Que los monos y los homo sapiens están emparentados me parece a estas alturas poco cuestionable aunque, como bien saben los lectores de este blog (y así campea en lo más alto de esta página, en el motto bajo el título que tomé prestado a un honorable caballero), mi opinión acerca del origen de ese nexo es contraria a la generalizada colección de lugares comunes e hipótesis por demostrar de la teoría general del evolucionismo, por más que sea hoy por hoy la más aceptada (a veces, directamente impuesta cual dogma de fe a través de los altavoces de los medios de comunicación) por una mayoría de personas sin capacidad real de comprobación de la tesis. No, en mi caso prefiero inclinarme por otra teoría mucho más sugestiva que aparece en diversos textos mitológicos antiguos (decía el clásico que "la Mitología es la Historia de los tiempos en los que no había historiadores") según la cual es el mono el que desciende del hombre y no al revés.
La más conocida de las leyendas de este estilo es tal vez la recogida en el Popol Vuh de los mayas quichés donde se afirma que los simios surgieron tras la destrucción de una de las humanidades que precedieron a la actual. Según su relato, los dioses Creador y Formador construyeron un hombre de madera que prosperó y se multiplicó pero, a pesar de llegar a crear una gran civilización, vivía volcado en el materialismo y dando la espalda a las divinidades. Al final, éstas se enfadaron tanto que decidieron destruirlo arrojando sobre él unas lluvias interminables que dieron lugar a una pavorosa inundación (el equivalente al Diluvio Universal de este lado del Atlántico) que anegó todo resto de cultura y humanidad..., aunque no deja de ser curioso que una humanidad de madera fuera aniquilada precisamente por ahogamiento. El caso es que los escasísimos humanos que lograron sobrevivir lo hicieron sólo porque se refugiaron en las copas de ciertos árboles gigantescos que, justo gracias a su tamaño, no fueron cubiertos por completo por las aguas. Ahora bien, las espantosas condiciones de vida que se vieron obligados a asumir los supervivientes, incluso cuando las aguas se retiraron, sumadas a su carácter materialista, los hicieron degenerar hasta convertirlos en hombres bestias, predecesores de los monos actuales.
Lo cierto es que la teoría de la involución es más fácil de aceptar que la de la evolución. En realidad es la pura ley de la entropía, de la energía que se va gastando progresivamente y acaba siendo no disponible. Sin duda resulta mucho más sencillo asumir que un grupo humano desarrollado acabe cayendo por el tobogán hasta transformarse en una pandilla de salvajes (véase cualquier película de Ciencia Ficción de los últimos veinte años sobre el tema de apocalipsis y fines del mundo variados) y, con el tiempo, en un grupo de animales sin más, que pensar en que de pronto y sin venir a cuento un mono cualquiera pueda tener una inspiración (¿divina?) y se le ocurra frotar dos palitos para encender un fuego o ponerse a tallar una piedra para darle forma de rueda.
Recuerdo ahora los postulados de la Teosofía, desarrollada públicamente a partir del siglo XIX, cuando se refiere también a la existencia de diversas razas humanas antes de la actual (si uno lo piensa, no es tan extraño: teniendo el ser humano como tiene, según todos los estudios científicos, millones de años de edad, ¿es verdaderamente creíble que sólo hayamos desarrollado una civilización digna de ese nombre en los últimos 5.000 años?) y habla en concreto de la cultura de Lemuria, un continente que habría existido incluso antes que la Atlántida, aunque ubicado más bien hacia el Este, en el Océano Índico. ¡Vaya: resulta que precisamente en Madagascar, bañado por esas aguas, encontramos una especie autóctona de inquietantes y chillones primates que se llaman lemures...!
Fuera como fuese, y retomando el hilo del principio, resulta que el parentesco entre los monos y los homo sapiens es un hecho. Pero algunos experimentos con simios son verdaderamente curiosos a la hora de establecer relaciones entre la conducta de ambas especies. Uno de los estudios más interesantes de los últimos años lo presentó un norteamericano de origen chino llamado Keith Chen (aquí a la izquierda) que, curiosamente, no era biólogo sino economista. Eso sí, graduado en Stanford. Él y la psicóloga Laurie Santos, de la universidad de Yale, trabajaron durante un tiempo con varios monos capuchinos a los que trataron de inculcar el concepto del dinero para ver cómo se manejaban con él: si lo comprendían y si eran capaces de emplearlo con todas las variantes posibles. Los resultados fueron sorprendentes.
Chen y Santos crearon unas pequeñas piezas redondas que entregaron a los monos para que las utilizaran como moneda corriente. Colocaban bandejas con distintos alimentos, como uvas o galletas y les enseñaban a canjear las "monedas" por los productos. Los animales entendieron enseguida la utilidad de sus nuevos juguetes, puesto que podían cambiarlos por la comida que más les apeteciera. Visto que aceptaban la nueva situación con rapidez y naturalidad, Chen empezó a introducir distintos cambios en el nuevo sistema monetario capuchino para ver cómo reaccionaban los sujetos de su investigación. Por ejemplo, probó con el concepto de oferta o precio más barato. Y si reducía el precio de la gelatina, entregando por ejemplo dos raciones por una moneda en lugar de una por una como hasta entonces, los capuchinos reaccionaban como consumidores responsables y reducían sus gastos en otros alimentos para hacerse con más gelatina.
Los investigadores también descubrieron que el mal uso del "dinero" podía pervertir a los capuchinos y conducirles al juego, la estafa, el robo y hasta la prostitución. En el primer caso, les enseñaron un par de juegos de azar en el que se apostaban uvas y donde los monos mostraron su preferencia por el más arriesgado (aunque cuando el experimento se llevó a cabo con seres humanos ¡éstos mostraron la misma preferencia, casi en la misma proporción!). En lo relativo a la estafa, un día Chen y Santos facilitaron a sus animales un poco de pepino cortado en rodajas y no en cubos como hasta entonces..., y uno de los monos trató de hacer pasar su rodaja por una moneda para cambiarla por un alimento más dulce. En cuanto al robo, se convirtió en una de sus actividades habituales en los experimentos en los que tenían acceso a más monedas de las que inicialmente les correspondían. Y finalmente, respecto a la prostitución, Chen llegó a contemplar cómo una mona aceptaba una moneda de un macho a cambio de mantener sexo: cuando terminaron la cópula la mona se fue tan campante a cambiar la moneda por una uva.
Desde el punto de vista de la evolución, la obvia laguna que existe entre el hombre y el antropoide hoy es extraña. La teoría evolucionista sostiene que, a medida que los animales progresaron en la escala de la evolución, se hicieron más capaces de sobrevivir. Entonces, ¿por qué está todavía en existencia la familia “inferior” de los antropoides, pero no hay ningún representante de las presuntas formas intermedias, que supuestamente habrían de ser más adelantadas en el proceso evolutivo? Hoy vemos chimpancés, gorilas y orangutanes, pero no vemos “hombres-monos”. ¿Parece probable que cada uno de los más recientes y supuestamente más adelantados “eslabones” entre las criaturas simiescas y el hombre moderno hubieran de haberse extinguido, pero no los antropoides, que serían inferiores?
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