses a los que recen o los alaridos que les desgarren mientras finalizan su tránsito son asuntos sombríos acerca de los cuales nunca se habló demasiado en voz alta..., y aún menos en nuestra torpe y necia época contemporánea.
La misma leyenda afirma que los lobos tienen la capacidad de ver el desfile de los espectros ascendiendo lenta, resignadamente, a través de una rampa invisible hacia el Ojo Tuerto de Horus, que asume su papel de Reina de la Noche en cuanto el Gran Dios Sol desaparece al otro lado del horizonte en busca de nuevas aventuras en tierras extrañas. Y que por eso aúllan, desesperados, pues les gustaría dejar de sufrir: ciertamente preferirían vivir tan ciegos como los hombres, que osan componer canciones de enamorados al engañoso fanal nocturno, confundidos acerca de su real utilidad cósmica.
Pudiera ser que el primer hombre-lobo fuera en realidad un lobo-hombre. Uno de esos lobos de épocas primigenias, particularmente doliente, que no pudiendo resistir por más tiempo el pánico y el dolor ante las visiones nocturnas hubiera decidido disfrazarse de hombre, mudar de especie, y lo hubiera conseguido tan sólo a medias.
Anoche la Universidad de Dios se vio sobrecogida por el dolor con la muerte de Waldemar Daninsky, uno de entre ese linaje macabro que, quizá no físicamente, pero en alguna envoltura interna (o más probablemente en una vida anterior) estábamos todos convencidos de que se había visto obligado a aúllar a la Luna.
La identidad profesional de Daninsky era Paul Naschy, actor, y el alias humano que utilizaba para camuflarse entre los mortales era el de Jacinto Molina. Según su biografía oficial había nacido muy cerca de la mismísima Plaza Mayor de Madrid, hacía justo 75 años, y se disfrazó tan bien en la sociedad humana que se licenció en Arquitectura, trabajó como dibujante e ilustrador, publicó novelas del Oeste y llegó a ser siete veces campeón de España de Halterofilia. Antes de lograr su hueco en la historia del fantástico español (sobre todo a partir de La marca del hombre lobo, dirigida por Enrique López Eguiluz, y que él mismo escribió y protagonizó en 1968) participó como extra en algunas superproducciones de Hollywood que se rodaron en las por entonces baratísimas localizaciones cinematográficas españolas, como 55 días en Pekín. Acababa de editar, hace un par de meses, su primera y ya única novela de terror: Alaric de Manac.
Cierta persona que conozco bien y que compartió campus universitario con él me contaba justo hace un par de días (¡vivan las sincronías!) una anécdota acerca de su poderío físico: Daninsky se había roto un brazo y en consecuencia los médicos se vieron obligados a escayolárselo. En este aparente estado de indefensión, un tipo que no se llevaba muy bien con él le provocó de forma cobarde, quizá con la intención de aprovecharse de su desventaja. Pero la jugada le salió mal, porque Daninsky le aferró de la camisa con la mano del brazo bueno y le preguntó en voz alta: "Y ahora, ¿con qué quieres que te dé? ¿Con la cabeza o con la escayola?" El provocador se zafó como pudo y salió corriendo. Nunca volvió a meterse con él.
Waldemar Daninsky se fue en la noche del 30 de noviembre al 1 de diciembre, pero no fue una bala de plata lo que acabó con él.
Era Luna llena.
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